El último samurái

Helen DeWitt

Fragmento

cap-1

 

El padre de mi padre era un pastor metodista. Era un hombre alto, apuesto y de noble aspecto; tenía una voz hermosa y grave. Mi padre era un ferviente ateo y admirador de Clarence Darrow. Se saltaba cursos igual que otros chicos se saltan las clases, daba conferencias a los feligreses de mi abuelo sobre el carbono 14 y el origen de las especies, y consiguió una beca para Harvard a la edad de 15 años.

Le llevó la carta de Harvard a su padre.

Algo asomó a los hermosos ojos de mi abuelo. Algo habló con su hermosa voz y dijo:

Es justo darle una oportunidad a la otra parte.

¿Qué quieres decir?, preguntó mi padre.

Lo que quería decir era que mi padre no debía rechazar a Dios por el laicismo solo porque ganaba discusiones a personas iletradas. Debía estudiar teología y darle una oportunidad a la otra parte; si al final seguía teniendo la misma opinión, con 19 años seguiría teniendo una edad perfecta para ir a otra universidad.

Mi padre, como ateo y darvinista, tenía un sentido del honor muy delicado y no pudo rechazar aquella petición. Presentó solicitud de ingreso en varios seminarios y todos menos tres lo rechazaron de entrada por ser demasiado joven. Los otros tres lo citaron para una entrevista.

El primero era un seminario de gran prestigio y a mi padre lo entrevistó el director debido a su juventud.

Es usted muy joven, le dijo aquel hombre. ¿Es posible que quiera ser pastor porque lo es su padre?

Mi padre contestó que no quería ser pastor, sino darle una oportunidad a la otra parte, y le habló del carbono 14.

El sacerdocio es una vocación, dijo aquel hombre, y los estudios que ofrecemos están destinados a personas que sienten esa vocación. Dudo mucho que le sirvieran a usted de provecho.

Esa oferta de Harvard es una ocasión única —prosiguió—. ¿No podría darle una oportunidad a la otra parte eligiendo una asignatura de teología? Creo que al fin y al cabo Harvard empezó siendo una facultad de teología y supongo que seguirán enseñándola como asignatura.

Aquel hombre sonrió a mi padre amablemente y se ofreció a proporcionarle una lista bibliográfica si quería hacer algo para darle a la otra parte una oportunidad. Mi padre volvió a casa (en aquella época vivían en Sioux City), y durante todo el trayecto en coche no dejó de pensar que aquello podría bastar para darle a la otra parte una oportunidad.

Habló con su padre. Este señaló que seguramente un curso de teología en un ambiente completamente laico no causaría un efecto muy grande, pero de todas formas era mi padre quien debía decidirlo.

Mi padre fue al segundo seminario de prestigio, donde lo entrevistó el decano.

El decano le preguntó si quería ser pastor y mi padre le explicó que no y le habló del carbono 14.

El decano dijo que respetaba las intenciones de mi padre, pero que lo suyo era en cierta medida un capricho, y comentó que mi padre era muy joven. Le recomendó que fuera primero a Harvard y luego, si aún quería darle una oportunidad a la otra parte, estaría encantado de tomar en cuenta su solicitud de ingreso.

Mi padre regresó junto a su padre. La hermosa voz señaló que a un hombre con un título de Harvard le sería difícil resistirse a la tentación de emprender inmediatamente una carrera, pero insistió en que, por supuesto, mi padre debía decidir por sí mismo.

Mi padre fue al tercer seminario, que era pequeño y poco conocido. Le entrevistó un ayudante del decano. El día era caluroso y, a pesar de que un pequeño ventilador aireaba al ayudante del decano, un hombre gordo y colorado, este sudaba profusamente. El ayudante del decano preguntó a mi padre por qué quería ser pastor y mi padre le contó lo de la oportunidad a la otra parte y lo del carbono 14.

El ayudante del decano dijo que la Iglesia pagaba la matrícula a los seminaristas que querían ser pastores. Dijo que, como mi padre no quería ser pastor, tendrían que cobrarle 1.500 dólares al año.

Mi padre regresó junto a su padre, quien dijo que suponía que mi padre podría ganar 750 dólares durante el verano trabajando en una de las gasolineras, y que él pondría el resto.

De modo que mi padre entró a estudiar en una facultad de teología. Cuando digo que estudió en una facultad de teología, quiero decir que se matriculó en una facultad de teología y todos los sábados fue a una sinagoga por interés, porque no había ninguna regla que lo impidiera, y el resto del tiempo se lo pasaba sobre todo en el Helene’s, el único bar de la ciudad que servía a un chico de 16 años.

Mi padre esperó a que mi abuelo le preguntara qué tal le iba, pero mi abuelo nunca se lo preguntó.

En la sinagoga, mi padre conoció a un tipo diez años mayor que él que dirigía los servicios religiosos y hacía la mayor parte de las lecturas. Se parecía mucho a Buddy Holly y de hecho la gente le llamaba Buddy (lo prefería a su nombre, Werner). Al principio mi padre creyó que se trataba de un rabino, pero lo cierto era que una ciudad pequeña como la suya no podía permitirse el lujo de mantener a un rabino. Los servicios religiosos los dirigían voluntarios de la localidad. Buddy quería ser cantante de ópera, pero su padre había insistido en que estudiara contabilidad y había llegado a la ciudad desde Filadelfia para ocupar un empleo como contable. También él pasaba mucho tiempo jugando al billar en el Helene’s.

Al final de los tres años en el seminario, mi padre era muy bueno jugando al billar. Había ahorrado unos 500 dólares de sus ganancias y jugaba con despreocupación para no ganar demasiado ni muy a menudo. Podía batir a cualquier parroquiano del bar, pero una noche entró un forastero.

Por casualidad el forastero jugó primero con todos los demás. Jugaba con movimientos suaves y precisos, y era evidente que pertenecía a una clase diferente a la de cuantos habían jugado con mi padre hasta entonces. Mi padre quería jugar con él; Buddy no hacía más que advertirle que no lo hiciera. Creía que había algo raro en aquel forastero, que, o bien le ganaría más de lo que mi padre podía permitirse perder, o bien perdería y tiraría de pistola. A mi padre esto último le pareció ridículo, pero cuando al forastero se le levantó la chaqueta al inclinarse, vieron que llevaba una pistola sujeta a la cintura.

Terminó la partida y mi padre se acercó a él.

Aquí mi amigo dice que es usted peligroso.

Podría ser, dijo el forastero.

Solo hay una manera de averiguarlo, dijo mi padre.

¿Y quién es usted?, preguntó el forastero.

Mi padre dijo que estudiaba en el seminario.

El forastero se mostró sorprendido de encontrar a un seminarista en el bar.

Todos somos pecadores, hermano, dijo mi padre, en un tono bastante sarcástico.

El forastero y mi padre jugaron una partida y cinco dólares cambiaron de manos.

¿Quiere la revancha?, preguntó el forastero.

Jugaron otra partida, que duró más tiempo. Mi padre seguía jugando con despreocupación; naturalmente no hablaba mientras jugaba el forastero, pero cuando le llegaba el turno respondía a las preguntas del forastero con anécdotas sarcásticas sobre el seminario. El forastero era hombre de pocas palabras, pero parecía divertirse. Mi padre ganó al final con un acierto afortunado y cinco dólares cambiaron de manos.

Ahor

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