Perfidia

James Ellroy

Fragmento

LOS JAPOS

(6 - 11 de diciembre de 1941)

6de diciembre de 1941

1

HIDEO ASHIDA los ángeles / sábado, 6 de diciembre de 1941

Ahí: la farmacia Whalen, en la esquina de la calle Seis con Spring. Objeto de cuatro delitos recientes. CP 211: robo a mano armada.

Esa tienda tenía la negra. Cuatro atracos en un mes auguraban un quinto. Seguramente era el mismo malhechor. Trabajaba solo. Se cubría la cara con un pañuelo y llevaba una fusca de cañón largo. Siempre robaba estupefacientes y el dinero de la caja.

La Brigada de Robos y Atracos andaba escasa de efectivos. Un cretino con una máscara de Hitler había asaltado tres tabernas en Silver Lake. Era un 211 con agravante por lesiones. El cretino en cuestión cruzaba la cara a los camareros con la pistola y magreaba a las clientas. Le pirraba usar el arma. La emprendía a tiros con las gramolas y las botellas de los estantes.

Robos y Atracos estaba desbordada. Ashida montó el chisme de activación por tensión y eligió esa farmacia como lugar de prueba. Había creado el prototipo cuando era estudiante de secundaria. Su primer lugar de prueba fueron las duchas del instituto Belmont. Lo utilizó para fotografiar a Bucky después de un entrenamiento de balonces…

Un coche torció hacia el norte por Spring. El conductor vio a Ashida. Como cabía esperar, prorrumpió:

–¡Japo de mierda!

Ray Pinker reaccionó. Como cabía esperar, prorrumpió: –¡Vete al carajo!

Ashida permanecía atento al suelo. El hilo disparador cruzaba la calle hasta el bordillo opuesto, frente a la farmacia. El malhechor, el muy cretino, había aparcado en el mismo sitio las cuatro veces. El hilo iba conectado a una cámara revestida de goma dura, provista de un sistema de activación por tensión. Accionaban el engranaje, por contacto, las ruedas del coche en el momento de aparcar. Un obturador y un flash se disparaban y fotografiaban la matrícula posterior. Los carretes de película iban guardados en tubos recubiertos de goma. Bastaba una sola carga para todos los coches de un día.

Pinker encendió un pitillo.
–Esto es un tiro al aire. Somos criminólogos civiles, no policías. Ya sabemos que el puñetero artilugio funciona. ¿Por qué seguimos aquí, pues? Tampoco es que nos bonifiquen por hacer otro trabajo.

Ashida sonrió.
–Ya conoce la respuesta a eso.
–Si la respuesta es «No tenemos nada mejor que hacer» o «Somos científicos con una vida personal de pena», tienes toda la razón.

Pasó un autobús en sentido sur. Un mexicano formaba anillos de humo con la boca desde su ventana. Vio a Ashida. Prorrumpió:

–¡Puto japo!

Pinker tiró la colilla. Cayó cerca del autobús.
–A ver, ¿cuál de vosotros nació aquí? ¿Cuál de vosotros no cruzó a nado ilegalmente el Río Grande?

Ashida se enderezó el nudo de la corbata.
–Repítalo. Estaba exasperado la primera vez que lo ha dicho, y por tanto sé que era una respuesta sincera.

Pinker esbozó una sonrisa.
–Eres mi protegido, y por tanto eres mi japo, con lo cual tengo un interés personal en ti. Eres el único japo al servicio del Departamento de Policía de Los Ángeles, lo cual te hace aún mucho más único y aumenta mucho más mi caché.

Ashida se echó a reír. Un DeSoto del 38 se detuvo frente a la farmacia. Las ruedas tocaron el hilo, la lente se abrió, el flash se disparó. Se apeó un hombre alto. Tenía los ojos pequeños y castaños, el pelo oscuro, peinado a lo Bucky Bleichert. Ashida lo observó entrar en la farmacia.

Pinker cruzó la calle y, agachado, toqueteó la ranura del flash. Ashida escudriñó a través del escaparate y siguió los movimientos de aquel hombre. El cristal distorsionaba sus facciones. Ashida lo convirtió en

Bucky. Cerró los ojos, parpadeó, abrió los ojos y lo transformó. Ahora el hombre exhibía la desenvoltura de Bucky. Más que andar, flotaba. Sonrió y enseñó unos dientes enormes de conejo.

El hombre salió. Pinker corrió de nuevo a la otra acera y obstruyó la visibilidad de Ashida. El coche se marchó. Ashida parpadeó. El mundo perdió su minuto de esplendor encarnado en Bucky Bleichert.

Se reacomodaron. Pinker se apoyó en una farola y fumó sin parar. Ashida, inmóvil, percibió el zumbido del centro urbano de Los Ángeles.

La guerra se avecinaba. El zumbido giraba exclusivamente en torno a eso. Ashida, nacido en Estados Unidos, era el segundo hijo de una familia japonesa. Su padre era peón ferroviario. Tomaba hidrato de terpina como si fuera agua y se dejó la vida poniendo raíles de ferrocarril. Su madre vivía en un piso de Little Tokyo; era pro-emperador y hablaba japonés solo para mortificarlo. La familia tenía en propiedad unas tierras de labranza en el valle de San Fernando. Al frente de la granja estaba su hermano Akira. En esa zona las explotaciones agrícolas eran en su mayor parte de japoneses de segunda generación, conocidos como nisei. Para la cosecha, recurrían a ilegales mexicanos. Era una práctica habitual entre los nisei. Era vergonzoso, era prudente, era mano de obra barata. Dicha práctica rayaba en servidumbre voluntaria. Dicha práctica garantizaba la solvencia a la clase agraria nisei.

Dicha práctica implicaba connivencia. La familia sobornaba a un capitán de la Policía del Estado mexicana. Los pagos libraban de la deportación a los espaldas mojadas. Akira aceptaba la práctica y la aplicaba sin sondeo moral. Eso permitía a Hideo, el hijo segundo, vivir ajeno al negocio familiar y cultivar su pasión por la criminología.

Este tenía títulos superiores en química y biología. Se había doctorado por Stanford a los veintidós años. Poseía conocimientos de serología, dactilografía, balística. Entró luego en el Departamento de Policía de Los Ángeles, donde llevaba un año. Quería colaborar con su legendario químico jefe. Era un protegido en busca de mentor. Ray Pinker era un pedagogo en busca de discípulo. Así se forjó el vínculo. Las funciones asignadas pronto se desdibujaron.

Pasaron a ser colegas. Pinker era admirablemente ciego en cuestiones de raza. Comparaba a Ashida con el hijo número uno de Charlie Chan. Ashida decía a Pinker que Charlie Chan era chino. Pinker contestaba: «Para mí eso es griego».

Árboles navideños con nieve artificial bordeaban Spring Street. Estaban cubiertos de excrementos de pájaro y hollín. Un muchacho voceaba el Herald frente a la farmacia. Anunció el titular a voz en cuello: «¡FDR en un desesperado intento final de negociación con los japoneses!».

–El puñetero chisme funciona –dijo Pinker.
–Lo sé.
–Eres un genio del carajo.
–Lo sé.
–El violador aquel sigue actuando. Los de la Brigada Central Antivicio sospechan que es policía militar. Se cepilló a otra mujer hace dos noches.

Ashida asintió con la cabeza.
–La primera víctima opuso resistencia y le arrancó parte del brazalete. Llevaba la camisa del uniforme debajo de la chaqueta de paisano. Tengo una muestra de fibras en mi laboratorio en el piso de mi madre.

Pinker dio un buen repaso a una rubia enorme colgada de un marinero. El marinero miró de reojo a Ashida.

–Bucky Bleichert tiene un combate mañana por la noche en el Olympic. La primicia es que peleará unas cuantas veces más y luego se incorporará al departamento.

Ashida se sonrojó.
–Conocí a Bucky en el instituto.
–Ya lo sé. Por eso te lo digo.
–¿Contra quién pelea?
–Un tal Junior Wilkins, un zopenco. Elmer Jackson

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