Para aquella que está esperándome sentada en la oscuridad

António Lobo Antunes

Fragmento

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Al despertar el gato estaba tumbado como de costumbre a los pies de la cama mirándome sin verme pero la ventana del estor a medio bajar parecía haber cambiado de la pared derecha a la izquierda, el árbol con las hojas de siempre en junio llegada casi a los marcos del mismo modo que los muebles, la cómoda, el armario, el sofá ocupaban ahora el lado de la ventana, explíquenme qué ha pasado por la noche, el gato levantó la cabeza porque la señora mayor que traía el desayuno y las pastillas entró en el dormitorio sonriendo, sonría siempre, por la puerta que al menos esa continuaba en su sitio, me informó al dejar la bandeja en la mesilla

—Al despertar tardamos en habituarnos al día

y no es verdad, no me cuesta habituarme al día, me cuesta que cambien cosas sin decírmelo, hacen lo que les da la gana y no me hacen ni caso, la señora mayor inclinó la almohada ayudándome a sentarme

—Recuerde que ya se ha manchado más de una vez

me dio las pastillas y el té mientras el gato vertía líquido sobre el suelo, cuando me roza se siente un motorcito dentro que dura hasta que acaba la cola y me olvida, por un instante me acordé de Faro, de mi madre poniendo la sopera de la cena en la mesa y de mi padre diciéndome, con la servilleta mitad en el cuello de la camisa mitad en la mano, con tirantes, sin chaqueta

—Acércate

mandándome sacar la lengua, mojándose el índice y frotando una mancha en la nariz

—Parecías un payasito pequeña

mientras yo me secaba con la manga refunfuñando, mi madre le quitaba las espinas al pescado mientras él comía con el cuello estirado para no mancharse la camisa, con la chaqueta en el respaldo de la silla de enfrente y el bolsillo del pañuelo lleno de bolígrafos, al acabar la taza de té desapareció Faro y mis padres con él, murieron hace siglos, a veces en la cama, todavía no me había dormido, sentía a mi madre diciéndole a mi padre

—Ven aquí

y solo el reloj de cuco en el salón, no el pájaro de madera que saltaba desde el postigo haciendo una reverencia, solo el mecanismo, lo recordaba cuando estaba casada y el Cristo del cabecero adelante y atrás, no consentía que la señora mayor me lavase y vistiese, como mucho me dejaba en el sillón con una revista y avisaba de su llegada

—Vengo a la hora de comer

tan gastada la pobre, le sobraba cuerpo en sitios donde no lo necesitaba y le faltaba donde era necesario, en los miembros sin fuerza o en el cuello encogido, los objetos del salón también en sitios diferentes, qué ha sido del paño del aparador y de la figura de la chica abrazada a un cisne, de vez en cuando mi padre me cogía en brazos

—Lo que pesas pequeña

y mi madre desde el ganchillo, contando puntos

—Diecisiete ¿verdad?

mi madre

—Como se descuiden se estampan los dos

la chica del cisne no sé por qué me perturbaba, mi padre enfermo tosiendo tras la puerta cerrada, cobre, cobre, el cisne y la chica de cobre, mi tía me prohibía el picaporte más allá del cual un olor extraño

—No entres ahí

mi madre con los ojos rojos

—Vete a jugar al patio lárgate

y al mismo tiempo abrazándome con el pañuelo en la manga con una punta fuera, esperé un poco y el crucifijo del cabecero mudo, reducido a los temblores de la garganta de mi padre, ahora flojos, la cabeza del médico surgió por una rendija de la puerta llamando a mi madre

—¿Le importaría venir?

al contrario de lo habitual no me guiñó un ojo

—Qué vida tiene

movía la boca casi sin hacer ruido mientras yo me fijaba en un botón a punto de soltarse, las agujas del reloj de cuco sin cuerda, el pájaro escondido en la casita de madera donde me daba la impresión de que hervía una colmena de horas, me pareció que un saltito del crucifijo pero tenue, breve, y un sollozo de mi madre acompañado de un silencio hecho de una textura diferente, del tipo de las palomas en los desvanes vacíos donde borbotean misterios pero la puerta no se abría, o mejor la abrió mi tía, toda ojos, buscándome

—Pírate a las traseras y no entres si no te llamo

en un tono menos autoritario de lo que ella suponía, rompiéndose al final de las palabras con un temblor de los labios, no me llevaron al entierro, me quedé sola en el patio mirando el colchón vacío de mis padres sin almohada ni sábanas, el suelo fregado con creolina, el crucifijo en paz, en cierto momento el reloj de cuco, dilatado por horas sin fin, empezó a crepitar, los encajes de las tablas se separaron y un enjambre de cucos que cargaban con todos los minutos del mundo atravesó la habitación, desordenado, confuso, agitando alas de madera, cruzó el níspero y fue disminuyendo hacia las olas en un chillido de bisagras torcidas dejando el tiempo fijo desde entonces, parece que se altera pero es siempre el mismo y es en el interior de ese tiempo donde me voy marchitando lentamente con el motor del gato hasta el final de la cola, callándose como yo me callo al miraros.

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PRIMER MOVIMIENTO

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Hay fases en las que me despierto asustada en medio de la noche, qué sé yo lo que es el medio de la noche, con un perro ladrando dentro de casa no sé dónde y sin que el gato cambie de postura en la colcha, una pata larguísima toda uñas y las demás pequeñas, enciendo la luz que vibra un poco al principio y nadie, por no mencionar, claro, la ventana y los muebles que se mueven disimuladamente pensando que no me doy cuenta, la chica del cisne me observa con el rabillo del ojo lista para avisar

—Se ha despertado

y todo enseguida quieto, suspendido, esperando a que me duerma de nuevo para volver recordándome a mí con cinco años siempre escuchando, de puntillas para llegar al espejo del lavabo con el carmín de mi madre, acertando en la barbilla o las mejillas, no en los labios, si me preguntasen

—¿Dónde estás?

no respondería como tampoco respondió el perro, solo ladraba, busqué en el pasillo y nada, en el salón y nada, me iba acercando lentamente al origen del sonido en el trastero y nada, me hice daño con la esquina de un banco y proseguí a la pata coja frotándome el hueso, he visto gente con bastones por mucho menos o colgada de muletas con cara de orfandad, descansando del tormento de la escayola en la calle, en la sala nada, en la entrada nada, el llavero balanceándose en la cerradura con una cadencia sospechosa hasta que un ladrido más cercano me empujó hacia la cocina, allí estaba el fogón, la pila de la ropa, todos los zarrios, los paños de secar la loza en una tira de madera llena de clavos en forma de anzuelo y entre los paños de secar la loza el delantal para no ensuciarme pero me ensuciaba igual, con un galgo rosa estampado y era el galgo el que ladraba, ladraba, siem

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