Envejece un perro tras los cristales

Horacio Castellanos Moya

Fragmento

(1) Shibuya City Hotel. Primera mañana en Tokio. Intoxicado de impresiones. ¿Qué contar? Veo una masa amorfa, de rostros y nombres desconocidos, rótulos abigarrados y signos incomprensibles. Anoche tuve mi primera cena japonesa, con bonito y atún crudos, y una larga sobremesa con sake. En la madrugada desperté con hipertensión; tomé la pastilla y volví al sueño. Un propósito: salir de mí mismo hasta donde sea posible. Otro propósito: no comparar, nada más empaparme de impresiones sin comparar. La oportunidad: formar al observador, hacerlo crecer. Veremos qué dicen los compañeritos del tiovivo.

(2) Pues los compañeritos del tiovivo protestaron anoche. Dormí a saltos. Hablé con S. Los meandros de la carne me atormentaron, como si no me hubiese propuesto evitarlos. La sensación de estar untado en el pasado, cual mantequilla rancia sobre pan viejo.

(3) El hotel está ubicado al pie de la colina de Shibuya, en cuyas empinadas callejuelas pululan los llamados «hoteles del amor», y también bares, discotecas, restaurantes, sexshops. Veo pasar a parejillas tomadas de la mano. Mi entrepierna suspira.

(4) Noche en vela. G y R hablaron sobre literatura venezolana en el Instituto Cervantes. Luego fuimos a cenar a un izakaya cerca de la estación Ichigaya. Media docena de chicas muy jóvenes y guapas, alumnas de español de R en la Universidad de Kanda, nos acompañaban. Me senté entre ellas. Erré con los palillos. Hablé mucho. Tener opiniones y querer pregonarlas me hizo sentir imbécil. A medianoche tomamos el último tren hacia Shibuya. Le pregunté a R si era normal que el profesor saliera de parranda con sus alumnas. Me vio como si yo fuese un extraterrestre. Anduvimos de bar en bar hasta las cinco de la mañana, cuando ellas tomaron los primeros trenes hacia los lejanos suburbios donde viven. Quedé vaciado.

(5) Conseguí apartamento, gracias a R y a K, quienes ya tenían casi todo arreglado. Mucho trajín en los trenes; transcurrí como zombi. Llegamos a la oficina de bienes raíces luego de salir del laberinto de pasajes subterráneos de la estación Shinjuku. Debo pagar en efectivo, me advierten, nada de tarjeta o cheque, en este país se paga en efectivo. Y debo venir a pagar a esta misma oficina, si no me extravío en el laberinto de la estación, el día 9 de cada mes.

(6) El recinto o edificio tiene dos pisos, cada piso con ocho habitaciones iguales y alineadas, a las que se accede por un pasillo interno. Mi habitación está en el segundo piso; es la séptima hacia el fondo. Todo parece prefabricado, hasta las escaleras que se zarandean a mi paso. El material de las paredes semeja el cartón. Las reglas de silencio son estrictas: sé que tengo vecinos sólo por el ruido que hacen al abrir sus puertas.

(7) Me despiertan los cuervos de Sangenjaya. He pasado mi primera noche en la estrecha habitación amueblada, con baño, cocineta y lavadora, mal llamada apartamento. Recupero fuerzas. Trato de regularizar el sueño. Debo comprar una cafetera italiana, una ensaladera, una lámpara de mesa.

(8) El graznido de los cuervos, a veces agreste, a veces violento, me remonta a aquella ocasión en que recorrí la ribera del río Birs en busca del sitio donde había muerto en mi sueño. Cuando al fin creí alcanzarlo, y recordaba la forma en que ahí me había ahogado, una bandada de cuervos comenzó a graznar en el cielo y a volar en círculos sobre mi cabeza. Un escalofrío erizó mi piel. Me retiré deprisa.

(9) El escritor en su celda, en su torreta. El viejo tema. En mi caso la vida se mueve en círculos. La habitación que ahora tengo me rememora la primera que renté fuera de casa de mis padres, a mis veintiún años, en Madison Avenue, en Toronto. Lo que cierra la curvatura es que ahora me hayan pedido, y me disponga a escribir, un texto autobiográfico precisamente sobre aquella lejana época de mi vida.

(10) Pregunta matutina: ¿qué parte de tu felicidad ordinaria depende de ser alabado? Respuesta: toda.

(11) No puedo abrir una cuenta bancaria hasta que me den mi credencial de residente en la delegación Setagaya. El trámite tardará dos semanas. Mientras, he de llevar mi dinero en un cinturón de seguridad oculto bajo el pantalón, como Rimbaud llevaba el fruto de sus andanzas en el desierto de Abisinia.

(12)Te refocilas en tu flaqueza. Estás desorientado. Quisieras salir corriendo, pero sólo tienes energías para tirarte en la cama.

(13) Esta ciudad es una tentación continua: las colegialas adolescentes visten como uniforme unas minifaldas provocadoras, ya sea azul oscuro o a cuadros grises, que dejan al aire piernas tentadoras, motivo de ansiedad para el viejo libidinoso que algunos llevamos dentro. El uniforme se complementa con una blusa blanca, calcetas oscuras casi hasta la rodilla y unos mocasines color vino. R me advierte que la ley es tremenda, que por nada en el mundo se me vaya a ocurrir tocarle las nalgas a una niña en el metro.

(14) Me percato de que padezco una crisis de estilo, traspié de la sintaxis.

(15) Amanece minutos antes de las cuatro y media. La temperatura no desciende en la noche: se mantiene el calor húmedo y pegajoso.

(16) La presencia de los cuervos al amanecer es abrumadora. Sus graznidos, fuertes y hasta desgarradores, comienzan con el primer resplandor, y se imponen sobre el ruido de los autos y la gran ciudad.

(17) Has venido a esta ciudad a observar tu locura, a comprenderla, si la suerte está de tu lado. Si no lo está, sólo quedará la locura.

(18) R no tiene teléfono celular, dice con orgullo que él pertenece al «club de los desmovilizados». ¡No al teléfono móvil!, proclama. Me pregunta, inquisidor, si yo compraré uno. Le digo que de ninguna manera, que yo perteneceré a su club, pero iré más allá, la marca del extremista: viviré en Tokio sin ningún tipo de teléfono.

(19) Percibes la red que te tiene atrapado, la maraña que no te deja ver ni avanzar. La percibes, por un momento tan sólo. Pero nada puedes hacer para salir de ella.

(20) Debo caminar más de tres cuadras para llegar a la avenida principal, por la que transitan los autobuses y bajo la que corre el tren de cercanías. En las callejuelas enrevesadas y laberínticas del barrio, el medio de transporte es la bicicleta. Camino por mi derecha, atento a las parvadas de ciclistas. Me fascina la pericia de esas mujeres que conducen el manubrio con una mano y con la otra sostienen la sombrilla abierta que las protege del sol, a veces hasta llevando dos niños: uno en la canastilla del frente y otro en el asiento sobre la rueda trasera.

(21) La literatura como oficio de hombres desesperados es la que cuenta.

(22) Carece de nombre la calle en la que vivo; carecen de nombre todas estas calles, callejuelas y pasajes. La dirección postal consta del nombre del barrio seguido por tres números, separados por guiones: el primer número corresponde a la sección, el segundo a la manzana y el tercero a la casa.

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