Lo que te pertenece

Garth Greenwell

Fragmento

cap-1

 

Que mi primer encuentro con Mitko B. terminara con una traición, aunque fuera pequeña, ya debería haberme puesto en alerta entonces, y eso a su vez debería haber mitigado mi deseo de él, o incluso haberlo eliminado por completo. Pero el sentido de alerta, en sitios como los lavabos del Palacio Nacional de Cultura, que fue donde nos conocimos, viene a ser un elemento coextensivo al aire, ubicuo e ineludible, hasta el punto de convertirse en parte misma de aquellos que habitan en él, y por tanto en parte esencial del deseo que nos lleva allí. Todavía estaba bajando la escalera cuando oí su voz, que al igual que el resto de él era demasiado voluminosa para aquellas estancias subterráneas y se salía de ellas como si emergiera de vuelta a la luminosa tarde, que, aunque estábamos a mediados de octubre, no tenía nada de otoñal; las uvas que colgaban maduras de las parras de toda la ciudad aún soltaban jugo caliente cuando las mordías. Me sorprendió oír a alguien hablar con tanta libertad en un lugar donde, siguiendo un código implícito, las voces rara vez se elevaban por encima de un susurro. Al pie de las escaleras le pagué mis cincuenta stotinki a una anciana que levantó la vista para mirarme desde su cabina, su expresión indescifrable al tomar mis monedas; con la otra mano se arrebujaba en un chal para protegerse del frío que allí dentro era constante, en cualquier época del año. Solo al acercarme al final del pasillo oí una segunda voz, no elevada como la primera, sino que respondía en un murmullo bajo. Las voces venían de la segunda de las tres estancias de los lavabos, donde podrían haber pertenecido a dos hombres que se estuvieran lavando las manos si las hubiera acompañado el sonido del agua. Me detuve a la altura de la primera estancia, observándome en los espejos que cubrían las paredes mientras escuchaba su conversación, aunque no podía entender ni una palabra. Solo había una razón para que aquellos hombres estuvieran allí: los lavabos del NDK (como llaman al Palacio) están suficientemente escondidos y tienen tal reputación que apenas son usados para nada más; y aun así cuando me giré hacia la estancia este motivo me pareció no concordar con la conducta del hombre que captó mi atención, que era cordial y desenvuelta, del todo pública en aquel lugar de intensas privacidades.

Era alto, flaco pero ancho de espaldas, con el pelo rapado al estilo militar tan popular entre ciertos jóvenes de Sofía que ostentan un estilo hipermasculino y un aire vagamente criminal. Apenas me fijé en el hombre que estaba con él, que era más bajo, obsequioso, con el pelo oxigenado y una chaqueta tejana de cuyos bolsillos no sacó en ningún momento las manos. Fue el más alto el que se giró hacia mí con aparente interés amistoso, libre de depredación o miedo, y aunque su mirada me pilló desprevenido me encontré respondiendo con una sonrisa. Me saludó con un complicado flujo de palabras, ante el cual solo pude negar con la cabeza con expresión confusa mientras estrechaba la enorme mano que me ofrecía, brindándole a modo de entrecortada disculpa y defensa las pocas frases que había practicado hasta la extenuación. Su sonrisa se ensanchó cuando se dio cuenta de que era extranjero, revelando un diente roto cuyo borde serrado (tal como descubriría más tarde) atormentaba obsesivamente con el índice en los momentos en que se quedaba abstraído. Incluso a unos pasos de distancia pude oler el alcohol que emanaba no tanto de su aliento como de su ropa y su pelo; aquello explicaba su desenvoltura en un lugar que, pese a toda su licenciosidad, estaba siempre vinculado a grandes inhibiciones, y explicaba además la singular inocencia de su mirada, que era decidida pero no amenazante. Volvió a hablarme, ladeando la cabeza, y en un batiburrillo de búlgaro, inglés y alemán establecimos que yo era estadounidense, que llevaba unas semanas en la ciudad y que iba a quedarme por lo menos un año, que era profesor en el American College, que mi nombre era más o menos impronunciable en su idioma.

A lo largo de nuestra incierta conversación ninguno de los dos hizo mención alguna al extraño lugar de nuestro encuentro, ni tampoco al uso que se le daba de forma casi exclusiva, de modo que mientras hablaba con él sentí una ansiedad compuesta a partes iguales de deseo y de inquietud por el misterio de su presencia y sus intenciones. Había también un tercer hombre, que entró y salió varias veces del cubículo más alejado, mirándonos fijamente pero sin acercarse ni decirnos palabra. Por fin, después de haber llegado al final de las presentaciones y después de que el tercer hombre volviera a meterse en su cubículo, cerrando la puerta tras de sí, Mitko (como lo conocía ahora) señaló en su dirección, me dedicó una mirada muy elocuente y me dijo Iska, él quiere, haciendo un gesto obsceno cuyo significado estaba claro. Tanto él como su compañero, a quien se refirió como brat mi y que no había hablado desde mi llegada, se rieron, mirándome como para incluirme en la broma, aunque por supuesto era tan objeto de su burla como el hombre que los escuchaba desde dentro de su cubículo. Estaba tan ansioso por unirme a su grupo que casi sin pensarlo sonreí y meneé la cabeza de lado a lado, con ese gesto que aquí significa tanto consenso o afirmación como cierta maravilla ante las bizarrías del mundo. Sin embargo, en la mirada que intercambiaron noté que mi intento de agregarme a ellos solo había aumentado la distancia entre nosotros. Para recuperar terreno, y tomándome un tiempo para disponer mentalmente las sílabas necesarias (que, a pesar de mis esfuerzos, casi nunca emergen como deberían, ni siquiera ahora cuando me dicen que hablo hubavo y pravilno, cuando noto sorpresa ante mi aptitud en un idioma que casi nadie que ya lo conozca se molesta en aprender), le pregunté qué estaba haciendo allí, en aquella estancia fría y con sensación de humedad. Por encima de nosotros todavía parecía verano, la plaza estaba llena de luz y de personas, algunas de ellas, en patines o monopatines o bicicletas tuneadas, de la misma edad que esos hombres.

Mitko miró a su amigo, a quien se refirió como su hermano aunque no eran hermanos, y cuando el amigo se dirigió hacia la puerta de entrada él se sacó la cartera del bolsillo de atrás. La abrió y cogió un paquetito cuadrado de papel satinado, una página arrancada de una revista y doblada muchas veces. Desdobló la página con cuidado, con las manos temblándole un poco, manteniéndola en equilibrio para evitar que el material suelto que había dentro cayera a la humedad y porquería que pisábamos. Adiviné lo que me iba a revelar, naturalmente; mi única sorpresa fue que hubiera tan poco, unas cuantas hojitas machacadas. Diez leva, dijo, y luego me sugirió que su amigo, él y yo, los tres, nos lo fumáramos juntos. No pareció decepcionado cuando rechacé su ofrecimiento; se limitó a volver a doblar meticulosamente el papel y a guardárselo en el bolsillo. Pero tampoco se marchó, como había temido que hiciera. Quería que se quedara, a pesar de que en el curso de nuestra conversación, que avanzaba a trancas y barrancas y que no podía haber durado más de cinco o diez minutos, se había hecho difícil imaginar que el deseo creciente que sentía por él tuviera alguna perspectiva de satisfacción. A pesar de toda su afabilidad, durante nuestra conversación parecía haberse distanciado de mí misteriosamente; cuanto más eludíamos

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