Barba empapada de sangre

Daniel Galera

Fragmento

cap-2

1

Ve una nariz ancha y grande, reluciente y agujereada como la piel de una mandarina. Boca extrañamente joven entre mentón y mejillas, llenos de finas arrugas, piel un poco flácida. Barba afeitada. Orejas enormes con lóbulos aún más grandes, que parecen estirados por el propio peso. Iris color café aguado en medio de ojos lascivos y relajados. Tres surcos profundos en la frente, horizontales, perfectamente paralelos y equidistantes. Dientes amarillentos. Pelo rubio abundante rompiendo en una sola onda por encima de la cabeza y cayendo hacia atrás, hasta la base de la nuca. Sus ojos recorren todos los cuadrantes de esa cara en el intervalo de una respiración y puede jurar que no ha visto a esa persona en toda su vida, pero sabe que es su padre porque no vive nadie más en esa finca de Viamão y porque a la derecha del hombre sentado en el sillón está tumbada, con la cabeza erguida, la perra azulada que lo acompaña desde hace muchos años.

¿Qué cara es esa?

Su padre solo esboza una sonrisa, el chiste es viejo, da la respuesta habitual.

La misma de siempre.

Ahora se fija en su ropa, un pantalón de sastre color gris oscuro y una camisa azul de manga larga remangada hasta los codos, empapada en sudor por debajo de los brazos y por encima de la barriga redonda, en las sandalias que parecen haber sido escogidas a la fuerza, como si solo el calor le hubiera impedido calzar zapatos de cuero, y también en la botella de coñac francés y en el revólver que descansan sobre una mesita al lado del sillón reclinable.

Siéntate ahí, dice su padre, señalando con la cabeza el sofá de piel sintética blanco de dos plazas.

Acaba de comenzar febrero e, independientemente de lo que digan los termómetros, la sensación térmica en Porto Alegre y alrededores es de más de cuarenta grados. Al llegar, vio que los dos lapachos que montan guardia frente a la casa estaban cargados de hojas y padecían en el aire inmóvil. La última vez que estuvo allí aún era primavera, sus copas floridas color violeta y amarillo temblaban con el viento frío. Todavía dentro del coche pasó por el parral sembrado a la izquierda de la casa y divisó numerosos racimos de uvas pequeñas. Uno podía imaginarlas rezumando azúcar tras meses de sequía y calor. La finca no había cambiado nada en esos pocos meses, nunca cambiaba, un rectángulo plano cubierto de capín al borde de la carretera de tierra con el pequeño campo de fútbol jamás utilizado entregado a la dejadez habitual, los ladridos irritantes de otro perro en la calle, la puerta de la casa abierta.

¿Dónde está la camioneta?

La vendí.

¿Por qué tienes un revólver en la mesita?

Es una pistola.

¿Por qué tienes una pistola en la mesita?

Al ruido de una moto en la carretera se suman los ladridos de Bagre, roncos como el carraspeo de un fumador impenitente. Su padre frunce el ceño. No soporta a ese chucho insolente y ruidoso y solo lo conserva por sentido de la responsabilidad. Puedes abandonar a un hijo, a un hermano, a un padre, seguramente a una mujer, hay circunstancias en las que todo eso está justificado, pero no tienes derecho a abandonar a un perro después de cuidar de él durante cierto tiempo, le explicó su padre cuando todavía era un niño y toda la familia vivía en una casa en Ipanema por la que pasaron media docena de perros. Los perros abdican para siempre de una parte de su instinto para vivir con las personas, y jamás vuelven a recuperarlo del todo. Un perro fiel es un animal lisiado. Es un pacto que nosotros no podemos deshacer. Aunque sea raro, el perro puede romperlo. Pero el hombre no tiene ese derecho, decía su padre. Por lo tanto, la tos seca de Bagre debía soportarse. Es lo que ahora hacen los dos, su padre y Beta, la vieja pastora australiana echada a su lado, de hecho una perra admirable, inteligente y circunspecta, fuerte y musculosa como un jabalí.

¿Cómo te va la vida, hijo?

¿Y ese revólver? Pistola.

Pareces cansado.

Estoy un poco cansado, sí. Estoy entrenando a un tío para el Ironman. Un médico. El tipo es bueno. Magnífico nadador, se las está arreglando bien con lo demás. Su bicicleta pesa siete kilos con neumáticos, una de esas vale unos quince mil dólares. Quiere completar la prueba el año que viene y conseguir una buena marca de cara al mundial, de aquí a tres años como mucho. Lo va a conseguir. Lo que pasa es que el tío es pesado de cojones, me tengo que aguantar. No estoy durmiendo mucho, pero merece la pena, me paga bien. Sigo dando clases en la piscina. Hace unos días conseguí arreglar la chapa de mi coche, por fin. Está como nuevo. Gasté dos mil reales. El mes pasado fui a la playa, pasé una semana en Farol con Antônia. Aquella pelirroja. ¡Ah!, es verdad, no la llegaste a conocer. Demasiado tarde, nos peleamos allí, en Farol. Y creo que eso es todo, papá. Lo demás sigue igual que siempre. ¿Por qué tienes una pistola en la mesita?

¿Qué tal la pelirroja? Ese gusto lo heredaste de mí.

Papá.

En un momento te explico por qué tengo una pistola en la mesita, ¿vale? Joder, ¿no te das cuenta de que antes quiero conversar un poco?

Está bien.

Hostia puta.

Está bien, perdona.

¿Quieres una cerveza?

Solo si tú también te tomas una.

Yo voy a tomarme una.

Su padre desencaja el cuerpo del sillón blando con cierta dificultad. La piel de sus brazos y de su cuello ha ido adquiriendo un rubor permanente a lo largo de los últimos años, además de una textura un tanto gallinácea. Se atrevía a echar un partido de fútbol cuando su hermano mayor y él todavía eran adolescentes y frecuentaba por temporadas las salas de musculación del gimnasio hasta los cuarenta y tantos años de edad, pero desde entonces, como si coincidiese con el creciente interés del benjamín de la familia por múltiples deportes, se había vuelto un sedentario convencido. Siempre había comido y bebido como un caballo, fumaba cigarrillos y puros desde los diecisiete años y le gustaban la cocaína y los alucinógenos, de modo que le costaba un poco arrastrar el cuerpo por ahí. De camino a la cocina, pasa junto a la pared del pasillo donde cuelgan una docena de premios publicitarios, certificados enmarcados en vidrio y placas de metal pulido con fecha de los años ochenta en su mayoría, el apogeo de su carrera como redactor. En otro lugar de la sala, sobre la superficie de caoba de una cristalera baja, hay también dos trofeos. Beta lo sigue en esa travesía rumbo a la nevera. La perra parece tan vieja como el dueño, un tótem animado siguiéndolo con paso silencioso y fluctuante. El desplazamiento pesado del padre a lo largo de esos recuerdos de una gloria profesional remota, el animal fiel tras su rastro y la falta de sentido de la tarde de domingo despiertan en él una conmoción tan inexplicable como familiar, un sentimiento que a veces acompaña la visión de alguien un poco afligido que intenta tomar una decisión o solucionar un pequeño problema, como si de ello dependiera el castillo de naipes del significado de la vida. Ve a su padre en el límite tenue de ese esfuerzo, navegando peligrosamente próximo al desistimiento. La puerta de la nevera se abre con un gemido de succión, las botellas de cristal tintinean y él y la perra regresan en unos segundos, más ligeros a la vuelta que a la ida.

Ese Farol de Santa Marta está por Laguna, ¿no?

Sí.

Giran los tapone

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