El favor de la sirena

Denis Johnson

Fragmento

cap-1

SILENCIOS

Después de la cena nadie se fue a casa. Creo que nos había gustado tanto la comida que estábamos esperando a que Elaine nos la sirviera entera otra vez. Todos los invitados eran gente a la que habíamos llegado a conocer un poco gracias al trabajo de voluntaria de Elaine; nadie de mi trabajo, nadie de la agencia publicitaria. Estábamos sentados en la sala de estar, describiendo los ruidos más fuertes que habíamos oído en la vida. Alguien dijo que el suyo había sido la voz de su mujer cuando le había dicho que ya no le amaba y que quería el divorcio. Otro se acordaba de los latidos de su corazón cuando había sufrido un infarto. Tia Jones había sido abuela a los treinta y siete años y confiaba en no volver a oír nunca nada tan fuerte como los lloros de su nieta en brazos de su hija de dieciséis años. Su marido Ralph decía que le dolían los oídos cada vez que su hermano abría la boca en público, porque su hermano tenía síndrome de Tourette y soltaba de golpe frases del tipo «¡Me masturbo!» o «¡Te huele bien el pene!» delante de completos desconocidos en un autobús, o durante una película, o hasta en la iglesia.

El joven Chris Case invirtió la dirección e introdujo el tema de los silencios. Dijo que la cosa más silenciosa que había oído nunca era la mina que le había arrancado la pierna derecha en las afueras de Kabul, Afganistán.

Nadie contribuyó con más silencios. De hecho, se hizo un silencio. Algunos de nosotros no nos habíamos dado cuenta de que a Chris le faltaba una pierna. Cojeaba, pero muy poco. Yo ni siquiera sabía que había combatido en Afganistán.

—¿Una mina? —dije.

—Sí, señor. Una mina.

—¿Podemos verla? —dijo Deirdre.

—No, señora —dijo Chris—. Nunca llevo minas encima.

—¡No! Me refería a la pierna.

—La perdí en una explosión.

—¡Me refiero a la parte que te queda!

—Se la enseño —dijo él— si le da usted un beso.

Risas escandalizadas. Nos pusimos a hablar de las cosas más ridículas que habíamos besado nunca. Nada interesante. Todos habíamos besado solo a gente, y solo en los sitios habituales.

—Muy bien, pues —le dijo Chris a Deirdre—, esta es su opor­tunidad para hacer realidad la aportación más peculiar de la conversación.

—¡No, no te quiero besar la pierna!

Aunque ninguno lo demostró, creo que todos estábamos un poco irritados con Deirdre. Todos queríamos verla.

Aquella noche estaba allí también Morton Sands, que se las había apañado para no decir nada la mayor parte del tiempo.

—Dios bendito, Deirdre —dijo ahora.

—Bueno, venga. Vale —dijo.

Chris se subió la pernera derecha, se enrolló los bajos a la altura de la mitad del muslo y se sacó la prótesis, un artefacto de barras de cromo y correas de plástico sujeto a la rodilla, que estaba intacta y horriblemente retorcida hacia arriba dejando ver el muñón arrugado de la pierna. Deirdre se arrodilló frente a él sobre las rodillas desnudas, y él se echó hacia delante en su asiento —el sofá, donde estaba sentado al lado de Ralph Jones— para acercarle el muñón a cinco centímetros de la cara. Ahora ella rompió a llorar. Todos nos quedamos cohibidos, un poco avergonzados de nosotros mismos.

Esperamos casi un minuto.

Luego Ralph Jones dijo:

—Chris, me acuerdo de la vez en que te vi pelearte con dos tipos delante de la Aces Tavern. Os lo juro —nos dijo Jones a los demás—, salió a la calle con esos dos tipos y les arreó una paliza a los dos.

—Supongo que se la podría haber perdonado —dijo Chris—. Estaban muy borrachos.

—Chris, menuda tunda les diste aquella noche.

Yo llevaba un puro habano espléndido en el bolsillo de la camisa. Quería salir a fumármelo. Había sido una de nuestras mejores cenas y yo quería rematar la experiencia con la satisfacción de fumar. Pero nadie quiere perderse el final de algo así. ¿Cuántas veces tiene uno ocasión de ver a una mujer be­sando una amputación? Pero Jones lo había estropeado todo al hablar. Había roto el hechizo. Chris volvió a ponerse la prótesis y se ajustó las correas y se recolocó la pernera del pantalón. Deirdre se puso de pie, se secó las lágrimas, se alisó la falda, volvió a sentarse y ahí se acabó la cosa. El resultado de todo esto fue que unos seis meses más tarde, en los juzgados y en presencia de casi el mismo grupo de amigos, a Chris y Deirdre los casó un magistrado. Sí, ahora son marido y mujer. Ustedes y yo sabemos cómo son las cosas.

CÓMPLICES

Me viene a la cabeza otro silencio. Hace un par de años Elaine y yo cenamos en casa de Miller Thomas, el exdirector de mi agencia en Manhattan. Su mujer Francesca y él también habían terminado mudándose aquí, aunque bastante después que Elaine y yo; de exjefe mío a jubilado en San Diego. Con la cena nos terminamos dos botellas de vino, quizá tres. Después de la cena bebimos coñac. Antes de la cena habíamos bebido cócteles. No nos conocíamos demasiado bien, y quizá usamos el alcohol para sortear ese hecho. Después del coñac empecé con el whisky escocés y Miller con el bourbon, y aunque hacía suficiente calor como para que estuviera encendido el aire acondicionado, él declaró que hacía frío y encendió un fuego en la chimenea. Solo hizo falta un chorrito de líquido y el fogonazo de una cerilla para que la brazada de palos se pusiera a llamear y crepitar, y luego Miller le añadió un par de leños que dijo que eran de roble bueno y bien seco.

—El capitalista en su fragua —dijo Francesca.

En un momento dado estábamos de pie a la luz de las llamas, Miller Thomas y yo, viendo cuántos libros éramos capaces de mantener en equilibrio sobre los brazos extendidos. Elaine y Francesca nos los iban poniendo sobre las manos en una prueba de equilibrio que los dos fallábamos una y otra vez. Se convirtió en una prueba de fuerza. No sé quién ganó. Los dos pedíamos más y más libros y nuestras mujeres se dedicaban a amontonarlos, hasta que tuvimos la mayor parte de la biblioteca de Miller tirada por el suelo alrededor. Miller tenía un pequeño lienzo de Marsden Hartley colgado encima de la repisa de la chimenea, un paisaje extraño y casi todo azul, pintado al óleo, y yo le dije que quizá no fuera el mejor sitio para una pintura como aquella, tan cerca del humo y del calor, una pintura tan cara. Y además era una pintura magistral, por lo que yo podía ver de ella a la tenue luz de las lámparas y del fuego, entre los libros esparcidos por el suelo… Miller se ofendió. Dijo que había pagado por aquella obra maestra y que era propiedad suya y por tanto podía ponerla donde le diera la gana. Se acercó mucho a las llamas y descolgó la pintura y se giró hacia nosotros sosteniéndola ante sí y declaró que si quería incluso podía tirarla al fuego y dejarla allí.

—¿Es arte? Por supuesto, pero escuchad —dijo—. El arte no es su dueño. Yo no me llamo Arte.

Sostuvo el lienzo horizontal como si fuera una bandeja, con el paisaje hacia arriba, y tentó a las llamas con él, metiéndolo y sacándolo de la chimenea… Y lo extraño era que unos años atrás yo había oído contar una historia casi idéntica de Miller Thomas y de su amado paisaje de Hartley, la historia de otra velada muy parecida, con las copas y el vino y el coñac y más bebidas y al final del todo Mille

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