El blues de Beale Street

James Baldwin

Fragmento

cap-1

Me miro en el espejo. Sé que me bautizaron con el nombre de Clementine, y por eso tendría sentido que me llamaran Clem, o incluso, pensándolo bien, Clementine, ya que ese es mi nombre; pero no. Me llaman Tish. Supongo que también eso tiene sentido. Estoy cansada y empiezo a creer que todo lo que sucede tiene sentido. Si no lo tuviera, ¿cómo podría suceder? Pero qué cosas se me ocurren. Solo puedo pensar así por culpa de mi aflicción: una aflicción sin sentido.

Hoy he ido a visitar a Fonny. Tampoco ese es su nombre. A él lo bautizaron como Alonzo; y tendría sentido que lo llamaran Lonnie. Pero no, siempre lo hemos llamado Fonny. Alonzo Hunt: ese es su nombre. Lo conozco de toda la vida, y espero seguir conociéndolo mientras viva. Pero solo lo llamo Alonzo cuando no tengo más remedio que caerle encima con algún problema de mierda.

Hoy le dije:

—¿Alonzo…?

Fonny está en la cárcel. Por eso yo estaba sentada en un banco, frente a una mesa, y él estaba sentado en otro banco, frente a otra mesa. Y los dos nos mirábamos a través de una pared de cristal. No se oye nada a través de ese cristal, así que cada uno de nosotros tenía un teléfono pequeño. Y a través de él nos hablábamos. No sé por qué la gente siempre mira hacia abajo cuando habla por teléfono, pero siempre lo hace. De vez en cuando, hay que acordarse de levantar los ojos para mirar a la persona con la que hablas.

Ahora me acuerdo siempre de hacerlo, porque Fonny está en la cárcel y adoro sus ojos, y cada vez que lo miro tengo miedo de no volver a verlo nunca más. Así que no bien llego a ese sitio levanto el teléfono y no dejo de mirar a Fonny ni un segundo.

Por eso cuando dije «¿Alonzo…?», él miró hacia abajo y después levantó los ojos y sonrió, y sostuvo el teléfono y se quedó esperando.

Eso de mirar a través de un cristal a la persona a la que quieres no se lo deseo a nadie.

Y no le di la noticia como había pensado. Había pensado dársela con toda naturalidad, para que él no se afligiera y comprendiera que se lo decía sin que hubiera en mí ninguna intención de echarle la culpa.

¿Saben? Conozco muy bien a Fonny. Es muy orgulloso y se preocupa por todo, y ahora que lo pienso me doy cuenta —aunque él mismo no lo sepa— de que este es el principal motivo por el cual ahora está en la cárcel. Sí, Fonny ya está metido en demasiados líos como para empezar a preocuparse por mí. De hecho, no quería decir lo que tenía que decir. Pero sabía que tenía que hacerlo. Él tenía que saberlo.

Y también pensé que cuando se acostara por la noche, cuando descansara de sus preocupaciones, cuando estuviera solo, completamente solo, en la parte más honda de sí mismo, cuando volviera a pensar en la noticia, quizá se alegraría. Y eso podría ayudarlo.

Le dije:

—Alonzo, vamos a tener un hijo.

Lo miré. Sé que sonreí. Fonny puso una cara como si se hubiera zambullido en el agua. Yo no podía tocarlo. Y tenía tantas ganas de tocarlo. Sonreí de nuevo y las manos se me humedecieron sobre el teléfono, y durante un instante no pude ver a Fonny y sacudí la cabeza y tenía la cara mojada y le dije:

—Estoy muy contenta. Estoy muy contenta. No te preocupes. Estoy muy contenta.

Pero Fonny ya estaba muy lejos de mí, a solas consigo mismo. Esperé a que volviera. Vi la sospecha que pasó como un relámpago por su cara: ¿Será hijo mío? No es que dude de mí. Pero los hombres siempre piensan eso. Y durante esos pocos segundos, mientras él se alejó de mí y se quedó a solas consigo mismo, lo único real en el mundo fue mi hijo, más real que la prisión, más real que yo misma.

Debería haberlo aclarado antes: no estamos casados. Esto es más importante para él que para mí. Pero lo entiendo. Estábamos a punto de casarnos cuando lo metieron en la cárcel.

Fonny tiene veintidós años. Yo, diecinueve.

Me hizo esa pregunta ridícula:

—¿Estás segura?

—No, no estoy segura. Solo te lo digo para fastidiarte.

Entonces Fonny sonrió. Sonrió porque, en ese momento, entendió lo que había.

—¿Qué vamos a hacer? —me preguntó, como si fuera un chaval.

—Bueno, no vamos a ahogarlo. Será mejor que lo criemos.

Fonny echó la cabeza hacia atrás y rio, rio hasta que le corrieron lágrimas por la cara. Y yo sentí que ya había pasado ese primer momento que me daba tanto miedo.

—¿Se lo has dicho a Frank? —me preguntó.

Frank es su padre.

—Todavía no —le dije.

—¿Y a tus padres?

—Todavía no. Pero no te preocupes por ellos. Quería que tú fueras el primero en saberlo.

—Bueno —dijo Fonny—, supongo que tiene sentido. Un hijo…

Me miró, después bajó los ojos.

—¿Qué piensas hacer ahora?

—Lo de siempre. Trabajaré hasta el último mes. Después, mamá y Sis se ocuparán de mí, no tienes por qué preocuparte. Además, para entonces ya te habremos sacado de aquí.

—¿Estás segura de eso? —preguntó con su sonrisilla.

—Pues claro que lo estoy. Siempre estoy segura de eso.

Sabía lo que estaba pensando, pero no podía permitirme pensarlo yo también: no en ese momento, mientras lo miraba. Yo tenía que estar segura.

Apareció el hombre detrás de Fonny. Era la hora de irse. Fonny sonrió y levantó el puño, como siempre, y yo levanté el mío y él se puso de pie. Cada vez que lo veo allí me sorprende un poco lo alto que es. Claro que ha perdido peso, y eso lo hace parecer más alto.

Dio media vuelta y cruzó la puerta, que se cerró tras él.

Me sentía mareada. Apenas había comido en todo el día y ya se hacía tarde.

Salí del cuarto para cruzar aquellos enormes corredores que he llegado a odiar tanto, aquellos corredores más grandes que el desierto del Sáhara. El Sáhara nunca está vacío; esos corredores nunca están vacíos. Si uno cruza el Sáhara y se cae, los buitres empiezan a sobrevolar en círculo, oliendo, presintiendo la muerte. Vuelan en círculos cada vez más bajos: esperan. Saben. Saben con exactitud cuándo estará lista la carne, cuándo dejará de luchar el espíritu. Los pobres siempre están cruzando el Sáhara. Y los abogados y los leguleyos y toda esa muchedumbre sobrevuelan en círculo en torno a los pobres, como buitres. Claro que en realidad no son más ricos que los pobres, y por eso se han convertido en buitres, en devoradores de carroña, en inmundos basureros. Y hablo también de esas putas negras, que, en muchos sentidos, son peores aún. Creo que si tuviera que hacer lo que ellas hacen me moriría de vergüenza. Aunque he llegado a pensarlo y ya no sé si me avergonzaría tanto. No sé de qué sería capaz con tal de sacar a Fonny de la cárcel. Aquí nunca he visto ninguna vergüenza, salvo la mía, y la de las negras trabajadoras que me llaman «Hija», y la de las orgullosas puertorriqueñas que no pueden entender qué ha sucedido —los pocos que les hablan no saben español— y que se avergüenzan de que los hombres a los que han amado estén en prisión. Hacen mal en avergonzarse. Los que deberían avergonzarse son los que están al mando de estas cárceles.

Yo no me avergüenzo de Fonny. Si algo siento por él, es orgullo. Fonny es todo un hombre. Lo demuestra por el coraje con que aguanta toda esta mierda. Confieso que a veces tengo mie

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos