Un verano de muerte

Xuri Fenton

Fragmento

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Llegar a casa viva

Volvía del trabajo, de noche, sola. Con el zumbido de las farolas y el sonido de mis Martens contra el asfalto como única compañía.

Comencé un jueguecito al que yo llamo «Cosas horribles que podrían pasarme en una realidad paralela». Consiste en imaginar la posibilidad de encontrarme en situaciones que acaben derivando en un fascinante titular de este palo:

Atracan y violan a una joven que volvía sola a casa. El suceso tuvo lugar en la ciudad universitaria, en un conocido barrio de estudiantes.

Inmersa en mi juego, me imaginé a un hombre desarrapado, agazapado en la oscuridad, acercándose silenciosamente por mi espalda. En su mano, una navaja, de esas que tienen la empuñadura envuelta en cuerda, como en las películas. Dudo que así tenga un agarre más ergonómico, pero desde luego le da un rollo muy pro, del tipo: «Mis años de violador experimentado me han permitido encontrar la cuerda exacta, con un agarre firme, pero que no dañe las valiosas palmas de mis manos».

O justamente pensando en todo lo contrario, al fin y al cabo un violador que se preciase a salir en el telediario como el malo malísimo del cuento debería tener las manos GRANDES, FEAS Y CALLOSAS.

Este importante dilema sobre como de asquerosas deberían ser sus manos quedó interrumpido por los aspersores encendiéndose a mi alrededor. Los mosquitos revoloteaban entre las balsas de luz. El aire olía a césped, a tierra y a cacas de perro reblandecidas. Y yo, entre farola y farola, al salir de su halo de luz protector, una cantinela macabra se repetía en mi cabeza: «Muerta, viva, muerta, viva».

Me estiré la falda de forma compulsiva, comprobando que me tapase bien el culo… Y el tatuaje con forma de conejito que me hice en una cadera a los dieciséis de forma totalmente ilegal. Tuve que falsificar un permiso de mi madre, a quien se lo había logrado ocultar hasta hacía unos meses. Me pilló en una de sus visitas sorpresa, tras un viaje de negocios superimportante. Obviamente le mentí.

«Sí, mamá, me lo hice como parte de una apuesta con mis compis. En una fiesta de la universidad. Sí, lo sé, soy una cabra loca. ¡Al menos a mí no se me ocurrió llenarme toda la espalda de ramas y hojas! ¡Ya sé que te lo llevas borrando años, pero no es lo mismo!».

Sentí un escalofrío, quizá del frescor del agua que me rociaba las Martens, o tal vez por la oscuridad de la noche. Seguí.

Aquel hombretón me habría estado observando desde lejos. Sola, con mi minifalda de camuflaje, y fingiendo que miraba un móvil que, aunque él no lo supiese, llevaba dos horas sin batería.

Iría acortando distancias entre las sombras, acompasando el sonido de sus pasos con los míos. Lo primero que sentiría sería su arma contra mi riñón derecho y sin permitir que me diera la vuelta, me diría al oído con su voz cascada, soltando su aliento pestilente en mi pelo: «Dame el bolso y todo lo que lleves de valor, muñeca».

La cadenita dorada en mi cuello —un collar con una pequeña campana de oro, que se quedó muda hacía mucho. Uno de los pocos recuerdos que me quedan de mi padre— llamaría su atención con un destello, y me ordenaría que me la quitase. De pequeña, mi madre me aseguró que esa campana era la llave a una ciudad secreta en mitad de la jungla, o una brújula mágica, o cualquier fantasía que se le ocurriese para cerrarme el pico cada vez que quería saber algo sobre mi padre.

Para no traspasar la fina línea entre la sumisión y la provocación —no era cuestión de dar ideas—, me quitaría las joyas, encorvándome un poco y metiendo el culo para dentro. Cuanto menos atractiva parezcas, mejor.

Segundo nivel del juego.

No, al atracador no le parecería suficiente con mi móvil roto y mi bisutería barata. De hecho, el mismo hecho de verme colaborar sin oponer resistencia también haría que se envalentonase.

Al final cualquier cosa es una excusa, ¿no?

Si te tapas mucho: A ver qué hay debajo.

Si te tapas poco: Obviamente lo estás buscando.

Si intentas huir: Te mata por si acaso.

Si les dejas hacer: A ver cómo te defiendes luego ante el juez.

Así que el gorila me metería sus enormes manazas, sucias y sudorosas en los bolsillos de la falda en busca, o no, de más cosas que robarme. Y una terrible idea le encendería la única bombilla de su cerebro. Comprobaría que no hay nadie alrededor y, al cerciorarse, me empujaría con decisión bajo las sombras de los árboles, manteniendo firmemente su navaja contra mis riñones.

¿Y si gritase ayuda? Miré a mi alrededor, las casas más cercanas se encontraban a trescientos metros.

Si gritase pidiendo ayuda nadie se asomaría, somos unos cobardes. No, gritaría: «¡Fuego! ¡Fuego! ¡Se está quemando un coche negro!». Fijo que así algún curioso asomaría la cabeza. El ser humano, ya se sabe, es maravillosamente empático.

Aunque cabe la posibilidad de que, al verme las intenciones, me cortase directamente la garganta sin miramientos e hiciese lo que quisiese con mi cadáver.

Estaba a tan solo dos manzanas de mi bloque de pisos, aceleré un poco el paso, cruzando cada vez más rápido las luces de las farolas.

«Viva, muerta, viva, muerta».

Y volví a mi juego.

No, claro que no gritaría.

Con tal de seguir viva, permitiría que me arrastrase entre los arbustos, aunque con resistencia y rigidez para que con suerte, si alguien nos viese, supiera de inmediato que algo estaba mal en esa situación.

Refugiado tras alguno de los abetos colindantes, el hombre sin rostro palparía con sus manazas bajo mi falda —y seguramente se pillara un buen cabreo al dar con los boxers que utilizo para sujetarme las medias—. Tras un bufido de frustración, me arrancaría de mala gana mi cinturón de castidad by Calvin Klein, estampándome sin miramientos contra un tronco que, con un poco de suerte, no estuviese cubierto de hormigas.

Se acerca la fase final del juego. Last round. Fight! Hay que tomar una decisión, rápido. ¿Qué podría hacer? ¿Facilitarle la faena al violador a pesar del peligro de que, tras desa­hogarse en mí, no quisiera correr el riesgo de dejarme con vida y me acuchillase por si acaso?

En mi croquis mental, mis opciones se iban reduciendo: no podría huir, no podría gritar, no podría defenderme. ¿Debería entonces hacer de tripas corazón y zambullirme en un ejercicio de despersonalización rayano en la psicopatía? ¿Y pretender que eso era exactamente lo que llevaba esperando toda la noche? Ganaría unos valiosos minutos.

Si algo nos enseña la cultura popular es que la única estrategia eficaz para una chica en apuros sería usar mis «armas de mujer».

Cuando era pequeña devoraba a escondidas las novelas eróticas de mi madre, sin tener ni idea de lo que estaba leyendo.

En esos libros importaban más bien poco las diferencias entre los protagonistas. Lo importante era lo mucho que se deseaban la estresada empresaria con su jovenzuelo limpiapiscinas. El mozo sería un poco corto de miras (y de neuronas), pero se notaba en su bañador de palmeritas que eso era todo lo que tenía de corto.

Sentí una mirada fantasma en la nuca. La situación que iba recreando en mi cabeza no tenía nada que ver con n

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