El valle del óxido

Philipp Meyer

Fragmento

cap-1

1

La madre de Isaac llevaba muerta cinco años, pero no había dejado de pensar en ella. Vivía solo en la casa con el viejo, tenía veinte años, era pequeño para su edad, se le podía confundir fácilmente con un niño. Era última hora de la mañana y cruzaba deprisa el bosque en dirección a la ciudad: una figura pequeña y delgada con mochila, procurando que nadie lo viera. Había cogido cuatro mil dólares de la mesa del viejo; «Robado», se corrigió. La fuga del manicomio. Si alguien te ve esto va a ir en plan: «Silas, suelta los perros».

Enseguida llegó al alto: verdes colinas ondulantes, un turbio río sinuoso, una extensión ininterrumpida de bosques salvo por la ciudad de Buell y la fundición. La fundición en sí había sido como una pequeña ciudad, pero la habían cerrado en 1987 y desmantelado parcialmente diez años después; ahora se alzaba como unas ruinas antiguas, los edificios cubiertos de celastro agridulce, cola del diablo y árboles del cielo. Las huellas de ciervos y coyotes se entrecruzaban en los terrenos; solo había algún ocupa humano de vez en cuando.

Aun así, era una población pintoresca: pulcras hileras de casas blancas que bordeaban la ladera de la colina, campanarios de iglesia y calles de adoquines, las altas cúpulas plateadas de la catedral ortodoxa. Un lugar que hasta hacía poco había sido acomodado, con el centro lleno de edificios históricos de piedra, ahora la mayoría entablados. En ciertas manzanas se seguía manteniendo una simulación de recogida de basuras, pero otras habían sido abandonadas por completo. Buell, condado de Fayette, Pensilvania. «Fayette-nam», lo llamaban a menudo.

Isaac caminaba siguiendo las vías del ferrocarril para evitar que lo vieran, aunque de todos modos no había mucha gente por ahí. Alcanzaba a recordar las calles en el momento del cambio de turno, el tráfico detenido, la marea de hombres que emergían del tren de laminación de tochos, cubiertos de polvo de la acería y parpadeando al sol; su padre, alto y resplandeciente, que se agachaba para levantarlo. Eso era antes del accidente. Antes de que se convirtiera en el viejo.

Había sesenta kilómetros hasta Pittsburgh y lo mejor era seguir las vías a lo largo del río: era fácil encaramarse de un salto a un tren de carbón e ir montado tanto rato como se quisiera. Una vez que llegara a la gran ciudad, se subiría a otro tren rumbo a California. Llevaba un mes planeándolo. Tendría que haberlo hecho hacía tiempo. ¿Crees que vendrá Poe? Probablemente no.

En el río vio pasar gabarras y un remolcador, los motores zumbando. Transportaba carbón. Cuando desapareció la embarcación el aire se acalló; el agua era lenta y turbia, el bosque llegaba hasta la orilla misma y podría haber sido cualquier parte, el Amazonas, una foto del National Geographic. Una mojarra azul dio un salto en el agua poco profunda; supuestamente no había que comerse el pescado, pero todo el mundo se lo comía. Mercurio y PCB. No recordaba qué querían decir esas letras, pero era veneno.

En la escuela había ayudado a Poe en mates, aunque ni siquiera ahora sabía con seguridad por qué Poe era amigo suyo: Isaac English y su hermana mayor eran los dos chicos más listos de la ciudad, de todo el valle, probablemente; la hermana se había ido a Yale. Era una marea creciente, e Isaac había esperado que igual también se lo llevaría a él. Había admirado a su hermana durante casi toda su vida, pero ella había encontrado un nuevo lugar, tenía un marido en Connecticut al que no habían conocido ni Isaac ni su padre. Te las apañas bien solo, pensó. El chaval tiene que dejarse de tantos resentimientos. No tardará en llegar a California, con inviernos llevaderos y el calor de su propio desierto. Un año para obtener la residencia y solicitar plaza de estudios: astrofísica. Lawrence Livermore. El Observatorio de Keck y el Very Large Array. Escucha lo que dices: ¿todavía tiene sentido algo de eso?

Fuera de la pequeña ciudad el ambiente volvía a ser rural, y decidió seguir los senderos hasta la casa de Poe en vez de tomar la carretera. Iba ascendiendo a paso constante. Conocía el bosque igual que un viejo cazador furtivo, llevaba cuadernos con dibujos que había hecho de pájaros y otros animales, aunque sobre todo pájaros. La mitad del peso de la mochila eran los cuadernos. Le gustaba estar a la intemperie. Se preguntaba si sería porque no había gente, pero esperaba que no. Era una suerte crecer en un lugar así porque en una ciudad grande… no lo sabía, su mente era como un tren cuya velocidad no podía controlar. Dale vía y dirección o descarrila. La condición humana le ponía nombre a todo: sanguinaria flor de roca lirio de bosque, tulipero nogal almez. Hicoria ovada y roble palustre. Algarrobo y pacanero. Más que de sobra para mantener la cabeza ocupada.

Entretanto, justo encima de la cabeza, un tenue cielo azul que permite ver claramente hasta el espacio exterior: el último gran misterio. La misma distancia que a Pittsburgh: unos tres kilómetros de aire y luego doscientos cuarenta grados bajo cero, un frágil manto. Pura chiripa. Según las probabilidades no deberías estar vivo: piénsalo, Watson. No lo puedes decir en público o te pondrán una camisa de fuerza.

Solo que a la larga la suerte se acaba; tu sol se convierte en una gigante roja y la tierra se abrasa por completo. Otorgado y arrebatado. La humanidad entera tendría que mudarse antes de que ocurriera y solo los físicos podían dilucidar el modo, eran ellos quienes salvarían a la gente. Para entonces él llevaría mucho tiempo muerto, claro. Pero al menos habría hecho su aportación. Estar muerto no te eximía de tu responsabilidad hacia los que seguían vivos. Si de algo estaba seguro, era de eso.

Poe vivía al final de un camino de tierra en una caravana doble que estaba, como muchas casas fuera de la ciudad, en una gran extensión de bosque. Treinta hectáreas, en este caso, que provocaban una sensación como de frontera, una sensación de ser el último hombre de la tierra, protegido por todas las colinas y hondonadas verdes.

En el jardín había un todoterreno cubierto de barro cerca del viejo Camaro de Poe, con la pintura de tres mil dólares y la transmisión hecha polvo. Cobertizos metálicos más o menos derruidos, en uno de ellos una bandera del piloto de carreras Dale Earnhardt con el número 3 colgaba de lado a lado, un poste de madera para desollar ciervos. Poe estaba sentado en la cima de la colina, mirando hacia el río desde la silla plegable. Si tenías manera de pagar la hipoteca, decía siempre la gente, era como vivir en el terrenito trasero de Dios.

La ciudad entera pensaba que Poe iría a la universidad para seguir jugando al fútbol americano, no tenía exactamente madera para entrar en uno de los Diez Grandes pero era lo bastante bueno para llegar a alguna parte, solo que dos años después aquí estaba, viviendo en la caravana de su madre, sentado en el jardín y con pinta de ir a ponerse a cortar leña. Esta semana o quizá la siguiente. Tenía un año más que Isaac, sus tiempos de gloria habían quedado atrás, había una docena de latas de cerveza vacías a sus pies. Era alto y ancho, con la cabeza cuadrada y, con sus cerca de ciento diez kilos, era más del doble de corpulento que Isaac. Cuando lo vio, Poe dijo:

—Nos vamos a librar de ti de una vez por todas, ¿eh?

—No hace falta que llores

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