La vida secreta de las ciudades

Suketu Mehta

Fragmento

cap-1

¿Cuál es la historia de una ciudad? ¿Cuál es la historia de Mumbai, de Nueva York, de São Paulo? Depende de quién la cuente y de quién la escuche.

Está la ciudad estadística y está la ciudad impresionista: la percepción que cada individuo, turista o residente, tiene de una ciudad en particular. Cuando los datos estadísticos contradicen las impresiones del individuo, a menudo resulta chocante. Pero no por ello sus impresiones son menos convincentes. Los turistas que visitan Nueva York la ven como un paraíso multiétnico donde las razas se pasean por las avenidas formando un espléndido mosaico. La verdad estadística, sin embargo, es que se trata de la segunda ciudad más segregada de Estados Unidos.

Toda ciudad tiene dos tipos de narrativa: la historia oficial y la historia oficiosa. La historia oficial se publicita a bombo y platillo; la oficiosa es más discreta, pero también es más probable que perdure.

La oficiosa se transmite mayoritariamente por vía oral: se oye en los locutorios de los barrios de inmigrantes de nuestras ciudades, en los vídeos y cedés que preparan para enviar a la familia, en las baladas y canciones tradicionales de las películas de Bollywood y en las telenovelas. Son las noticias sobre la ciudad que los inmigrantes transmiten al pueblo.

La mayoría de las veces el resto de la gente no tiene acceso a esas historias, en parte a causa del idioma y, en parte, por lo primitivo de la tecnología. En Mumbai, por ejemplo, existe una comunidad de escribientes que se sientan a las puertas de la oficina de correos y ayudan a los inmigrantes iletrados a escribir a los parientes del pueblo.

Muchos de sus clientes son prostitutas; los amanuenses les ayudan a construir ficciones sobre su vida en la ciudad para enviarlas a sus atribulados padres. Crean personajes de mujeres de la limpieza, secretarias o teleoperadoras. Y los escritores de cartas también crean otras ficciones para las prostitutas: les escriben cartas a los clientes, cartas de amor, contándoles cuánto los añoran, lo mucho que necesitan el dinero para el niño, para no acostarse con otros. Los escribientes también son narradores.

En Ciudad de México me encontré con otro grupo de amanuenses sentados a la sombra de un soportal en el degradado zona centro. Uno de ellos tecleaba en una Selectric IBM algún tipo de correspondencia comercial. Antes había ocho o nueve escribientes especializados en cartas de amor, pero ya solo queda un par. Viven tiempos difíciles, me contó el escritor de cartas comerciales.

¿Por qué? ¿Internet está matando el negocio?

No, me contestó. «Es porque ya nadie se enamora.»

Esas cartas no constan en los archivos de los historiadores. Pero deberían. Cuando el pueblerino se traslada a la ciudad, lo primero que hace es mandar una carta a casa con dinero; es una historia.

Estas historias oficiosas son esenciales para que el emigrante mantenga alguna continuidad. Durante la mayor parte de nuestra historia como especie no hemos sabido adaptarnos al movimiento continuo, radical. Hemos permanecido en un lugar, en nuestros pueblos. Pero en el último cuarto de siglo, la población emigrante del mundo se ha duplicado. Hoy, 750 millones de personas viven en un país donde no han nacido: uno de cada veintiocho seres humanos. Si todos los emigrantes conformaran una nación, constituirían el quinto país más grande del planeta. Y estamos solo al principio: a medida que la guerra, las desigualdades y el cambio climático nos empujen más que nunca al extranjero, el fenómeno que definirá a la humanidad del siglo XXI será la migración masiva.

Mi propia familia ha vivido por todo el planeta, desde la India a Kenia e Inglaterra y Estados Unidos y de vuelta a la India… y sigue mudándose. Uno de mis abuelos cambió el Gujarat rural por Calcuta en los albores del siglo XX; mi otro abuelo, que vivía a medio día en carro tirado por bueyes del primero, se mudó a Nairobi poco después. En Calcuta, mi abuelo paterno se unió al negocio de joyería de su hermano mayor; en Nairobi, mi abuelo materno comenzó su carrera, a los dieciséis años, barriendo el suelo del despacho de contabilidad de su tío. Así empezó el viaje de mi familia del pueblo a la ciudad. Fue, ahora me doy cuenta, hace menos de cien años.

Cuando regreso a Mahudha, de donde proviene la familia de mi padre, encuentro una casa con duraderos armarios de teca de Birmania, un pozo junto a un mango en el patio y una sensación de paz tras altos muros. Pero el pueblo se ha convertido en una ciudad pequeña; Mahudha ahora cuenta con unos dieciséis mil residentes, su propia página de Facebook y una organización que reúne a sus oriundos en Nueva Jersey (la mayoría patels, a los que mi familia miraría por encima del hombro). En la página de Facebook hay una invitación: «Pícnic estival Mahudha Gaam 2012. Parrillas y refrescos en el Pícnic Estival Anual Mahudah Gaam. Ven a divertirte con la familia». Lugar de encuentro: Parque Roosevelt, arboledas 2A y 2B, Edison, Nueva Jersey.

Durante nuestros primeros años en Estados Unidos la familia solía mandarnos cartas desde la India, finas páginas plegadas en tres, en las que cada centímetro estaba cubierto de escritura, de noticias urgentes, imprescindibles: el hijo de Nirufoi se había casado, Ashaben tenía problemas cardíacos, el precio de las cebollas se había disparado a diez rupias el kilo y eran tiempos difíciles. Cuando podíamos permitírnoslo, muy de vez en cuando, telefoneábamos.

Mi padre aún levanta la voz en las conferencias desde su casa de Nueva Jersey a la mía de Nueva York. Todavía a finales de la década de 1990, para llamar al extranjero desde la India, o incluso a otra ciudad india, había que reservar una llamada al monopolio telefónico estatal. Podías pedir una llamada normal, una llamada «exprés» o una llamada «relámpago», las tarifas se incrementaban según la urgencia. Te daban un número de reserva y esperabas todo el día, y luego sonaba el teléfono y la operadora confirmaba tu identidad y la de quien llamara y os conectaba… durante tres minutos. Transcurridos los tres minutos, la operadora interrumpía la discusión amorosa o comercial y preguntaba: «¿Continúo?». «¡CONTINÚE!, ¡CONTINÚE!», bramaba mi padre, y conseguía otros tres minutos.

En su búsqueda de la felicidad, a veces avariciosa, a veces altruista, mi familia ha viajado por todo el mundo, de pueblos a ciudades. ¿Cómo mantenemos cierto sentido de continuidad? Como todos los emigrantes, nos consolamos de este movimiento incesante contándonos cuentos; el recuerdo, la recopilación, como antídoto contra el desplazamiento.

En Nueva York mis hijos, estadounidenses de nacimiento, se sientan con mi madre a que les cuente historias que les contó su padre sobre viajes por las tierras del África oriental vendiendo tejidos y whisky de una empresa escocesa; y se sientan con mi padre a que les hable de cómo el suyo compraba el patrimonio de los maharajás disolutos de Calcuta para su negocio de joyas. Con estos hilos narrativos tejemos parches para remendar el maltrecho tejido temporal de la familia. Y continuamos.

Recibí mi educación de escritor en un balcón del norte de Calcuta, en el patio de un moderno bloque de viviendas en Bombay y en la cafetería de una brutal escuela católica en Jackson Heights. Primero fue la observación; luego, el flirteo con la experiencia

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