Bienvenidos a Welcome

Laura Fernández

Fragmento

1. Bienvenidos a Welcome

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BIENVENIDOS A WELCOME

Entre los maltratados arbustos de una montaña desierta, se erigen, como diosas de otro mundo, las siete letras blancas que dan nombre a la ciudad (W, E, L, C, O, M, E). Y en la radio suena, sin remedio, «Haz conmigo lo que quieras», canción que popularizó hace un par de años Anita Velasco, única hija de la histriónica Peggy Sue, cuyo verdadero nombre es todavía un misterio.

Como himno oficial de la ciudad, «Haz conmigo lo que quieras» suena día y noche en las oficinas de la Administración Local y al menos una vez cada hora en emisoras y pequeños comercios. Los grandes se libran gracias al pago de un impuesto millonario. Y, pese a que las estadísticas aseguran que la canción es responsable de ocho de cada diez suicidios en la ciudad, el alcalde se niega a hacerla desaparecer. Entre otras cosas, porque fue el himno de la campaña que le permitió instalarse en El Rancho, nombre con el que se conoce vulgarmente la residencia del Alcalde, con mayúsculas, sea quien sea.

Eso y que, según las malas lenguas, está perdidamente enamorado de la joven. Anita Velasco, que fue elegida en marzo Chica Más Guapa Del Año por segundo año consecutivo, había asegurado esa misma noche en horario de máxima audiencia que era lesbiana. Quizá, también según Malas Lenguas, la revista más vendida de la ciudad, para quitarse de encima a la marabunta de admiradores que dormían a las puertas de su casa desde que el Welcome Times publicó aquel desnudo a nivel nacional.

Sea cual sea el caso, y como acostumbra a decir Rita Mántel, lo único que hizo Anita fue pisar suelo recién fregado. Oh, sí, porque la marabunta no se fue a ningún sitio. Simplemente cambió de sexo y, no sólo no disminuyó en número, sino que, según La Siempre Efervescente Lu, compañera de la Mántel en la redacción de Malas Lenguas, aumentó en una veintena de girl-scouts procedentes de Boston.

Así que, cuando Anita Velasco salió de casa aquella mañana y tropezó, como hacía siempre, con la última arruga de la alfombrilla de la entrada, cayó encima de una tienda de campaña rosa.

–¿Por qué rosa? –le preguntó una hora después La Siempre Efervescente Lu a la propietaria de la tienda.

–Me la compró mi madre. Cree que así me volveré otra vez chica –dijo la joven, lectora de cómics de Súper Chica, poetas suicidas y novelas eróticas protagonizadas por rubias tontas y tipos raros.

Ni siquiera alzó la vista cuando lo dijo. Lu era rubia y podía ser tonta, así que lo único que consiguió fue ruborizarla. La chica se puso tan roja que podría haber hecho juego con las uñas de Rita Mántel, que, en aquel preciso instante, tamborileaban junto a su teclado de piel de melocotón a casi diez kilómetros de la mansión de Anita Velasco.

Rita estaba leyendo el último mensaje de su tristeamante. Así lo llamaba ella. Sólo Bobo conocía su verdadero nombre, pero Bobo nunca hablaba con nadie que no fuera Rita.

–Dice que quiere atragantármela, querido.

–OH, eso es ESTUPENDO –dijo Bobo.

Bobo se pintaba las uñas de los pies porque a su madre le gustaba.

–Píntate esas uñas, jodido negro –decía su madre.

Pero nadie tenía ni idea de lo que era ser Bobo Sedán.

–Esta noche –dijo Rita.

–OH –respondió Bobo.

Sí, Rita y Bobo veían demasiadas películas. Sobre todo, los domingos por la tarde. Porque, ¿para qué demonios ha de querer sino una un domingo por la tarde, querido?

–¿Crees que debería llamarle?

–¿Llamarle? –A Bobo a veces le temblaba el ojo derecho y eso quería decir: No seas estúpida, querida porque yo no lo sería.

–LLAMADAS ESTÚPIDAS –dijo Amanda, pasando como un velocirraptor que hubiera perdido toda su agilidad a cambio de un masculino, fibrado e incómodo cuerpo, la dirección de la revista más vendida de la ciudad, un par de tacones de acero destilado en Texas, un rubio oxigenado y una envidiable frente peluda.

–¿DÓNDE ESTÁ LU? –preguntó Amanda, haciendo un alto en el camino.

–¿Lu?

–HE DICHO: ¿DÓNDE ESTÁ LU?

–¿Pasa algo, querida?

–HE DICHO DÓNDE.

–Oh, debe andar con esas lesbianas –dijo Rita.

–¿QUÉ LESBIANAS?

Amanda también se pinta las uñas de los pies. Lo hace porque su psiquiatra se lo pidió. Le dijo: Tienes que pintarte esas uñas, Amanda.

–¿TÚ CREES?

–¿Cómo demonios quieres ser alguien con esas uñas?

–¿TÚ CREES? –repitió Amanda.

Luego se pintó las uñas. Y al día siguiente su hermano era alcalde de la ciudad. Así que, oh, querida, esas uñas no están nada mal.

–Anita Velasco –informó la Mántel.

–¿ANITA?

–La enviaste TÚ misma –aclaró, aquella mañana, Rita.

Amanda resopló. Su flequillo en forma de caracol se estrelló contra su frente. Ahí va. Sí. Cada vez que resopla. Ahí va. Salta y se estrella. Buf. Salta y se estrella.

–LU–LU–LU –gritó, alejándose hacia el mostrador de Ginger Ale.

Oh, Ginger Ale. Cada día es el mismo repetido para Ginger Ale. Pero a nadie le importa, porque Ginger Ale sólo es la chica que sonríe tras el mostrador. La chica que sonríe y dice, Oh, buenos días, y, Oh, hasta luego. Ginger toma pastillas para no dejar de sonreír. Ginger es un poco estúpida. A veces se queda dormida con el teléfono en la mano y la sonrisa en la boca. Las pastillas para no dejar de sonreír provocan somnolencia.

Hace tres días, cuando la nave espacial se estrelló contra el Centro Comercial 33, Ginger estuvo a punto de hacerse pedazos la mandíbula.

Además de somnolencia, las pastillas para no dejar de sonreír provocan una aceleración del ritmo cardíaco que el somnífero incluido en la mezcla intenta mitigar, pero que, en ocasiones de elevada exposición al Mundo Real, se traduce en un peligroso castañeteo de dientes que puede hacerte pedazos la mandíbula.

–¿QUÉ DEMONIOS LE PASA? –gritó Amanda, entonces.

–Efectos secundarios, querida –dijo Rita.

Y nadie dijo nada más. Tres minutos después, Ginger se desmayó y ya no hubo más ruido de dientes. Vernon se agachó a comprobar si seguía viva y aprovechó para meterle mano bajo el sujetador.

–¿ESTÁ VIVA? –gritó Amanda.

–Sí –dijo Vernon.

–PUES A TRABAJAR –gritó Amanda.

–¿Y la dejamos aquí, querida? –preguntó Rita.

–HE DICHO: A TRABAJAR.

–Oh, sí, claro, querida.

Así que se pusieron a trabajar y al rato Ginger despertó.

–He debido resbalar.

Y se metió en el cuarto de baño.

Luego salió y se sentó tras el mostrador.

Y allí seguía.

–LLAMA A LU –gritó Amanda.

–Claro, señorita A

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