La mejor madre del mundo

Nuria Labari

Fragmento

cap-1

LA PUNTUALIDAD DE LOS CONEJOS DE PLAYMOBIL

Soy mujer, soy madre, no puedo tener hijos, escribo. No puedo tener hijos, soy madre, escribo, soy mujer. Soy madre, no puedo tener hijos, escribo, soy mujer.

Me gusta ver a los gorriones descansar sobre los cables de alta tensión frente a mi despacho en las afueras de Madrid. Se distribuyen sobre la línea negra equidistantes como las notas de un pentagrama en el cielo. Hace poco me enteré por casualidad de que los pájaros se colocan así porque esa es su forma de estar juntos. Existe una distancia mínima intraespecie que no les permite estar más cerca de un individuo de lo que se aproximan sobre el cable, por eso guardan siempre distancias regulares de separación. A veces, cuando uno de ellos se harta de estar tan cerca del resto, sale volando. Eso es ser pájaro.

Yo no soy pájaro, soy una mujer. Y algunas tardes intento adivinar, justo antes de disolverme en el atasco que me llevará a casa, cuál es la distancia mínima que debería mantener respecto de otros individuos de mi especie. Algunos días, como hoy, me pregunto si existe para mí siquiera una distancia. Pero la verdad es que, desde que soy madre, las referencias han saltado por los aires. De hecho, todo ha saltado por los aires. Todo menos yo. Porque, a diferencia de los pájaros, yo no puedo volar.

—Mañana me hacen los análisis —dije a MiMadre.

Hace cinco años. Recuerdo su cara de ardilla asustada solo un instante.

—No entiendo qué te pueden decir después de un análisis de sangre. Te pareceré muy vieja, pero es que son cosas que os pasan ahora. Yo nunca he querido tener hijos. No como ahora, quiero decir. Yo me quedé sin darme cuenta, sin buscarlo ni pensarlo. Claro que también tenía otra edad, imagínate, veinticuatro años. De no haber muerto tu padre no hubieras sido hija única, eso seguro. Ahora es otra cosa. Mi ginecólogo me ha dicho que a tus treinta y cinco ya no eres tan joven, que no te quedas porque lo has dejado mucho. Lo que no entiendo es tu empeño. Los hijos llegan cuando llegan, pero si te pones a pensarlo, no los tienes. Yo, desde luego, si lo llego a pensar, no te hubiera tenido. Entiéndeme. Un día me duché para salir con tus tías y al ir a ponerme mi vestido verde de botones, no me daba. Pensé que había encogido, ni se me ocurrió pensar que era yo la que había engordado. Pero estaba embarazada. Engordé sin parar, más de veinticinco kilos al final. Después de tenerte ya nunca bajé de los sesenta.

—Me darán los resultados en diez días.

—Yo, que no había pasado en toda mi vida de los cuarenta y nueve y tomaba maicena para engordar después de las comidas.

Recuerdo muchas conversaciones con MiMadre mientras intentaba quedarme embarazada, todas irrelevantes. Es imposible hablar con la propia madre porque las madres son cotorras mudas: nunca se callan, aunque no tengan nada que decir. MiMadre no para de hablar, suelta las palabras a borbotones, los mismos mensajes un día tras otro, un año tras otro. Las mismas historias. Su parloteo es una música en mi nuca, como un revólver. Y, sin embargo, es también una forma de consuelo. No es el diálogo lo que busco cuando hablo con ella, tampoco sus ideas, es el arrullo. A veces solo el sonido de su voz diciendo lo que sea que tenga que decir y que ya habré oído muchas otras veces. Antes me desesperaba su parloteo incesante. Quería que hablara con una dirección, pensaba que no tenía las ideas claras, que podía hacerlo mejor. Ahora creo que es así porque es MiMadre, una madre, y eso significa que sabe que esa música es lo único que me quedará cuando ella muera. Porque no quiere dejarme sola.

El medio es el mensaje y hace mucho que las madres del mundo decidieron que estaba todo dicho. Por lo demás, nunca nadie las ha escuchado.

El problema es que desde hace cuatro años yo también soy una madre. Y lo que es peor: no he encontrado mi melodía. Por eso estamos aquí, en este libro que será mi fracaso y mi desaparición como madre y como escritora, cuando ni siquiera he llegado a consolidarme en ninguno de los dos campos.

Soy una madre amateur y ya estoy acabada: escribo a espaldas de mis hijas, como si ellas no fueran suficiente. Escribo cuando debería estar jugando con ellas o contándoles un cuento o preparando un bizcocho. Y cuando esto termine, ellas lo sabrán.

Por otro lado, tampoco soy lo que se dice una escritora. He escrito varias docenas de cuentos —me dieron un premio local por uno de ellos—, una novela que no he conseguido publicar y otra que no conseguí terminar. Me gano la vida como directora creativa en una agencia de marketing digital. Se me da bien, me pagan bien, me lo paso bien. No tengo ninguna coartada para emplear mi tiempo de crianza escribiendo sobre ninguna cosa y mucho menos un libro sobre maternidad, que será la confirmación definitiva de mi falta de ambición literaria. Porque no creo que se pueda ser artista y escribir como una madre.

Las artistas con talento son hijas, siempre hijas de sus madres por mucho que tengan descendencia. Las buenas escritoras escriben sobre la hijidad o sobre cualquier asunto donde su punto de vista pueda ser el centro del mundo. Como cuando Vivian Gornick escribió Apegos feroces, una autopsia sobre la maternidad donde, por supuesto, ella era la hija, porque Gornick es una creadora. En cambio, una madre es el satélite de otro ser más importante. Una madre es la antítesis del yo creador. «Las madres no escriben, están escritas», sentenció la psicoanalista Helene Deutsch allá por los setenta. Y hasta hoy.

Por eso sé que, si persisto en la idea, acabaré paseándome por las editoriales con un manuscrito bajo el brazo que será antes o después catalogado como «el diario íntimo de una mujer», una categoría invisible que denota en el mundillo una preocupante falta de ambición literaria.

Por otro lado, leo lo suficiente como para saber que cualquier texto que huela a experiencia femenina es a la literatura lo que los tampones a las droguerías: un producto de «higiene íntima». Puedes comprar tampax en la misma droguería donde venden perfumes caros, pero cada cosa está en su balda y cada estantería tiene su valor.

La experiencia masculina, en cambio, siempre ha remitido a temas universales. No existen las «temáticas típicamente masculinas» porque los temas de chicos han sido también, durante siglos, los temas de todas. Eso es al menos lo que he sentido cada vez que me he asomado a la experiencia íntima de un hombre, que me concernía directa e íntimamente. En cambio, no suele suceder lo mismo al revés. Lo de ellos es de todos y lo de nosotras solo nuestro.

Es como si toda la historia de la literatura llevara encima el sutilísimo veneno de un prejuicio. A veces creo que si la Carta al padre de Kafka llega a ser una Carta a la madre, habría cantado gallina en vez de gallo. Y que, de alguna manera, hemos asumido que unos despiertan al mismo sol con su canto matinal mientras que otras nos limitamos a cuchichear y poner huevos.

Por si fuera poco, existe una guerra silenciosa y silenciada entre lo que significa crear como madre y crear como mujer. Tres reglas no escritas de obligatorio cumplimiento: la mejor creación de una mujer serán sus hijos, la mayor realización su maternidad y su mayor pasión siempre y mientras viva, sus hijos. Por eso creo que hay muchas más madres que escribe

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