Fiebre

Jonathan Bazzi

Fragmento

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Hace tres años me subió la fiebre y ya no me la quité de encima

Hace tres años me subió la fiebre y ya no me la quité de encima.

11 de enero de 2016.

Treinta y un años todavía por cumplir.

Vuelvo de la universidad: es la hora de comer, pero no tengo hambre.

¿Qué te pasa?

No me encuentro muy bien, no sé si tengo algo de fiebre.

Me tumbo en el sofá, no consigo leer.

Tengo fiebre.

Y no se me va.

Una semana, dos semanas.

Un mes.

38, 38 y medio, luego baja, pero se queda atascada.

37,4, 37,3, no se me pasa, no se me va.

La columna de mercurio se queda congelada.

La bajo.

Vuelve a subir.

Cada vez que me quito el termómetro de la axila, espero que haya bajado. Pero no. Siempre un poco por encima de 37, el límite, la línea divisoria entre lo que era y lo que soy.

Vuelvo de la universidad y me tomo la temperatura. Y otra vez, y otra, y otra más.

Me llama mi madre, empieza a llamarme cada tres horas.

¿Qué?

¿Todavía tienes fiebre?

Sí, mamá, todavía.

Y ¿cómo puede ser? Luego ponte el termómetro otra vez.

Y otra. No dejes de ponértelo.

Cada dos horas me pregunta cuánto tengo.

El paracetamol no me hace nada: la cosa baja, pero luego vuelve a subir.

Tres días, cinco, diez.

Voy a clase aunque no me apetece. Soy profesor de yoga en varios gimnasios desde hace cuatro años (¿o eran cinco?). Al principio me gustaba, pero ya no. Me he visto obligado a dar demasiadas clases, en cualquier lado, a cualquier hora. Gimnasios, escuelas de danza, cadenas de centros de fitness… Sitios de calidad variable, la mayoría de las veces escasa. Me he mantenido así durante toda la carrera. Acepto cualquier llamada, propuesta o suplencia, a veces de mala gana.

Si no voy, no me pagan; me toca ir incluso con fiebre.

No tengo contrato, soy autónomo: no me pongo enfermo, no me dan permisos. Mañana tengo clase a primera hora, me toca salir de casa a las siete. Creía que ya estaría un poco mejor. Ahora ya es tarde para avisar. El responsable de las clases dirigidas es nuevo, está dejando a un montón de gente en casa. Quiere quedar bien con la dirección: te hace ir a verlo, te amenaza, te quita horas. Y es que en este momento en Milán hay más profesores que alumnos (lo de la formación de instructores es un business): si le da la gana, tarda un segundo en buscarse a otro que ocupe tu lugar.

Por la noche sudo muchísimo.

La cama, cuando me despierto, está empapada de todo ese sudor que suelto mientras duermo. Una mancha negra en la sábana azul, de mi tamaño. Una mancha negra en formato yo.

También dejo la almohada toda sudada. Empapo un lado, le doy la vuelta y empapo el otro.

Me levanto y me cambio. A veces me pongo tres camisetas antes del amanecer. A partir de ahora, va a ser siempre así: por la noche, mi cuerpo se deshace en un baño de agua. Se entrega a la temperatura enloquecida, que sube, baja y hace lo que le da la gana.

Me despierto, me ducho y, sin darme cuenta, me vuelvo a dormir en el sofá.

Sudo otra vez, me despierto, salgo a las siete, tarde, empapado.

Vamos allá: bajo a la calle. Enero, Milán, estaremos a dos grados. El aire helado se me mete por debajo del abrigo, me congela el sudor. Me gustaría parar, volver a casa. Me arrebujo, me pongo la capucha, me protejo la cabeza. Camino despacio, envuelto en el abrigo y en el sudor helado. Un paso tras otro.

Acelero y luego aflojo el paso.

Necesito entender lo que me pasa.

La calle, el cruce, luego el metro, tengo que sentarme.

Me quedo aquí. No puedo más.

Alargo las inspiraciones, lleno la caja torácica: tienes que seguir.

Llego al gimnasio, me cambio, subo a la sala. Me están esperando, voy con un cuarto de hora largo de retraso. Las clases son de cincuenta minutos. Ya habrán ido a quejarse a la recepción.

Me disculpo, lo digo, lo reconozco: No me encuentro muy bien.

Creíamos que ya no venías.

Sonrío.

Qué coño queréis.

Las señoras que vienen a mis clases están acostumbradas a verme pasar de una posición a otra como si tal cosa. Flexible, fuerte, casi un atleta. ¿Y ahora qué le pasa? ¿Qué tiene? Me discul­po, más adelante ya no me molestaré. Dejaré de disculparme, me comportaré como si no pasara nada. Total, ¿de qué sirve?

Al cuarto día de fiebre, mi madre empieza a perder los papeles. Había una chica que empezó así (me dice, por teléfono), con unas décimas. Al cabo de una semana estaba muerta.

Meningitis fulminante.

Ve al médico. ¿A qué estás esperando? ¿A que sea demasiado tarde?

Me llama constantemente. Si no, me manda mensajes. Y, cuando no contesto al momento, me manda otro, y otro más, y venga, decenas y decenas: su miedo se propaga por el campo electromagnético del móvil, me lo contagia. Como siempre.

Ve al médico, que te vea.

Si ni siquiera tengo médico. Tenía uno provisional, hasta el año pasado. Uno de esos que te asignan si eres estudiante o estás empadronado en un sitio y vives en otro. Al cabo de un año caduca y hay que renovarlo, y yo no lo he hecho.

Pero mi madre lleva razón: tengo que hacer algo.

Me animo a escribir a un médico nuevo que me ha recomendado Gian, Gianfranco, un amigo mío. Es joven, me parece que gay. Se anuncia en Facebook y en Instagram. Es un obseso de la historia del arte, cuelga más fotos de cuadros que otra cosa. Estudia medicina china, acupuntura. Recomienda recetas veganas. Le abro por Messenger.

Hola, ¿puedo molestarte un momento?

Claro, dime qué necesitas.

Estoy sin médico de cabecera. Soy de la periferia, pero vivo en Milán desde hace unos años. Lo que pasa es que no me he empadronado. Un amigo me ha recomendado que hable contigo al menos para que me des tu opinión.

Sí, claro. Cuéntame.

Tengo fiebre desde hace días. Sube y baja y no tengo más síntomas.

¿Tos, dolor de garganta?

No, todo normal.

¿Orinas con normalidad? ¿Vas de vientre?

Sí.

¿Podrías pasarte por aquí mañana por la mañana? Te visito aunque no seas paciente mío.

Muy bien.

En última instancia, puedes inscribirte luego en el consultorio. Yo estaré de diez a doce y media. Vente y me cuentas, así luego te vas a casa tranquilo.

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Mamá y yo estamos solos cuando vienen a meternos miedo

Mamá y yo estamos solos cuando vienen a meternos miedo.

Tengo un año y medio, hace pocos meses que vivimos en un piso de dos habitaciones del número 10 de la via Giacinti.

Estamos solos en casa; papá está en el trabajo.

Mamá se despierta a eso de las cuatro de la mañana. Ruidos, algo que da golpes. Llueve desde anoche. Mamá piensa: Será la lluvia, o alguna rama movida por el viento.

Pero

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