Cuando llega el deshielo

Laia Vilaseca

Fragmento

Capítulo 1

1

No sabía cuál era el motivo que la había hecho cambiar de opinión sobre aquella revelación justo antes de morir, pero estaba segura de que la visita de Barlett unos minutos antes de mantener esa última conversación había tenido algo que ver. Evidentemente, él negó saber nada, pero puso esa cara de póquer que Sarah conocía tan bien. Siempre le había parecido una paradoja que uno de los hombres más poderosos de Las Vegas, propietario de más de tres casinos, no supiera jugar mejor sus cartas en lo relativo al control facial.

La escena había sido —como solía pasar con la que prácticamente había sido su única referencia familiar— breve y surrealista.

Nona había enfatizado que quería morir de la forma más tranquila posible en el mismo lugar donde había vivido toda su vida y la había criado: su casa en el barrio de Desert Shores, en Las Vegas. Así que nada de hospitales ni tratamientos que no servirían para evitar el irreparable desgaste de los años en un cuerpo que había sentido y sufrido mucho más de lo que jamás había dejado entrever a aquellos que la rodeaban.

La abuela había decidido que ya no merecía la pena seguir luchando, y quienes la conocían bien, como Sarah, sabían que pasaría muy poco tiempo entre esta decisión y su consecuencia ineludible, que se materializaría el 4 de abril de aquel 2019. Por eso llamó a Barlett y le dijo: «Nona se apaga. Mejor que te despidas de ella». Él chasqueó la lengua, y de aquella onomatopeya al otro lado del teléfono Sarah extrajo pesar y tristeza.

Sabía que existía algo sin resolver entre esas dos personas que habían sido lo más parecido a una madre y un padre que ella había conocido. Aunque siempre habían intentado ocultarlo, o disfrazarlo de relación casual con inocentes bromas punzantes, la tensión le había resultado palpable desde que era muy pequeña. Pero se había cansado de las negociaciones y de los «no pasa nada» cada vez que les preguntaba por el tema, así que lo había integrado con normalidad en la carpeta de su cerebro de las cosas que, al menos en ese momento, no tenían respuesta ni solución. Con estas cosas no había que perder el tiempo, Nona era vehemente al respecto, y Sarah había aprendido a acallar las voces que la empujaban a hacer preguntas a las que su abuela nunca quería responder con sinceridad.

Y, de repente, aquella noche, cuando el sol ya casi había desaparecido y el silencio envolvía la habitación empapelada con flores de colores pálidos, Nona le dijo:

—Tu padre no es un desconocido, Bunny. Se llama Nick Carrington.

A Sarah le sorprendió, sí, pero no tanto la revelación en sí como el hecho de que Nona hubiera decidido por fin sincerarse sobre lo que ocultaba. Siempre había creído que sabía mucho más de su padre de lo que decía, pero estaba convencida de que se lo llevaría a la tumba.

—¿Dónde está? —le preguntó. En sus palabras no había rencor ni enfado. Era pura curiosidad.

—No lo sé. Desapareció.

—¿Antes de que yo naciera? —No dio tiempo a que Nona le contestara—. Debe de haber cientos de Nicks Carrington solo en el estado de Nevada...

Nona alzó con dificultad el brazo delgado, la carne que había tenido en brazos a Sarah durante su infancia, ahora arrugada y colgando de unos huesos porosos y débiles, y señaló la cómoda de la habitación.

—En el último cajón —le dijo.

Se acercó y revolvió el contenido. Camisones de tirantes, medias viejas y ropa interior beige compartían espacio con un libro de tapa dura con el lomo amarillo. En la cubierta había una fotografía de la Half Dome de Yosemite iluminada por la débil luz del atardecer y el título en letras blancas sobre el gris del granito de la piedra: BUSCANDO A JENNIE JOHNSON. Debajo, en otro tipo de letra, constaba el nombre del autor: NICK CARRINGTON.

Le temblaban las manos cuando abrió el libro buscando la solapa interior. El corazón se le aceleró tanto que notaba el ensordecedor sonido en las orejas. Por fin, vio el rostro de su padre. Aquella fisonomía imaginada hasta la saciedad durante años y años de insomnio, de interminables noches oscuras llenas de preguntas sin respuesta. Y ahora, de repente, su padre le sonreía. Tenía hoyuelos apenas visibles tras una barba casi blanca. Y la miraba con los ojos ligeramente cerrados, como si el sol que se intuía en la fotografía lo fastidiara juguetonamente a pesar de la gorra de béisbol blanca, que resaltaba su piel morena.

—¿Quién es Jennie Johnson? —le preguntó en voz alta. Y de inmediato, sin poder evitarlo, otra pregunta se abrió paso en sus labios—: ¿Sabe que existo, Nona?

Pero no hubo respuesta. Su abuela tenía los ojos cerrados y ya no respiraba.

Se quedó sentada luchando contra una tristeza insoportable mientras su cerebro no podía dejar de pensar en las respuestas a esa revelación, que abría un nuevo mundo de preguntas.

Las largas horas que siguieron a la muerte de Nona fueron una maraña de emociones cubiertas de un aura casi onírica que en el futuro le costaría evocar. Pero lo que sí recordaría para siempre sería la presencia tranquila y serena de Barlett a su lado desde que lo alcanzó mientras subía al coche cuando ya se marchaba después de su visita, y solo con verle la cara y los ojos brillantes adivinó que Nona había muerto.

Gracias a Barlett y a Jolie —su secretaria—, los preparativos para la ceremonia y la incineración de Nona, así como todos los quebraderos de cabeza que acompañan a los familiares del fallecido en el peor de los momentos, fueron mucho más llevaderos. Barlett la convenció de que se quedara en una de las distinguidas habitaciones del Belmond, el mejor hotel de los tres que tenía en la ciudad y en cuya suite de la planta superior él pasaba temporadas. Aunque sabía que intentaba darle el espacio que creía que necesitaba, Barlett se aseguraba de que cada día el servicio le llevara el desayuno, la comida y la cena a la habitación, y después preguntaba por lo que había dejado para asegurarse de que comía algo. La verdad es que Sarah estaba jodida. Al fin y al cabo, Nona era su única familia biológica. Pero era la revelación de última hora la que realmente la había sacudido de pies a cabeza justo en un momento tan doloroso.

—¿Qué sabes de Nick Carrington? —le preguntó a Barlett la primera noche que pasó en el hotel cuando la acompañó a la habitación.

—No sé quién es. ¿Por qué? ¿Debería conocerlo? —La entonación parecía sincera, pero había tardado un segundo más de lo normal en contestar y Sarah había visto que el vaso de whisky que sujetaba en la mano izquierda había temblado ligeramente.

—Entonces ¿no sabes nada? —Lo escrutó con la mirada.

—No. Ya te lo he dicho. ¿Quién es? —Dio un trago al whisky.

—Da igual. No tiene importancia. —Por algún motivo que no sabía explicar había intuido que era mejor guardarse esa carta. Al menos, de momento.

Él dejó el vaso en el

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