Bautizaron a la niña con el nombre de Alexandra Sophie en una ceremonia muy bonita y solemne, que ella se pasó durmiendo como un lirón. La niña había llegado a Munich desde Los Ángeles el día anterior, y su horario de comida y sueño, que hasta entonces había cumplido con meticulosa precisión, se había alterado por completo, y estuvo llorando toda la noche, del primer al último minuto. Ahora debía de sentirse demasiado agotada para protestar por el faldón blanco picajoso, el agua bendita en la frente y el olor mohoso de la iglesia. A decir verdad, era un bebé increíblemente bueno y tranquilo; incluso el párroco la elogió.
Los exhaustos padres, que aún acusaban el jet lag, sumado a las interminables horas nocturnas acunando en brazos a su hijita de cuatro meses, intentando calmarla con palabras y nanas ñoñas, asistieron a la celebración con la cara pálida y sombras bajo los ojos.
—Tendríamos que habernos negado a venir —dijo enfadada Belle Rathenberg al salir de la iglesia—. Alexandra es aún demasiado pequeña. Podríamos haberla bautizado allí y no habría pasado nada.
—Tu madre quería una gran fiesta familiar y eso en Los Ángeles habría sido imposible —intentaba tranquilizarla Andreas, su marido—. Ya que nos hemos prestado a hacerle el favor, tenemos que aguantar. Vamos, haz un esfuerzo. Mira el mundo con un poco más de bondad.
—Para hacerlo, necesito primero un jerez —repuso Belle, y subió a uno de los muchos automóviles que esperaban para llevar a los asistentes al bautizo hasta la casa de su madre—. A lo mejor hasta dos o tres.
Felicia Lavergne miraba a los invitados desde la puerta de la terraza. Habían asistido casi todos: sin una razón importante, nadie desairaba a la matriarca. Además, sus reuniones gustaban; su pintoresca finca a orillas del lago Ammer en la Alta Baviera invitaba a fabulosas fiestas veraniegas, y ella siempre había sido una anfitriona generosa.
Felicia había comprado la gran casa de campo en la costa este del lago justo después de la guerra, con la intención de crear un lugar en el que pudieran reunirse todos sus parientes. No era una mujer ni maternal ni cariñosa, pero tenía el desarrollado instinto protector de un perro pastor que reagrupa y vigila su rebaño. Para ella, la familia era sagrada, y lo expresaba de una forma muy especial que le reportaba poca simpatía aunque gran admiración, profesada a regañadientes: era capaz de no enterarse durante años de que uno de sus familiares más cercanos sufría de depresión, pero si este decidía ahorcarse, en el último momento ella se precipitaría a cortar la cuerda. Y no dejaría de mostrarse perpleja al saber que el rescatado llevaba mucho tiempo con serios problemas.
La casa disponía de una infinidad de habitaciones muy acogedoras, suelos de parquet que crujían bajo los pies, enormes chimeneas, vigas de madera para sostener el techo, balcones llenos de flores y una gran terraza. El jardín bajaba hasta el lago, junto al que había un embarcadero, una caseta para los botes y una playa en la que bañarse.
Aquel día de septiembre, que los deleitaba con un tiempo aún veraniego de sol radiante y cielo sin nubes, Felicia había plantado sombrillas por doquier, colocado almohadones sobre sillas y bancos, y había hecho segar el césped. Después del almuerzo, un menú de cinco platos interrumpido por numerosos discursos, los celebrantes se habían repartido por el jardín. En la terraza había un bufet de tartas, donde cada uno podía servirse la que quisiera, además de café, té y todas las bebidas frías imaginables. Las flores de otoño centelleaban bajo el sol, el lago brillaba con reflejos turquesa y un par de veleros pintaban estelas blancas sobre las olas.
La mirada de Felicia recorrió el abigarrado grupo que se extendía a sus pies y se detuvo en Belle, la madre de la recién bautizada. Alexandra había venido al mundo a finales de mayo, pero Belle aún no había conseguido recuperar su antigua figura. Había sido muy delgada, pero ahora se la veía más bien informe, con su vestido suelto y floreado. Llevaba unos zapatos de tacón muy alto, que tampoco conseguían que sus piernas hinchadas parecieran más delgadas. Felicia notó que su hija bebía mucho, que se tomaba un cóctel tras otro como si fueran agua. Junto a ella estaba Andreas con Chris en los brazos, el hijo de la pareja, de casi cuatro años. Andreas era algo mayor que Belle y seguía siendo muy atractivo. A Felicia le gustaba, aunque había entendido hacía tiempo que el sentimiento no era mutuo. Como la mayor parte de la gente que conocía a Felicia, también él estaba convencido de que lo había hecho todo mal respecto a sus hijas: en el aspecto material se había ocupado de ellas divinamente, pero en todo lo demás las había descuidado.
«Sí, pero ¿cree que habría conseguido lo que he conseguido si hubiese hecho las cosas de otra forma?», se preguntó Felicia.
Por lo menos también había acudido Susanne, la hermana pequeña de Belle, y eso que odiaba abiertamente a su madre. Susanne se mantenía apartada, no se esforzaba ni lo más mínimo por ocultar lo mucho que todo la irritaba. Llevaba un traje gris que abrigaba demasiado para aquel día y el pelo estrictamente recogido. Tenía el aspecto de una institutriz madura. Si alguien se dirigía a ella, hacía todo lo posible por cortar la conversación de raíz. Desde la horrible historia de su marido, que hacía once años había sido ejecutado por crímenes de guerra, su vida estaba ensombrecida por una vergüenza profunda que le impedía entablar relaciones. En Berlín daba clases a niños con dificultades de habla, tal vez las únicas personas entre las que se sentía segura. Incluso con sus tres hijas se comportaba de una forma distante y estrambótica, como si no fuesen suyas, sino unos seres extraños que podían resultar peligrosos para ella en cualquier momento.
Susanne debería ir olvidando poco a poco las viejas historias, pensó Felicia impaciente. ¡Hacía mucho que había acabado la guerra!
Se alisó el veraniego vestido blanco, aunque no tenía ni una arruga: tenía la costumbre de hacer aquel gesto cuando intentaba ordenar sus pensamientos y tomar decisiones. Un joven con un traje elegante, que estaba no lejos de ella y la observaba desde hacía minutos, se le acercó.
—¿En qué piensas? —le preguntó—. Pasas revista a la gente como un general a su tropa. Seguro que estabas meditando tu próxima estrategia, ¿a que sí?
Felicia se rio.
—No te burles de mí. No estaba pensando en nada. Solo miraba.
A Felicia le gustaba Markus Leonberg, su asesor financiero; apreciaba su encanto y su amabilidad. Ante todo, sin embargo, le imponían su tenacidad y su fuerza de voluntad, con las que había construido una existencia sólida a partir de la nada. Al terminar la guerra, con veintiún años, había pasado casi un año en un campo de prisioneros estadounidense. Luego había buscado desesperadamente a sus padres, silesianos, aunque no encontró ni una pista. Al final averiguó que los dos habían perdido la vida durante la inv