Crónicas desde el país de la gente más feliz de la Tierra

Wole Soyinka

Fragmento

libro-3

1. Oke Konran-Imoran

Papa Davina, conocido también como Teribogo, prefería crear sus propias perlas de sabiduría. Como, por ejemplo, su famosa «La perspectiva lo es todo».

La madrugadora Suplicante, su primera y única clienta de aquel día, y de hecho una sesión muy especial, entregadísima, levantó la vista y asintió.

—Vete a aquella ventana. Descorre la cortina y mira —le indicó Papa D.

La sala de audiencias estaba un poco en penumbra, y a la Suplicante le llevó un rato tantear los amplios pliegues hasta encontrar la separación de en medio. Agarró las pesadas cortinas con las dos manos y esperó. Papa Davina le hizo señas para que terminara el gesto, siguiendo con su tono tranquilizador, casi meditativo:

—Cuando te metes en estos terrenos, es primordial que te olvides de lo que eres, de quién eres. Piensa en ti misma solo como la Suplicante. Yo seré tu guía. No soy un vulgar mercader de la misión profética. Los días de los grandes profetas se terminaron. Estoy contigo solo como Presciencia. Solo Dios Todopoderoso, Alá el Inescrutable, es presencia en sí, y ¿quién se atreve a entrar en presencia del Uno y Único? ¡Imposible! Pero sí podemos entrar en Su Presciencia los que somos como yo. Somos pocos. Somos los elegidos. Nos esforzamos por leer sus planes. Tú eres la Suplicante. Yo soy el Guía. Nuestros pensamientos nos dirigen solamente a la revelación. Por favor, descorre la cortina. Del todo.

La Suplicante siguió con la otra mitad de la cortina. La luz del día inundó la habitación. La voz de Papa D. la persiguió.

—Sí, mira y dime lo que ves.

La Suplicante había subido por la pendiente contraria, que era la miseria total, absoluta. En aquella cara de la colina, sin embargo, lo que saltó de inmediato ante su vista fue un batiburrillo mucho más ecléctico. Mucho más abajo había vetas dispersas de planchas de hierro, arcilla y tejados oxidados de chapa ondulada, salpicados aquí y allá, sin embargo, por algunas hileras aisladas aunque ordenadas de edificios altísimos y ultramodernos. Enhebradas entre aquellas zonas de contrastes había filas rugientes de vehículos a motor de toda clase de fabricación. Y la ciudad solo estaba arrancando su ritmo matinal, por eso había colmenas palpitantes de humanidad, trabajadores sentados atrás en los mototaxis que serpenteaban entre los charcos formados por la lluvia nocturna y las alcantarillas desbordadas. Una extensión de la laguna centelleaba a lo lejos. La Suplicante se volvió y describió sus hallazgos al apóstol.

—Ahora quiero que mires más cerca de la altura a la que estamos en esta habitación. Deja que tu mirada se eleve desde esa ciudad en la que se encona, acércala a nuestra altura. Entre donde estás y ese cuadro frenético, ¿qué más hay?

La Suplicante no dudó:

—Basura. Montañas de desechos. Justo igual que el otro camino; era una pista con obstáculos ensartados por todo el camino hasta aquí. Puros montículos de los vertederos de la ciudad.

Davina pareció satisfecho.

—Sí, un estercolero. Lo atravesaste. Pero ahora estás aquí, ¿y dirías que estás en un estercolero?

La mujer negó con la cabeza.

—En absoluto, Papa D.

El apóstol asintió, al parecer otra vez satisfecho.

—Vuelve a cerrar las cortinas, por favor.

La Suplicante obedeció. La habitación interior debería de haber vuelto a su penumbra anterior, y ella esperaba tener que encontrar medio a tientas el camino de vuelta, pero no. Flechas multicolores, parecidas a las luces que marcan la salida de emergencia en el suelo de los aviones, dirigieron sus pasos hacia una sección distinta de la sala. Sin que le hiciera falta que el discurso de seguridad de una azafata la informase de su finalidad, siguió las luces. Terminaban en un taburete, tallado de forma exquisita. Le recordó a un taburete real de los ashanti que había visto en fotos.

—Siéntate en ese taburete. Tenemos que emprender un viaje, así que ponte cómoda.

En ese momento, fue el pastor quien se levantó.

—Hay muchos, incluyendo a compatriotas nuestros, que describen este país como un vasto estercolero. Pero, ¿sabes?, los que lo hacen quieren ser despreciativos. Yo, por el contrario, encuentro en eso felicidad. Si el mundo produce estiércol, el estiércol habrá que amontonarlo en alguna parte. Así que, si de verdad nuestro país es el estercolero del mundo, eso significa que estamos prestándole un servicio a la humanidad. Bien, eso es… perspectiva. ¿Quieres que te muestre otra cosa?

La Suplicante asintió.

—Le escucho con atención, Papa D.

—Bien. Desde el momento mismo en que me hablaste por teléfono, supe que no eras una suplicante corriente. Tu voz llegó hasta mí como la de alguien ansiosa por aprender. Aconsejo a todo tipo de gente. Todas las facetas de la humanidad atraviesan esas puertas. Te sorprendería lo opuestas que eran las almas que se han sentado en ese mismo taburete, si eligiese contártelo.

La Suplicante sonrió con ironía, rechazando la oferta con un ademán.

—Papa Davina, por eso estoy aquí. Su reputación ha trascendido no solo en el país, sino en el continente.

—Ah, sí, tal vez.

—E incluso más allá.

—¿Ah? Cuéntame, ¿qué has oído? Los que han dirigido tus pasos hasta aquí, ¿qué dicen de Papa Davina?

—¿Por dónde empezar? —suspiró la mujer—. Bueno, permítame hablar del más reciente, el candidato de las Seychelles… Rezó usted por él y todo el mundo sabe el resultado.

Davina hizo un gesto de autodesaprobación con las manos, transformándolas en recipientes inertes que terminaban con las palmas vueltas hacia arriba, como atribuyéndole el mérito —y la gloria— a otro.

—Para ti he organizado una… perspectiva especial.

Mientras hablaba, Papa D. parecía disolverse en la penumbra periférica, pero la sala, de cuyas cortinas a duras penas había podido encontrar ella la apertura momentos antes, se fue bañando de una luz que poco a poco fue reemplazando la luz del día que acababa ella de tapar. Resultó ser solo el principio. Ante los ojos de la Suplicante, la parda sala de audiencias se fue convirtiendo en el país de las hadas. La mujer se quedó sin aliento. Su anfitrión, con un brazo extendido, parecía estar girando lentamente. En la mano tenía un aparatito plateado que también se movía, con el que iba trazando un arco cada vez mayor. Quedaba claro que estaba plantado sobre un disco giratorio oculto. Papa D. apuntó con el mando al techo y se hizo la luz. Después, se oyó otro clic casi inaudible y un gorgoteo de agua interrumpió el silencio; una hendidura en una roca que había surgido mágicamente se fue revelando como su fuente, un manantial cuyas aguas relucientes caían en cascada con caricia arrulladora y luego serpenteaban hasta meterse en una gruta donde se desvanecían para siempre. Una vista ondulada de colinas y valles, llanuras y mesetas, brillaba hacia horizontes distantes, mientras los tubos de luz suave que subían desde el suelo hasta el techo bañaban la sala con su lustre psicodélico. Poco a poco una hornacina fue brillando hasta hacerse visible, luego otra justo enfrente, luego una tercera a noventa grados y, para finalizar, una cuarta con la que terminó de aflorar una instalación tridimensional. Las hornacinas estaban espaciadas de manera uniforme, como emblemas de las casas de los cuatro puntos cardinales. En el suelo, hecho de pulidos paneles de madera, un gran mapa incrustado del zodiaco emprendió progresivamente su propia iluminación. Desde los lazos de cinta que remataban los arcos de cada hornacina, una espiral de humo ondeaba hacia abajo para después empezar a hacer volutas sobre los signos del zodiaco. A la Suplicante la envolvió una mezcla de inciensos.

Escuchó la voz de Papa Davina:

—Hablaba de otras perspectivas. Verás, si vives en un estercolero, por lo menos te puedes asegurar de estar en todo lo alto. Esa es la otra perspectiva. Es lo que separa a los que han sido llamados del rebaño corriente. Reside en el corazón del deseo humano.

La Suplicante suspiró. Había sido un largo trayecto hasta llegar a aquel momento, un trayecto de asombrosos contrastes y revelaciones, tanto físicos como mentales. Instruida en el protocolo preceptivo del profeta, se había embarcado en su cumplimiento completo, hasta el contenido del sobre rosa que había traído con ella y había colocado con solemnidad sobre una mesita que servía de altar en la entrada del edificio. Lo que estaba en juego no permitía ninguna desviación de los ritos de paso para la redención, un número que en condiciones normales le parecería degradante para su estatus social. Al fin y al cabo, le había llevado bastante tiempo, casi un año entero, organizar aquella audiencia, no era momento de poner en peligro su salvación. Por el camino había sorprendido a unos traperos mirándola furtivamente, transfiriendo la vista desde la ladera donde hurgaban buscando comida hasta el nido de águilas de Papa Davina, como diciendo: «Ah, sí, uno de estos días nosotros también cumpliremos los requisitos para subir esos últimos escalones empedrados y seremos admitidos ante la Presciencia». Habían oído de todo, habían oído historias sobre el interior mágico donde se hacían los hechizos de transformación que el exterior de muros agrietados y cemento resquebrajado no dejaba traslucir. Las noticias se filtraban y rozaban aquellas vidas anhelantes con insinuaciones de un destino distinto. Algunos echaban la quiniela religiosamente, otros jugaban a la Lotería Nacional anual y más, pero ansiaban el toque definitivo de varita mágica: la bendición de Papa Davina. Soñaban con el día en que ellos mismos subirían el acceso empedrado de veintiún escalones relucientes y serían escoltados ante Su Presciencia. Activos o soñando, atesoraban imágenes del esplendor del recluso, el mago conocido como Papa Davina.

La Suplicante agradecía que su hermana hubiese aportado religiosamente sus diezmos a la congregación de Papa Davina. No se conseguía una audiencia privada con Papa D. hasta después de por lo menos un año de asistir a los oficios al aire libre que daba abajo para todo el mundo, con un récord invicto de diezmos. Su hermana incluso le había transferido sus «cupones de redención». Había, por supuesto, excepciones para las urgencias. Para evitar cualquier restricción imprevista, el suplicante debía primero cubrir los atrasos anuales —entre otros honorarios— y un diezmo doble. Las urgencias cubrían vicisitudes como juicios en los que se necesitaba la intervención divina para ablandar el alma sádica del juez para que dictase la absolución total y a veces hasta sancionase a la acusación por abuso procesal y desacato.

Su propio aprieto no era nada tan drástico y, como algunos pacientes que son propensos a ir al médico, no iba sin haberse automedicado antes. El suyo era simplemente un caso de malas elecciones de negocios, una avalancha de mala suerte que persistió durante tres años y la llevó a tener pérdidas. Luego estaba el flagelo de los aranceles aduaneros sobre los bienes que apenas sobrevivían a la depredación de la considerable cantidad de piratas marítimos que ahora se apostaban en las calas orientales del país. Nada que no se pudiese compensar con la asignación de un pozo petrolífero. Aquello fue lo que la obligó a recurrir a Papa D.

Y ahora, por fin, estaba frente a frente con el Destino, un empeño cuya concreción anidaba en las manos del único guardián del profeta. Allí estaba el Jardinero de Almas —otro de los títulos de Davina—, con el brazo extendido como si empuñase el báculo de Moisés y su artilugio electrónico fuese una varita capaz de conseguir que una roca yerma entregase su secreto más preciado, procreador, sustentador de vida. Pero aquella era una época primitiva, en la que Moisés producía solo agua; el báculo del Moisés contemporáneo estaba ahora sintonizado con los surtidores de petróleo. El oro negro, enclavado bajo tierras de cultivo y estanques de pesca ancestrales. La perspectiva cambiaba con la modernidad.

Como si le leyera el pensamiento, el despliegue visual se magnificó en ese momento con el auditivo: los tubos sonoros y sibilantes de la música de órgano empezaron a ofrecer una composición que elevaba el espíritu. Aquello la transportó a tierras todavía inimaginables, a visiones de lo alcanzable. La voz de Papa D. juntó las emociones que habían brotado en la mente afligida y frustrada de la Suplicante y, en el momento elegido por él, la hizo bajar de las nubes.

—Hay un cajón en tu taburete, en el lado derecho. Ábrelo. Encontrarás una carpeta y una pluma. Una pluma antigua, no un bolígrafo. Abre la carpeta y saca una hoja.

La Suplicante obedeció. Tocó la carpeta con la mano y solo le hizo falta aquel roce para sentir el lujo de la vitela más fina.

—La importo directamente de Jerusalén —reveló Papa Davina, como resumiendo.

La Suplicante ya estaba convencida de que era el papiro en el que los ángeles habían escrito el Libro de la Vida.

—Escribe en ella lo que buscas —la invitó.

Cuando hubo completado la tarea y levantó la vista, Papa Davina estaba de pie a su lado. En una mano tenía un frasquito pequeño, delicado, lleno de un líquido claro, en la otra un plato llano de tamaño mediano. La Suplicante le ofreció su escrito a Papa Davina, pero la Presciencia lo rechazó con un gesto.

—No. Ya sé lo que pone. No tienes que hacerme ninguna revelación. Pon la vitela en este plato.

Davina vertió el líquido sobre el escrito, agitó un poco el plato y la mente de la Suplicante viajó a su infancia, a los primeros tiempos de la fotografía, cuando la imagen se capturaba en papel tratado y luego se revelaba en una bandeja igual de plana. Se colocaba la hoja en apariencia vacía aunque impresa con la imagen en la bandeja con el fluido químico, se agitaba un poco y la imagen empezaba a formarse de forma gradual, toda mojada como un recién nacido. La perspectiva ahora estaba invertida. El proceso empezó por lo visible y terminó por lo invisible. Las palabras temblaron, se disolvieron, la vitela volvió a su estado prístino, pero el líquido antes claro estaba ahora veteado de tinta.

—Bebe —ordenó Papa D.

La Suplicante dudó un instante y enseguida recobró la compostura. Dudar era delatar una falta de fe y poner en peligro su misión. Sonrió feliz. Había llegado hasta allí; bebió. Se sintió exaltada, optimista. Papa Davina le ofreció un pañito perfumado con el que secarse los labios. Un peso enorme desapareció flotando de sus hombros. De pronto el futuro se abrió ante ella, una hoja de cálculo reluciente de infinitas posibilidades. Ya se sentía realizada. Le alargó el paño al apóstol, pero él lo rechazó con la mano.

—Quédatelo. A partir de esta noche, guárdalo bajo la almohada. Las próximas dos semanas, no dejes que entre nadie en tu habitación.

La Suplicante asintió con rapidez, cada vez más exaltada.

La voz interrumpió su euforia.

—Al festival de este año, ¿tienes planeado asistir?

La mujer dudó.

—No lo tenía pensado, Davina.

—Es el Festival de la Alegría, participa en él. Ha sido prometido que recibirás noticias de interés durante esa celebración y señales de tu búsqueda de plenitud.

—Por supuesto, Padre Davina. Si usted así lo ordena.

Davina le puso a la Suplicante la mano en la frente.

—Busca y encontrarás. Ve en paz. En el arco de entrada del próximo Festival de la Alegría leo tu nombre en grandes letras doradas. La felicidad está en el horizonte.

La Suplicante se arrodilló, en alabanza, con los ojos cerrados en éxtasis. Instruida en el protocolo para los asistentes a Ekuménika, no prolongó en exceso sus loas. Unas flechas iluminadas —sencillas esta vez, no en tecnicolor— le señalaron el camino hacia la salida.

Apenas había atravesado la Suplicante las puertas de Ekuménika y puesto un pie en la cima llamada oke Konran-Imoran —la colina del Conocimiento y la Ilustración—, Papa Davina, también conocido como Teribogo, sacó el móvil, marcó un número. La voz al otro lado dijo alargando la palabra:

—¿Sííí?

Papa Davina respondió:

—Se acaba de ir. Encárgate a partir de ahora, sir Goddie.

libro-4

2. El evangelio según la felicidad

Que al país conocido como el Gigante de África se le atribuyera albergar al pueblo más feliz de la Tierra ya no era ninguna novedad. Lo que seguía siendo confuso era cómo llegó a obtener semejante reconocimiento y, por consenso universal, a merecerlo. Los países aspirantes necesitaban que los rescataran de su estado de aspiración envidiosa, un malestar que provocaba esfuerzos vanos para arrebatarles las coronas de la cabeza. La sabiduría de los ancianos aconseja que es más digno reconocer al campeón cuando su victoria es indisputable y a partir de ahí hacerse un hueco detrás de su liderazgo, antes que quejarse y retorcerse de frustración. Es costumbre de los yoruba amonestar: «Ti a ba ri erin igbo k’a gba wipe a ri ajanaku, ka ye so wipe a ri nka nto lo firi». Cuando nos topamos con un elefante, admitamos que hemos visto al señor de la selva, en vez de comentar sin darle importancia que apareció algo fugaz ante nuestra vista.

No muchos países, por ejemplo, podían alardear de un Ministerio de la Felicidad. No obstante, era una innovación proveniente de uno de los estados más empobrecidos de aquel país federalizado. Su ministra pionera, llamada la comisionada, era esposa del imaginativo gobernador, mientras que otros miembros de la familia y allegados ocupaban los diversos puestos generados tras la singular investidura del gabinete. Para que no solo la primera familia se quede con el crédito de esta hazaña por decisión unánime del jurado mundial, sin embargo, hay que mencionar que, entre otras credenciales, el amor y el reparto liberal de títulos desempeñaron su papel. Muchas veces se pasaba por alto el hecho de que cuando un pueblo celebraba un solo título bastaba casi siempre para que en las demás naciones del país se implementasen planes presupuestarios anuales. Solía haber otros reconocimientos que también se ignoraban y eran sin embargo monumentales. ¿Es necesario citar, por ejemplo, las constantes distensiones exponenciales de la línea de gobernantes tradicionales a golpe de pluma de los gobernadores estatales, a lo largo de la historia y de las culturas?

Una antigua ciudad yoruba conocida como Ibadán, que fue antes un dominio monárquico autosuficiente, sin ningún signo visible de embarazo dio a luz en un día a veinticuatro nuevos reinos, en una época de desbocada atestación democrática. Aquel logro no quedó sin impugnar. Pronto —o apenas un poco después— fue igualado en el extremo opuesto del eje nacional con el parto de catorce emiratos por parte de otra entidad histórica llamada Kano. A los nuevos reyes/emires sus gobernadores presidenciales les entregaron bastones de mando y pergaminos con inscripciones reales, lo que dio lugar a vistosas ceremonias masivas en medio del clamor popular. Las coronas/turbantes individuales, obviamente hechos y fabricados a medida para cada cráneo real, fueron colocadas/enrollados en las cabezas y mejillas de los nuevos monarcas, antes meros cabezas de aldea y jefes insignificantes. Y etcétera. Los detractores profesionales del mundo fueron incapaces de la imaginativa hazaña de predecir las festividades masivas que por supuesto inundarían con ascensos a lo largo y a lo ancho un estado tan liberal, la garantía de que habría carnavales casi a diario propició el crecimiento del turismo y un boom de la industria complementaria de los secuestros extorsivos.

Las naciones competidoras solían pasar por alto muchos, muchísimos de los factores determinantes más destacados, deudoras en su mayor parte de los intereses creados y de la obsesión por arrebatarle de la cabeza la corona de la felicidad a sus verdaderos merecedores. Por desgracia, semejantes actitudes partisanas e interesadas solo sembraban confusión por todas partes, incluso en los festivales rutinarios de todos los años —religiosos, seculares, conmemorativos, etcétera— a los que cualquier nación soberana, con el mínimo atisbo de respeto tradicional por el mundo de los vivos, los nonatos y los antepasados, tenía por supuesto derecho.

Un típico malentendido de los turistas buscadores de diversión —y, de hecho, de algunos nacionales descuidados— era la tendencia a confundir carnavales políticos con las fiestas del pueblo. Esta carga de identidad equivocada la llevaba a cuestas en especial el Festival del Premio del Pueblo. Es cierto que las fêtes políticas y culturales compartían una serie de similitudes. La más notable era la costumbre de ocupar casi todo el año entero, año tras año, a pesar de tener asignadas fechas específicas, claramente definidas, incluso en el calendario nacional. Las dos eran, sin embargo, dos entidades diferentes. Llamado indistintamente Juerga del Año, Concordia del Pueblo, Noche de Noches, etcétera, etcétera, el Festival del Premio del Pueblo, una fiesta del pueblo aparte, de estricto cumplimiento, se celebraba cada año el fin de semana siguiente al Día de la Independencia. El festival así llamado era inequívocamente un acontecimiento político. Aquella proximidad creaba otro motivo de confusión, aunque solo menor, sin consecuencias, ya que todo el mundo seguía recordando de qué se trataba la independencia. Un desfile militar, un discurso apático a la nación, llamamientos al patriotismo, la proclamación del insípido cuadro de honor nacional y el país volvía rápidamente a sus asuntos, esperando el verdadero acontecimiento del año —y su noche de premios— por aclamación popular.

Algunos cínicos y revisionistas tendían a insinuar que aquel festival era una creación del Partido del Pueblo en Movimiento. Aquello también distaba mucho de la verdad. Por supuesto aquel partido también se pavoneaba de ser un modelo de prácticas democráticas, pero ahí se terminaba cualquier relación. El PPM —las siglas del partido— se atribuía el mérito solo por su liberalismo, que hizo posible que una celebración tan festiva, universal y no partidista no solo se arraigase y triunfase, sino que se expandiese de manera paulatina a ambos lados de las fechas que tenía designadas hasta ocupar el resto del año y a veces desbordarse sobre el año siguiente, alargando sus actividades hasta alcanzar el otro comienzo. Ningún otro festival del mundo podía vanagloriarse de una acumulación así de constante. Se convirtió no solo en una fiesta móvil, sino en una festividad con eventos que se retrasaban constantemente; sus residuos se extendían hasta la próxima edición.

Lo que consiguió el Premio del Público iba más allá de darle lustre a la imagen del Gobierno o del partido en el poder: mejoró enormemente el maltratado perfil de los ciudadanos ante los ojos del mundo. El festival, veterano de numerosas ediciones, demostró que, a pesar del testimonio contrario de las elecciones políticas, la ciudadanía, con que solo se le diese la oportunidad, podía enseñarle al mundo un par de cosas sobre esa cultura política atribuida de manera tan errónea a los atenienses. Si al Gobierno podía culpársele de alguna forma de intervención, era solo de que decretase formalmente el punto culminante de la Fiesta de la Noche de Noches, su punto álgido, en los Premios a los Servidores del Año, patrimonio nacional. El Gobierno tomó la medida sin precedentes de enviar la resolución habilitante a la Unesco, con no menos de veinticinco millones de firmas de todo el país, verificadas por ordenador, un hito que no se había conseguido ni en las tres ediciones del censo nacional. «Si no lo hubiésemos hecho, habríamos fracasado en nuestro deber y, por supuesto, seríamos acusados de indiferencia hacia el patriotismo, el arte y la creatividad. Ahora que hemos hecho lo que debíamos, nos ponen en la picota por promover algún siniestro plan secreto del Gobierno. ¡No hay manera de contentar a nuestro pueblo!».

El festival se programaba por sistema el fin de semana siguiente al Día de la Independencia, esa expresión manifiesta del triunfo de la voluntad del pueblo, un día histórico en el que se votó de manera pacífica echar del gobierno a los antiguos amos imperiales sin derramar una gota de sangre; independencia en bandeja de oro, pregonada a bombo y platillo por el líder nacionalista, que sería más tarde el presidente de la nación. De que el país para compensar de sobra aquel lapso pasara por una guerra civil que duró más de dos años no podía culparse al PPM, que ni siquiera existía en el momento de la independencia, mucho menos en el momento de la guerra conocida generalmente como guerra de Biafra. Lo que le importaba al pueblo era el fénix de esplendor que surgió de las cenizas de la colonización.

Este festival era en verdad único. Terminaba con una plétora de premios, catapultaba a la prominencia pública a una nueva clase de ciudadanos llamados Servidores del Año —SEDA—, un reconocimiento del pueblo al servicio público más allá del deber, del beneficio o de la alabanza. Y qué contraste ofrecían con el cuadro de honor anual del Día de la Independencia, eran más bien como unos Óscar alternativos. El cuadro de honor del Día de la Independencia lo administraba una hermética Comisión Nacional de Excelencia cuya existencia y composición no conocía casi nadie. No recibía aportaciones de ningún hombre, mujer o niño, más allá de las conspiraciones a puerta cerrada de una camarilla secreta. Los SEDA, por el contrario, se consolidaron como la única votación democrática genuina, autentificada, abierta, que hubiese conocido el país desde que se había embarcado en su travesía a la independencia. Los SEDA se convirtieron en el barómetro del pulso público. Estampaba en las frentes de sus ganadores el estigma raro e indeleble de la humanidad primitiva antes de la Caída y terminó por paralizar toda competición y siendo conocido como el reality show del siglo XXI. Incluso derrotó a Gran Hermano edición África y a otros favoritos programas voyeristas con participación virtual del público.

Para un pueblo amante de la música, cuyas lealtades oscilaban en su mayor parte entre las polaridades del fútbol y la canción, hasta los Premios Grammy y la Bienal de Música de Venecia se veían eclipsados por los SEDA. A Africa can dance le salieron dos pies izquierdos. El famoso desfile de moda, glamour y nominados del Festival de Cannes perdió su espectro del arcoíris global con la desaparición de los contingentes nigerianos —conocidos con sensacional originalidad como Nollywood— que una vez dominaron el panorama de las playas del Mediterráneo como texturales objetos exóticos. Los SEDA provocaron una hemorragia masiva y la escena del famoso festival se volvió pálida y anémica. Solo sobrevivieron las casas de apuestas e incluso proliferaron: ¿quién surgiría en las distintas categorías de los SEDA (que se pronunciaba a veces como «ese-e-de-a» y otras solo como «seda»)? Ningún aspirante a estrella de cine o estrella del vídeo o atleta del hip-hop se podía permitir perderse el gran espectáculo nacional favorito, los Servidores del Año. Un intento de condescender con la igualdad de género e instituir un premio rival, las Servidoras del Año, de manera predecible terminó en fracaso; las mujeres informaron a sus propulsores de que los SEDA eran igualitarios, exigieron una competición honrada en igualdad de condiciones, no una concesión simbólica que lo único que hacía era degradar al sexo femenino todavía más. Así de universal era su aceptación.

La propaganda de la gala de premios empezaba con las llamadas para las candidaturas al menos cuatro meses antes de la Noche de Noches. Las plataformas en línea cambiaban de autoría de la noche a la mañana. Se compraban o alquilaban con alias a la sombra de la multinacional llamada Sé el Primero en Comentar, una plataforma de puertas abiertas para suscriptores marginados, aunque algunos prefiriesen llamarlos marginales. Algunos de aquellos suscriptores se hicieron semimillonarios de un día para el otro. Empresas de creación de imágenes al borde del colapso se volvieron solventes; muchos cogieron sus ganancias y se diversificaron en actividades afines de consultoría, especializándose sobre todo en una ramificación que creció en rango y empuje y terminó siendo reconocida como fake news. La formulación de opiniones se sintetizaba, destilaba y digería en un santiamén. Los SEDA se tragaron las encuestas Gallup y otros indicadores de tendencias y preferencias humanas. Se los consultaba antes de la apertura de los mercados de valores extranjeros, cotizaban en bolsa, intercambiaban datos con al menos dos tercios de los Ministerios de Economía, Cultura y Desarrollo del continente. Extendieron sus alas más allá del Continente y su influencia en bastantes miembros de la Unión Europea y las naciones asiáticas. Sin embargo, todo empezó como una simple observación perspicaz de los valores sociales dentro de un solo país, un pedazo indudablemente único de bienes raíces aclamado universalmente como el Gigante de África.

Creador, patrocinador, organizador único y único miembro del jurado (a pesar del panel formal de trece miembros que se reunía, era agasajado y recogía sus honorarios en la noche de los premios), el jefe Modu Udensi Oromotaya, propietario de The National Inquest, poseía una astuta mente de negocios que calculaba con precisión el valor mercantil de la vanidad y de las candilejas, invertía en ellas con mucha decisión y se aseguraba de que todos los ciudadanos con solvencia media tuviesen acceso a ellas. El jefe adaptó su nombre de pila, Udensi, para que se escribiera Ubenzy, ingiriendo el «Benz» de Mercedes Benz, símbolo de estatus después de la independencia, antes de que el avión privado sustituyera al automóvil. Esta iniciativa del sector privado se consagraba en un acontecimiento ritual pero gargantuesco, los Premios Servidores del Año, un concepto de elasticidad magistral. Se aplicaban a cualquier actividad humana, desde destapar una red de pedófilos a ayudar a una señora mayor a cruzar la calle, solo había que asegurarse de grabar con una cámara el acontecimiento. Todos los años el jurado de los premios recibía categorías adicionales; en el último recuento, llegaron a treinta y siete. Todo dependía de qué nuevo candidato a la escena pública se hubiese divisado, captado y atrapado.

El jefe Oromotaya era un hombre de visión inventiva. Cuando el público —es decir, la élite aspirante— asumía que había alcanzado el deseo titular definitivo, él simplemente subía la apuesta inicial, creando así un pico de aspiración cada vez mayor, ¡no como los premios nacionales del Día de la Independencia, otra fuente de confusión! Los que tenían criterio, no obstante, reconocían fácilmente la diferencia crucial: aquellos últimos estaban escritos en piedra. En cuanto a la excepcional confusión con los tradicionales premios honoríficos, hasta el observador más distraído reconocía que aquellos últimos eran mayormente chapuceros, locales, promiscuos y horizontales. Las creaciones de Ubenzy eran verticales y autógenas. De ese modo, instigaba un espíritu competitivo que a veces daba lugar, a modo de retribución, a nuevas parrillas de salida para los ya premiados. Aquella afección se convirtió en un rasgo cultural que captó de manera muy vívida el título de una obra de —por supuesto— un hijo de aquella tierra, Nkem Nwankwo, Mi Mercedes es más grande que el tuyo. Se creó una afección no demasiado diferente a las emociones experimentadas en ese estado de rapto que padecen los poseídos religiosos. Sin embargo, de las categorías de los premios en expansión —como es lógico, cada una de ellas fue desarrollando por sí misma círculos concéntricos de premios subsidiarios—, ninguna se acercó siquiera a competir con la crème de la crème que de común acuerdo fue elevada —al menos en el momento de estas crónicas— hasta su destino como crescendo definitivo de la ceremonia anual: el Premio del Año a la Campechanía, el PAC. (Como era predecible: Hacemos un PACto con el hombre corriente. Pesquisa Nacional). Nadie esperaba que se alcanzase el clímax hasta que veían romper la luz del día a través de las celosías plateadas del anfiteatro principal del recinto donde se celebraban los premios, pero ni un solo asiento en aquel lugar abarrotado se quedaba vacío mucho tiempo. La cola en la sección de las localidades de pie rápidamente liberaba a un ocupante que esperaba, ya armado con su etiqueta numerada. Aguantaban hasta el final, con la emoción al rojo vivo conforme se iba acercando el momento del premio principal. Y había un desayuno tradicional e internacional que hacía que aguantar mereciese la pena, otro motivo de confusión con los carnavales políticos que garantizaban la alimentación de miles de personas antes, durante y después de los procesos electorales, después de la jura, del acto y de la prueba del cumplimiento de la promesa electoral.

No era nada sorprendente, porque para los profesionales del oficio político el prestigio y el rendimiento electoral eran palpables, posiblemente exagerados, pero el PAC era una corona nobiliaria que llevar, no, un halo, más exactamente, una banda de santidad que los ganadores creían que podía verse rodeándoles la frente en cualquier situación, lista para ser evocada como testimonio de su carácter, incluso, como pasaba algunas veces, cuando terminaban en el banquillo de los criminales por actividades poco santas. Poder colocar SEDA detrás de tu nombre en la tarjeta de visita —doctor Jefe Sunmole, Lic., Prof., SEDA— ya era un estatus suficiente para abrirse puertas, pero poder añadir la etiqueta PAC que se daba solo una vez al año era entrar en el panteón de los inmortales del país, con un retrato hecho por encargo para la Galería Nacional, que se colocaba junto a los de los miembros del Consejo de Estado y una selecta fila de los Padres Fundadores. Y le daba derecho a sus ganadores, por consenso público, a generosos acuerdos con los fiscales, a alegar circunstancias atenuantes antes de las sentencias y luego, si todo lo demás fallaba, al beneficio garantizado de la prerrogativa de gracia; a veces todo se ponía en marcha incluso antes de que se pronunciase la sentencia. El derecho a la inmunidad permanente de por vida por cualquier crimen seguía siendo una propuesta de controversia pública.

Solo era de esperar, por tanto, que aquella categoría se disputase con muchísima tensión. Ninguna aprobación de la opinión pública era demasiado pequeña para ser cortejada, ninguna demasiado turbia para ser despreciada. Cada división sacaba y maximizaba de igual manera su propia importancia, potencial y zona de reconocimiento para su ganador, ya fuese en lo profesional, en los negocios o en los meros círculos de parientes lejanos. Se expresaban reparos por el elemento intrínseco de subcategorías ilimitadas, por sus estratos crecientes de privilegio inmerecido, sobre todo por la caída hacia la inmunidad integral para las categorías de ganadores poco meritorias, pero aquello se resolvía fácilmente siguiendo la doctrina de la condonación popular. No faltaban los precedentes ni los paralelismos, entre ellos el reinado de pedófilos y extorsionadores en las cámaras legislativas y en las logias de los gobernadores, inmunizados por gracia de los reconocimientos religiosos. ¿Acaso no propagaban ellos la felicidad hasta entre los menores?

El modelo de concesión también experimentó ingeniosas variaciones. Había ocasiones en las que el ganador no podía asistir en persona a los premios y las razones para tales ausencias eran innumerables. Un dirigente tradicional, un magnate de los negocios o un gobernador podían tener la sensación —era raro, pero no era algo que no pasara— de que era de lèse-majesté ser visto con criaturas inferiores del mundo del entretenimiento, sindicalistas, vulgares provocadores, los miembros antipatrióticos y de mala reputación del sindicato docente o simplemente los jóvenes concejales locales. A un juez melindroso le podía dar la sensación de que la dignidad de su puesto se vería en peligro por el ambiente chabacano de la noche de la gala, o un obispo o un ulema temer la pérdida de asistentes a su congregación debido a los factores puritanos y por tanto una reducción del diezmo o del azaque. El incentivo de ofrecer atenciones sociales también había que concederlo y encomiarlo. El razonamiento era obvio: la ausencia justificaba una ceremonia especial por derecho propio, sobre todo para la presentación privada. El jefe Ubenzy Oromotaya era de temperamento acomodaticio. En el acto mismo, al ganador lo representaría un ministro, un comisionado, un secretario permanente, una primera dama o el hijo o hija más próximo disponible. Después el designado ofrecía una ceremonia especial, extra, dentro de su esfera, se repartía felicidad en rincones del país por lo general ignorados, muchas veces desconocidos en realidad hasta aquella fecha.

La tan anhelada supercategoría del Premio del Año a la Campechanía no tenía por supuesto parangón. Lo entregaba un granjero, una vendedora del mercado, el trabajador de una fábrica o un vendedor ambulante, arrancados del bordillo o de sus tenderetes para la ocasión, bañados, vestidos y engalanados con bisutería para la presentación pública. En caso de que el ganador estuviese ausente, el desconcertado representante del pueblo sería el invitado de honor en la sala de banquetes o en el ámbito de actuación del excelso ausente, y se hacía un brindis público por las siguientes veinticuatro horas de felicidad. El prestigio de presentar físicamente el símbolo del aplauso popular, no hace falta decirlo, le pertenecía en exclusiva al propietario de medios de comunicación, al efervescente Ubenzy Oromotaya.

Quizá merezca la pena señalar que, al principio, la variante in absentia no estaba permitida —o estabas presente y eras homenajeado o ausente y desposeído—, aunque eso no impedía que se pudiese añadir una rúbrica al currículum siguiendo el modelo «Dos/tres veces candidato al SEDA/PAC». Para el propietario y organizador, el absentismo también ofrecía la ventaja de poder otorgar premios dobles al año siguiente en la categoría que faltaba. Todo aquello cambió gracias a la conducta un tanto extrema de un ganador inusitadamente temperamental, un gobernador. Más tarde Oromotaya se odió a sí mismo y se preguntó por qué no se le había ocurrido desde el principio pensar en las ventajas de una categoría in absentia aparte. «¡No se mueva, le llevaremos el premio hasta su puerta!».

Las ventajas eran maravillosamente obvias. Para empezar, desde el punto de vista estructural, aquello convertía a los SEDA en una fiesta móvil que duraba todo el año y se extendía por todo el país, porque cada ganador podía celebrar su victoria a su propio ritmo, en su propio ámbito, a su propia manera y, si tenía un cargo público, con fondos públicos o corporativos. ¿Cuántos podían emprender la logística de arrastrar una vaca, incluso alguna que otra oveja, carnero, cabra o camello bebé al sacrificio y asarlo en un espetón en la sede del evento, que era el Teatro Nacional, casi en las afueras de Lagos? Por supuesto, unos cuantos estaban más que dispuestos a nadar y guardar la ropa: disfrutaban plenamente de los brillos y del oropel de la gala de la Noche de Noches, luego volvían a su casa y daban ellos una minifiesta, y la felicidad llegaba a los menos privilegiados que no podían permitirse el tiempo o la tarifa del viaje a Lagos. Sin embargo, en el momento crucial para el cambio formal de política —que en cualquier caso había evolucionado por su cuenta hasta convertirse en una mezcla de variantes de lo más extravagante y económicamente sólidas— no se vislumbraba ninguna perspectiva semejante. De hecho, se estuvo muy cerca de la tragedia.

Sucedió que un ilusionado ganador, un gobernador del norte del río Benue, Usman Bedu, había aparecido con una comitiva de treinta «autobuses de lujo» y caravanas motorizadas que transportaban a todo su harén de veintisiete esposas más los parientes, sumando un total de trescientas ochenta y cinco personas y la Compañía Cultural Estatal, incluidos los jinetes acróbatas con lanzas relucientes con atuendos sacados de Las mil y una noches. Estos últimos se pusieron en fila a lo largo del último acceso a la gran cúpula llamada Teatro Nacional —un palais des sports búlgaro importado hasta el último tornillo, nudo y goterón de cemento— para recibir a los invitados que iban llegando. Fue una contribución personal, una muestra de agradecimiento que no se le había solicitado. El mismo premio, sin embargo, había sido vendido, subastado de forma democrática mediante voto secreto, y no por primera vez, al mejor postor la mañana anterior a la ceremonia. El gobernador no se lo esperaba. De hecho, el emocionado y joven destinatario había ocultado de manera deliberada sus verdaderas intenciones. Todo estaba preparado para ser una sorpresa, una aparición espectacular, teatral. Mandó a la caballería a sustituirlo, en compensación por su supuesta ausencia. El plan previsto iba así: los jinetes galoparían hasta el aeropuerto para recibir a su gobernador, luego irían a la cabeza de su Rolls-Royce Silver Cloud en gran formación hasta el Teatro Nacional. El factor de los infames atascos de Lagos ni siquiera se le pasó por la cabeza al celebrante, tal era el poder narcótico de la Noche de Noches del pueblo. La llegada de Usman Bedu fue ciertamente un hito espectacular, los conductores no se olvidarían nunca de aquel sábado tristemente célebre. El joven vástago, que solía pasar sus vacaciones de verano en Londres, había visto el desfile de los estandartes en el palacio de Buckingham y había decidido celebrar su triunfo de una manera no menos magnífica.

El jefe Oromotaya no estaba al tanto de la presencia del príncipe en Lagos hasta que la caballería chacoloteó sobre el paseo de hormigón de la Entrada A hasta la cúpula donde se celebraban las actuaciones. Acostumbrado a «regularizar» más tarde y a su manera tales baches menores, el anfitrión no se esperaba la reacción poco deportiva que tuvo el celebrante. Entre las gentes del gobernador, sin embargo, el desprestigio no era ninguna nimiedad. Cuando el jefe Ubenzy intentó explicarle la «desafortunada confusión» a su excelencia Usman Bedu en la sala VIP verde, el ambiente cordial se torció bruscamente. El magnate de los medios vio desaparecer la mano del gobernador entre los pliegues de su babanriga y la vio aparecer luego agarrando una daga curva con incrustaciones preciosas, como solo había visto en las películas de Bollywood. Ubenzy dejó escapar un grito y las rodillas le fallaron. Se desplomó sobre la alfombra, con las manos apretadas sobre el corazón. Le tocó entonces horrorizarse al gobernador, que creyó que su gregario anfitrión se había muerto de un ataque al corazón o lo que fuera. Huyó del Teatro Nacional, directo a la seguridad de su avión privado en el aeropuerto de Ikeja, por el camino ordenó a sus asesores que reuniesen a la caravana y arreasen a sus participantes en dirección a su casa, hasta que estuviesen a salvo lo mejor que pudieran al otro lado del Níger. Ubenzy, una vez repuesto después de administrarse los primeros auxilios directamente de una botella de Johnnie Walker, resoplando y conmocionadísimo, fue llevado a todo correr a un hospital privado a que le hiciesen un chequeo. Ahí tomó la decisión de «volar a Dubái» para que le hicieran un examen completo y recuperarse.

Aquella gala de la Noche de Noches siguió de forma pacífica a partir de ese momento, con Oromotaya controlando y supervisando la marcha desde la suite que siempre tenía reservada para él en el Hotel Intercontinental, en Isla Victoria, mientras al aterrorizado gobernador le hacían llegar los últimos informes sobre la salud de su sufriente anfitrión, supuestamente en cuidados intensivos en Dubái, con la vida colgando del más transparente de los hilos. Antes de que Ubenzy volviese de manera oficial a su base de operaciones, la paz, como siempre, se había restablecido. El gobernador no tuvo elección. Los intercesores se aseguraron de que fuese consciente de que cierto material comprometido que sería de interés público estaba en manos del jefe, listo para imprimirse en The National Inquest. Aquel esclarecimiento permitió que el gobernador aceptara que según la constitución nigeriana la enemistad mortal tenía límites y que los intereses comunes debían ser el factor determinante en las relaciones de negocios. La pareja de duelistas restableció sus acostumbradas relaciones diplomáticas y se juró amistad eterna. Al gobernador Bedu se le premió con una edición individual especial de los SEDA en la que aceptó un premio personalizado de nueva creación: la Cimitarra del Pueblo. Intercambiaron distinciones de sus jefaturas, Ubenzy en el pueblo natal de Bedu, Bedu en el de Oromataya. Bedu dio una fiesta en la que se ofreció, por primera vez en la historia de Nigeria, un camello bebé entero relleno, especialidad, al parecer, de Arabia Saudí. Además, se convirtió en patrocinador vitalicio de los SEDA. Oromotaya era famoso por sus maneras creativas de aplicar vaselina calmante sobre lo que muchos considerarían tumores incurables. Aquella, en fin, terminó siendo la versión oficial de los acontecimientos según el mismo Ubenzy Oromotaya, aunque solo cuando se sentía a salvo en su círculo íntimo.

La búsqueda de aquel vellocino de oro, el Premio SEDA, no era, al parecer, un asunto para pusilánimes. Los actos de sabotaje y de borrado de imágenes, desde los más groseros a los más sofisticados, eran corrientes. Las fake news se multiplicaron por mil, arruinando matrimonios y amistades y llevando negocios a la bancarrota. Hubo muertes súbitas sin causa aparente. Se reclutaba y dejaba sueltas a las hermandades universitarias en los barrios de los aspirantes, tanto virtuales como físicos. No obstante, muchos reconocían que la competición por los Premios a los Servidores, y más concretamente por el Premio del Año a la Campechanía, sacaba a la luz el famoso espíritu creativo e igualitario del pueblo nigeriano. Aparecieron vídeos de un gobernador comiendo amala, el viscoso alimento básico yoruba hecho de harina de boniato, en la choza de un campesino junto a la carretera; el quimbombó le corría por la barba rala mientras se lamía los dedos con la lengua desproporcionada y eructaba a la cámara, nada de elitistas cubiertos de acero para él, muchas gracias. Y bebiendo vino de palma de una calabaza, no de un vaso de cristal ni de plástico. Otra propuesta mostraba a un senador metiendo a una señora mayor en su SUV BMW, que conducía él mismo, mientras sus ayudantes cargaban la leña de la señora en la parte de atrás. El pie de foto decía: «Tendiendo una mano». Otra candidatura notable presentaba la foto de otro gobernador cavando un huerto de boniatos al unísono con sus trabajadores, otra vigorosa voz más elevándose en la canción de trabajo tradicional, listo para la llegada temprana de las esperadas lluvias y estimulándolas con el canto, con este pie de foto: «Infraestructura del estómago». Los políticos más audaces se grabaron participando en un concurso de break dance en el famoso Federal Palace Hotel, en Isla Victoria, con el pie de foto «El fragor de los humildes». Y así sucesivamente, mientras sus seguidores entusiastas mandaban comentarios tanto mediante palabras como mediante la escritura abreviada de los emoticonos.

Había críticos, como era de esperar. ¿Qué pasaba con la gestión del Gobierno durante aquella fiesta de la histeria serial, cíclica? Tales voces se silenciaban sin mayor problema. La gestión del Gobierno, como atestiguaban las oleadas de comunicados de los ministerios y de las agencias gubernamentales, no se veía afectada. De hecho, los negocios tocaban techo, sobre todo en el llamado sector informal. Un viaje que duraba normalmente noventa minutos entre dos ciudades ahora duraba cuatro, seis, nueve, doce horas, y a veces se alargaba hasta el día siguiente, sobre todo en la temporada de lluvias, cuando los lagos brotaban en mitad de la autopista y se tragaban hasta camiones cisterna. En tales estancamientos se creaban mercados instantáneos en la carretera —a decir verdad, anfibios— que disparaban el PNB informal del país hasta alturas astronómicas. Los embotellamientos llevaban a la realidad la diversificación económica. La cultura misma se aprovechaba, porque había nuevas entradas en el registro de nombres de Nigeria, el país que acababa de ganarse la fama de inventivo: Tonade (llegado por el camino), Bisona (nacido en la carretera), Bolekaja (nacido dentro de una furgoneta de pasajeros), Toyota (nacido en un Toyota), Aderupoko (exceso de carga), etcétera, nomenclaturas que celebraban a los bebés nacidos en el transporte público o privado cuando el tráfico se quedaba completamente paralizado y los conductores se convertían en matronas instantáneas. La caza de los miles de millones perdidos se recrudeció, encabezada por el mismísimo primer ministro, que voló personalmente para afianzar la repatriación de los nuevos descubrimientos de activos ocultos, todos anunciados con gran fanfarria: en las Islas Caimán, en Dubái, Estados Unidos y Suiza. Aquellos contraataques silenciaban las voces disonantes, mantenían alto el nivel de adrenalina del país y la esperanza siempre en trance de resurgir. Se hizo caer a unos cuantos negligentes y despóticos portadores del carnet del partido para poder colocarle el sello de ecuanimidad a la impartición de justicia. Este ciclo rejuvenecedor —pérdida, persecución, denuncia y agencias hiperactivas, abogados, testigos, sin que importara que luego resultaran estar desaparecidos en combate el día que les tocaba el juicio— se agregó a una lista de logros envidiables. Los golpes de pecho acallaron incluso los golpes del Festival de Tambores anual de uno de los estados supuestamente felices.

¡Por eso fue un rudo golpe para los gobernantes, legisladores y ciudadanos cuando se supo la noticia de que el país se había ganado el inesperado —e inmerecido— título honorario de parte de un antiguo funcionario colonial de ser el país más extraordinariamente corrupto del mundo! Aquel elogio, que parecía ser improvisado, produjo denuncias mucho más prolongadas e intensas que la desaparición continua de trozos del tesoro nacional. El asunto del día se dejó de lado en ambas cámaras legislativas para debatir y condenar aquella declaración. ¿Qué tenía de extraordinario, argüían los polemistas, aquella norma cultural? Era un puro abuso del lenguaje; solo porque el lenguaje fuese de ellos no era un motivo para usarlo de cualquier manera. ¿Se creían que podían intimidar al Gigante de África con semejantes palabras mayores? Dos tercios de la asamblea legislativa presentaron mociones para el boicot total a los productos británicos, la confiscación de todos los activos británicos, la expulsión de todos los ciudadanos británicos y luego la ruptura de las relaciones diplomáticas con aquel poder extranjero así de impertinente. ¡Sí, extranjero! ¿Se creían que el país seguía bajo el gobierno colonial como para tolerar semejantes insultos?

Era el momento justo para que el primer ministro, sir Godfrey Danfere, diese otra vuelta al mundo, esta vez para dialogar con las naciones extranjeras que abrigasen la misma convicción, así como para reconstruir la imagen del país vejado. Acompañado por un séquito que dejaba en ridículo a la caravana de Usman Bedu, sir Goddie dio comienzo a una carga sin precedentes. La embelesadora ofensiva terminó justo a tiempo para las nominaciones de la siguiente edición de los SEDA. Fue un regreso triunfal. Estaba deseando presentarle su informe primero al presidente y luego al país en su discurso sobre el estado de la nación: que los denigradores SEA (Síndrome del Echar Abajo) profesionales eran simples alborotadores, personas insignificantes a nivel internacional. Eran saboteadores económicos contrarios a la diversificación de la economía de vía única del país basada en el petróleo. Sir Goddie urgiría la creación de más Ministerios de la Felicidad en los estados que todavía no se hubiesen subido al carro.

—He estado en todas partes —anunció a los medios de comunicación que lo esperaban, con el éxito inscrito en letras de neón sobre su figura imponente, que le había ganado su mote favorito, la Presencia—. Será un gran placer para mí informar al presidente cuando mañana me reporte ante él de que no he oído en ninguna parte ni una sola voz disidente. El país no está en peligro. Seguimos conservando nuestro puesto número uno como el pueblo más feliz de la Tierra.

Sentado en la comodidad de su limusina, de camino a su base de operaciones, Villa Potencia,[1] le dio un golpecito en el hombro a su jefe de gabinete, que iba sentado al lado del chófer.

—Localiza a Teribogo. Dile que se asegure de que me esté esperando alguna felicidad en la villa.

El jefe de gabinete siguió inexpresivo.

—Ya está allí, sir Goddie.

libro-5

3. El progreso del peregrino

Duros fueron los comienzos, pruebas y tribulaciones, largo el trayecto, si bien intercalado con parches de alivio lucrativo, del hombre cuyo origen seguiría suscitando siempre especulaciones sin fin. Sin embargo, en el momento de la expedición de su segundo pasaporte, se registró como Dennis Tibidje. Su documento original terminó en una hoguera a medianoche en el patio de atrás de su primera casa de enlace, después de su precipitado regreso al hogar, dulce hogar. Aquel joven de múltiples talentos había abandonado de manera brusca sus estudios en el extranjero. Se sacudió de los pies el polvo del Reino Unido en un arrebato de justificada indignación. Había recibido una invitación del decano de su facultad para que se presentase y defendiese su honor contra una acusación de intento de violación, presentada por una compañera. Ni siquiera sus amigos más íntimos de la facultad sabían de su partida, ni siquiera su casera, a la que todavía le debía varios meses de alquiler, además de algunos préstamos de urgencia mientras «esperaba que le llegase la transferencia de la beca».

De vuelta a casa, Tibidje no tardó en encontrar un nicho como figurante en Callywood, la versión del sudeste (Calabar) del abanderado del cine nacional, Nollywood. Había una nueva ciudad del cine en el mismo estado, un entorno rústico, rodeado de agua, llamado Tinapa, con estudios ultramodernos completamente equipados. La había fundado un gobernador loco por el cine y apasionado también por la naturaleza y sus imperativos preservacionistas. Las instalaciones técnicas de Tinapa se utilizaban, pero los profesionales rehuían marcar sus productos con un nombre tan subdesarrollado como Tinapa. Preferían que los viesen como otros expósitos más del enmarañado árbol familiar que tenía sus raíces en un distante estado costero de Estados Unidos llamado Hollywood.

El recién llegado a Tinapa incrementó el precario modo de vida de todos los actores gracias a un puesto en una empresa de publicidad y marketing. También tenía dotes artísticas que le permitían mantenerse a flote durante aquellos estériles tramos de tiempo entre compromisos de rodaje que, con demasiada frecuencia, padecían todos los actores profesionales. Tales dotes incluían, en su caso, una habilidad natural para copiar la letra manuscrita y las firmas de otros y así proporcionarse documentos cruciales en momentos de necesidad. Era una competencia, ¡ay!, que también provocó que su estancia en la empresa fuese breve. Después de no ser capaz de presentar el original prometido de su título universitario, condición para su contratación provisional, terminó presentando un documento de cuya autenticidad por desgracia se sospechó, no por la maestría de la falsificación en sí, que era impecable, sino por una contradicción en las fechas generadas por el ordenador. El futuro, en aquella ocasión, pareció anteceder al pasado. Un pequeño detalle, pero que atrajo la atención de un empleado de personal demasiado celoso, un entusiasta friki informático. Los empleadores citaron a Tibidje y le aconsejaron que cambiara de ocupación. Admitieron que les entristecía verse obligados a prescindir de un talento semejante e incluso le proveyeron del dinero para el billete de autobús hasta su presunto hogar en el estado de Lagos. Sus afirmaciones acerca de que era originario de Lagos las explicaba diciendo que fue engendrado en una familia de Lagos. Los culpables verdaderos, sin embargo, eran del Delta, del pueblo itsekiri. Tibidje tenía una sola ambición que lo absorbía todo, si bien la reprimía y no siempre la reconocía abiertamente: cambiar sus raíces por las de su preferencia, la ascendencia de Lagos. No era un anhelo sentimental, sino lógico, que le haría más fácil su deseado destino laboral.

Durante un tiempo, el osado joven se quedó donde estaba, en la bulliciosa ciudad de Port Harcourt, sopesando sus futuros pasos. No tardó en tomar una decisión. Los tres meses que estuvo empleado, así como las incursiones en la supuesta comunidad cinematográfica, fueron más que suficientes para facilitarle no pocos contactos útiles. Le fue, por tanto, fácil el paso al mundo virtual de los emprendedores de internet, y Tibidje se concentró en las cuentas de sus antiguos socios. Después de escaparse por los pelos de una redada policial en la cafetería operativa de la fraternidad yahoo-yahoo, como se conocía a aquellos estafadores de internet, Tibidje decidió que era hora de un cambio de aires y, de hecho, de un cambio de personaje. Interceptar un pago por adelantado de un trabajo publicitario para su antigua empresa no le llevó más de una mañana de trabajo intensivo, seguido del desvío de los fondos a una agencia de viajes. Era su proeza de despedida, que destinó a un billete de ida y vuelta a Houston, Estados Unidos, vía Nueva York, y un pasaporte que pasó el escrutinio de Inmigración. Le faltaba, no obstante, el visado. Seguro de su capacidad de convencer a los agentes de inmigración de que era víctima de una persecución política, voló, aterrizó, y en efecto le dejaron entrar, pero derechito a un autobús federal que lo estaba esperando y que lo llevó, junto con un grupo variopinto de viajeros internacionales, directamente a un centro de paso para inmigrantes ilegales en Newark, Nueva Jersey.

Nueve meses después de andar peleándose con el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos hasta llegar a un punto muerto, estaba de vuelta en suelo africano, y el ínterin se lo había pasado en una zona de internamiento para visitantes no solicitados. Gracias a su encanto, no obstante, tejió bastantes relaciones nuevas, tanto dentro como fuera del centro de detención, mediante llamadas telefónicas e incluso correspondencia con defensores de derechos humanos, organizaciones benéficas y damas solitarias. Las más valiosas fueron las internas, las de los capellanes cristianos de confesión indeterminada aunque vinculados a una misión de Liberia, en África Oriental. Durante un tiempo, el ministro de la Nación del Islam que los visitaba estuvo en el punto de mira del detenido. Los ministros de la Oficina de Asuntos Penitenciarios de Louis Farrakhan estaban sumamente interesados en el preso de conciencia nigeriano y su sucursal local prodigaba con generosidad el mandato del azaque para con el martirizado huésped, mucho más allá de lo que exigen las escrituras. Él los fue seduciendo a todos, asegurándose los dividendos resultantes de la batalla por su alma entre los dos bandos rivales. El forcejeo duró tanto como su estancia, mientras él sopesaba sus opciones, y al final decidió que la comunidad cristiana se acercaba más a sus planes de salvación personal. Cuando llegó el momento y el autobús federal volvió a transportar a su grupo al aeropuerto, el que fue devuelto a su continente natal no era, de ninguna manera, un ilegal visiblemente deprimido, a diferencia de la mayoría de los demás deportados.

Sin embargo, no volvió a su punto exacto de partida. Tibidje consiguió convencer a sus captores de que no lo devolvieran a Nigeria, la tierra de la persecución, sino a Liberia, la tierra de la libertad. Había descubierto gracias a las conversaciones con sus compañeros de reclusión y a algunas lecturas ligeras que Liberia disfrutaba de un estatus cuasi colonial con respecto a los Estados Unidos, y aquello era una ventaja para él. En algún momento de aquella trayectoria, el futuro ministro de almas anunció que había descubierto su verdadera vocación, la evangelización. Había resultado ser una estancia de lo más educativa, declaró, un cambio radical en su vida. El centro de detención en aquella época no era del todo inhumano. La comida era comestible y suficiente. Había un puñado de libros y revistas donados que pasaban por biblioteca, casi todos de naturaleza religiosa. Entre ellos, de manera predecible, estaban las escrituras tanto de la fe cristiana como de la islámica. El armarito también contaba con La balada de la cárcel de Reading de Oscar Wilde, El progreso del peregrino de John Bunyan, El profeta de Jalil Gibran, los escritos de Thomas Merton y otras obras de búsqueda y exaltación espiritual.

La presencia del Kama Sutra era una intriga. La explicación preferida era que lo había donado uno de los internos, que consiguió convencer al oficial de guardia de que era la biblia de una secta hindú reconocida oficialmente por las Naciones Unidas, por lo que excluirla supondría una violación de las leyes de la ONU, de las que Estados Unidos era signatario. Al irse, Tibidje liberó al centro de su embarazosa presencia. Los internos también podían ver la televisión hasta hartarse e incluso realizar consultas legales pro bono. Tibidje mantuvo la mente ocupada y disfrutó de la solidaridad del prelado que los visitaba, a quien empezó a asistir en sus oficios improvisados en el centro. Cuando llegó por fin a Monrovia, fue directo, por consiguiente, al cálido abrazo de los colaboradores del capellán, quien de nuevo lo tomó bajo su tutela.

Fue un periodo de aprendizaje. Entre otros recursos adquiridos durante su internamiento en Newark, Tibidje era ahora capaz de aseverar —y con toda veracidad— que había estado en Estados Unidos y que de hecho había pasado varios meses bajo la tutela de un servidor de Cristo. Tenía un acento que lo demostraba y podía nasalizar las sílabas de manera tan convincente como cualquier estadounidense nativo; de hecho, el registro vocal de Dennis Tibidje ya no era reconocible, ni siquiera por sus antiguos socios, los yahoo-yahoo. El vagabundo había empezado la larga odisea hasta su patria.

La desgracia lo perseguía, sin embargo. Apenas hubo aterrizado en suelo liberiano, estalló la guerra, cortesía de un exsargento mayor llamado sargento Doe. El inmigrante accidental no era un joven imprudente. Se escapó a la vecina Gambia, luego cruzó a Senegal. Fue por puro instinto, que era su punto fuerte. Tibidje siempre obedecía cuando la inspiración lo instaba a moverse.

Como Senegal era un país de habla francesa, la estancia de Tibidje en aquel país de mayoría musulmana, de carácter sumamente cosmopolita, fue por tanto de lo más breve. Aquello lo entristeció, porque el ambiente le parecía de lo más propicio, rodeado como estaba de una minoría de población cristiana de clase alta y complaciente. No tardó en dirigirse a Sierra Leona, ayudado por el entramado de la red evangélica de la costa oriental africana, con gran diversidad de fes imperiales. El apóstol itinerante se ganaba la vida bastante bien como predicador «visitante» o «sustituto». Incluso aparecía de vez en cuando en los maratones evangelistas televisados como orador telonero de la estrella local del territorio religioso correspondiente. Nigeria, su casa, seguía siendo sin embargo su destino final, ya fuera Delta o Lagos, y le hacía señas. Su casa estaba donde había resuelto detener su búsqueda y encontrar su reino apostólico. Cada día, mes, año que pasaba no era más que un rito de aprendizaje y Tibidje era un aprendiz concienzudo. Sobre todo era un constructor de redes y un predicador impresionante. Incluso en Costa de Marfil, donde el idioma volvía a ser el francés, era tal el dinamismo de su mensaje —y su expresión— que los intérpretes casi arman una guerra civil durante la contienda para servirle.

La guerra verdadera parecía perseguirlo —era aquella época—, pero una situación tan desagradable no hacía más que proveerle de material pertinente para su progreso del peregrino y contribuir a su leyenda de calvario de fuego. Le permitía hacer sermones de liberaciones milagrosas de entre las manos de las facciones en guerra, prácticamente al borde de la muerte, horrores sobre horrores, la salvación en dosis complementarias. Hechizaba a las congregaciones, las ataba con aleluyas para que preservaran un hombre que estaba claramente destinado a propagar la palabra de Dios. Su eterno pesar era no conseguir asegurarse un puesto en el púlpito de la basílica en Yamusukro, imitación de la de San Pedro, la grande folie de su otrora líder, Houphouët-Boigny, debido a una conflagración inesperada en la política de Costa de Marfil, una escalada del conflicto que no tardó en ganarse los laureles de los derramamientos de sangre intestinos que entonces distinguía a los anteriormente pacíficos estados del África Oriental. Aun así, aquellas vicisitudes tan sombrías lo único que hicieron fue proporcionarle material conmovedor para sus homilías de liberación de última hora. Quién podía no identificarse con el apóstol itinerante a punto de ser devorado por los cocodrilos, mascotas del difunto líder, en cuyo foso residencial lo habían arrojado, solo para divertirse, los comandantes drogados de una facción combatiente. Tales reminiscencias, ay, las echaban de menos la mayoría de las congregaciones marfileñas; el apóstol Tibidje ya había seguido su viaje. Siguiente parada, la República de Ghana.

Fue en Ghana, una zona de relativa estabilidad, donde más tarde declararía haber tenido su primera epifanía. Sucedió en mitad de una de sus alocuciones reverberantes, en un estadio de fútbol en Kumasi, ante una multitud evangelista de decenas de miles de personas, donde de nuevo hacía de predicador sustituto de última hora. Justo en mitad de una extática perorata, de pronto se detuvo. Algo que acababa de decir, algo que acababa de escapársele de la garganta, le obligó a rebobinar el sonido instantáneamente en su mente. Se transportó al principio de aquel mismo acto de habla, a la raíz de la resonancia, al momento que equivalía a la iluminación de un relámpago en el cielo despejado. Lo dejó deslumbrado y con la lengua trabada, ante un público de miles de personas que estaban igual de fascinadas.

—Por eso, acudid en masa al lugar de la profecía donde sea que lo encontréis, buscad el lugar del profeta en la que reside el espíritu de Dios… —Y se paró, aturdido por la claridad de un mensaje que golpeaba su exhortación habitual con el puño de la inspiración, el lugar del profeta ¡se podía contraer como… profetaría!

Miró a su alrededor nervioso, esperando que nadie más hubiese captado aquel lapso creativo, o al menos que no lo hubiese registrado nadie con ambiciones apostólicas entre el público. Aquel fogonazo lo puso nervioso por un momento, ya que introdujo dudas profundas en su pensamiento. ¿Sería posible que después de todo fuese genuino? ¿Que de verdad hubiese respondido a una llamada auténtica a la profecía? ¡Profetaría! ¿Por qué ninguno de sus predecesores había conseguido formular un nombre tan exquisito, un nombre ciertamente melifluo para un lugar de búsqueda espiritual? ¿Era posible que él hubiera sido sin saberlo hasta aquel momento en verdad… llamado? Pasó unos días de angustiosa duda antes de convencerse a sí mismo por completo de que no se había desviado de su verdadera vocación, la de diestro y creativo traficante espiritual. Al final de aquel fogonazo de iluminación, hizo maleta y bolso y se puso en camino. Ahora era el orgulloso propietario de una Volkswagen Camper, equipada con aparatos de grabación y un megáfono que cargaba con el motor del vehículo, siempre preparado para una improvisada sesión evangelista. Acompañado por tres fieles seguidores, de los que uno hacía de conductor sustituto, se dirigió al este. ¡Ya era hora!

No volvería a Port Harcourt, sin embargo, no enseguida; de hecho, no volvería a ninguna parte cerca del sur, donde había hecho amigos y conocidos famosos, deslumbrados por su persona. Necesitaba asegurarse de que había pasado el tiempo suficiente, de que nadie se acordaba de él en su anterior manifestación local. Volvió al país de la felicidad, donde podía contar con el hilo de socios que había hecho por correspondencia a lo largo de la costa oriental e incluso hacia el sur, en Sudáfrica, algunos famosos por sus remedios espirituales, que incluían tragarse serpientes y ratones vivos para mantener a raya al diablo. En el frente nacional, renovó el contacto con un surtido de exploradores, facilitadores y sicarios voluntarios, algunos de los cuales terminaron siendo clientes rotativos a tiempo completo de las fuerzas de seguridad y los patios de las cárceles.

Los hombres de Dios —y cada vez más las mujeres—, incluso de fes rivales, disfrutan de un estatus extraordinario en el país de la felicidad. Parecía haber, de base, una voluntad de unir fuerzas en solidaridad de propósito. Apenas había terminado Tibidje su primer sermón en un almacén de mercancías reconvertido, se vio solicitado por los círculos de clase media-alta. Habría que atribuirle también el crédito de conseguir crearse un aire de misterio que intrigaba a los hombres y las mujeres de fe y le facilitaba el paso a las esferas del poder, primero a las medianas y luego a las altas. A Tibidje apenas le hizo falta anunciar su debut como recién llegado al panorama potencial de la largueza espiritual. Antes de irse de Ghana, sus exploradores se habían desplegado antes de su reaparición triunfal y habían vuelto con sus hallazgos. Le recomendaron la ciudad de Kaduna; su población tenía la reputación de estar dividida casi por igual en dos fes enfrentadas. El apóstol de pleno derecho llegó entonces con la cabeza afeitada, aceitada y reluciente. Se dejó crecer la barba, lo que acercaba su apariencia a un boceto al carboncillo que atesoraba del sabio Nostradamus. Cada entorno tenía sus propias necesidades, cada pueblo su sed y su hambre concretas. Se sintió «llamado» a predicar el evangelio de la paz en Kaduna, una ciudad que se iba convirtiendo poco a poco en un microcosmos de Liberia, Sierra Leona o Costa de Marfil. Kaduna no era, sin embargo, una de ellas. De ninguna manera podía comparársela siquiera con Maiduguri en el noreste, hervidero de fundamentalistas religiosos, siempre bajo asedio. Era turbulenta, pero pacífica en comparación con las otras. Para un repatriado necesitado de un perfil sereno aunque puesto de hormonas espirituales, Kaduna era tan segura como prometedora. No le llevó mucho tiempo contactar con el gobernador, que era joven, sin experiencia, abierto a cualquier posibilidad de conciliación para la ciudad dividida. Un funcionario veterano le allanó el camino.

—Si pudiésemos refrenar a estos asesinos de alguna manera —se lamentó el gobernador cuando recibió la visita de cortesía de Tibidje.

El visitante no perdió un segundo.

—¿Ha probado a contactar con ellos y comprarlos? Tíreles dinero y deje que se peleen por él.

Sus credenciales como veterano de las guerras de África Oriental le conferían autoridad. Dentro de la misma Nigeria —Tibidje conocía aquella historia—, un gobernador del estado de Kano, llamado «el Apaciguador Cortés», había hecho eso mismo, comprar a una secta conocida como los maitatsine, predecesores no acreditados de Boko Haram. Los maitatsine guerreaban sobre todo contra los musulmanes ortodoxos. ¡Aquellos eran los enemigos verdaderos del hombre y de Dios, que deshonraban a la raza negra al arrodillarse ante los falsos profetas, los apóstoles esclavos de origen árabe! A los maitatsine los indignaba todo aquel que viajase en cualquier transporte mecánico. El castigo para esos infieles era el estrangulamiento con la cadena de las bicicletas en las que pedaleaban para ir al trabajo o trabajaban en los mercados. Abordaban a los trabajadores, asaltaban los trenes, capturaban a los varones y esclavizaban a las mujeres, fortificaban sus enclaves y establecieron un gobierno dentro del gobierno. La solución de aquel gobernador fue, en vez de huir del demonio que traía el daño, invitarlo a cenar y darle fiambreras con las sobras, decenas de millones.

De hecho, en siete años fuera de aquella tierra, Tibidje se encontró con que muchas cosas habían evolucionado en esa parte del país. La fruta prohibida ya no eran los coches y las motos, sino los libros. El mundo escrito. Ahora aparecían soldados armados por todas partes, colocaban controles de carretera en zigzag con ritos de paso para los vehículos, a los pasajeros se los obligaba a bajar, atravesar un cordón sanitario con bolsos y maletas, mientras los vehículos vacíos seguían hacia el otro lado después de una rigurosa revisión. El martirio había adquirido un significado nuevo y, para aumentar su horror, ya no se contentaban con la sumisión voluntaria a la persecución y la muerte o siquiera con la autoinmolación por la causa, sino que exigían la inmolación sin consentimiento de adultos y niños, en cualquier parte, en cualquier momento, en estacionamientos, mercados, colegios e instituciones afines, en lugares de recreo y de trabajo. Las iglesias se identificaban como los objetivos más provocativos, a ellas se agregaron más tarde los indecisos espirituales, considerados peores que los verdaderos kafri. La prudencia aconsejó a Tibidje que instalase su planeado templo en la zona sur del puente divisorio. El tema era visible, palpable, preparado de antemano como si lo hubiese hecho el primer simbolista consciente: el puente físico estaba construido por la mano del hombre y era a la fuerza un símbolo de separación. Él sería el puente espiritual, el mensajero de la paz y de la sanación. Era conveniente que aquellas dos virtudes problemáticas, la paz y la unidad, se insertaran también en el himno nacional. Tibidje se apropió del verso, además del fragmento de la tonada en la que iba arropado para su sermón de apertura de todos los domingos y como doxología divulgativa. El gobernador estaba impresionado. Tibidje echó mano del casi un año de prácticas cerca de las dos corrientes religiosas durante su confinamiento en Newark. Era un intermediario caído del cielo, les confió el gobernador a sus asesores, y un mensajero natural para los fondos de conciliación. Millones cambiaron de manos y quizá buena parte se perdiera por el camino. Las sospechas estallaron.

—Pagamos todo lo que se había acordado por adelantado —se lamentó el gobernador—. Estos son mis testigos y hasta tengo los recibos.

Tibidje sonrió complaciente.

—Es exactamente lo que había previsto. El dinero los ha dividido. Se engañan los unos a los otros y ya no queda confianza entre ellos. Ahora déjele el resto a Dios. Él hará que se peleen unos contra otros hasta la muerte.

Problemas de tal naturaleza parecían perseguir siempre a Tibidje. Su elección del momento no podría haber sido más inoportuna. Boko Haram había elegido el mismo periodo para activar a sus durmientes, siguiendo sus propios planes secretos de unificación a través del puente de la división. Otras voces no tan religiosas afirmaban que no era Boko Haram en absoluto, sino mafiosos frustrados que habían perdido la paciencia esperando el prometido golpe de fortuna de su gobernador electo. La consecuencia era lo único que importaba. Las complacientes filas de defensas militares fueron atravesadas una noche mortífera. Los insurgentes cruzaron a hurtadillas, se desplegaron y desataron su reprimida ferocidad proselitista. El cuartel general de Tebidje, solo a medio hacer desde su fundación, pero ya con un servicio semanal, se consumió en un bautismo de fuego. El gobernador dudaba. Seguía molesto por los fondos que habían desaparecido sin explicación. Al final, sin embargo, decidió dejarlo todo en manos de Alá, y le indicó a su asesor que mandara un mensaje de condolencia, pero sin exagerar, ordenó.

Todo aquello le daba ventajas a Tibidje. Le donaron un inmueble, tenía seguidores leales, un núcleo interno cultivado con mucho cuidado, quizá de no más de entre cuatro y seis personas cada vez. Él se ocupaba generosamente del bienestar de ellos y a cambio ellos cuidaban de los asuntos de él. Su sistema de alerta precoz y su instinto de supervivencia se fueron puliendo con todas las situaciones adversas. Con sus experiencias a lo largo de los estados de la Cedeao —otro proyecto de unificación— no estaba del todo desprevenido cuando su iglesia aún sin consagrar —esto es, ritualmente— fue arrasada hasta los cimientos y dos de sus lugartenientes fueron masacrados. Fue un revés espantoso, un elemento violento de disuasión. Tibidje era humano, no pretendía ser ninguna otra cosa, y por eso sopesó abandonar. De hecho, había empezado a considerar hacer una segunda incursión en Estados Unidos, esta vez con un billete de ida. Un nombre nuevo. Una historia nueva. Un nuevo comienzo. Una nueva vida. Mientras los sentimientos luchaban dentro del alma del repatriado hijo de

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos