Boulder (traducción en lengua española)

Eva Baltasar

Fragmento

cap-1

1

Quellón. Chiloé. Una noche hace muchos años. Las diez pasadas. Ni cielo ni vegetación ni océano. Sólo viento, la mano que todo lo toma. Seremos una docena de personas. Almas. En un lugar como este, a esta hora, puede decirse que las personas son almas. El embarcadero es pequeño y hace pendiente. La isla se entrega al agua en bloques de hormigón a los que están sujetos, uno al lado de otro, algunos amarraderos. Parecen las cabezas deformes de los descomunales clavos que sujetan este muelle al fondo del mar. Nada más. La quietud de los isleños me maravilla. Están sentados bajo la lluvia, dispersos, junto a unos bultos grandes como baúles. Se cubren con plásticos resistentes al viento, comen en silencio con un termo entre las piernas. Esperan. La lluvia les percute como si los maldijera, les resbala por la chepa y forma riachuelos que bajan hasta el mar, esa boca inmensa nunca cansada de recibir y tragar. Hace un frío curioso, habré bebido de él, porque lo siento fanático, combativo, bajo la piel y más adentro, en los arcos que construyen los órganos entre ellos. Isleños incomprensibles. He estado aquí tres meses cocinando en unos campamentos de verano para adolescentes. De noche pedaleaba hasta el pueblo y tomaba un aguardiente en el bar de la pensión. Casi ninguna mujer. Ritual de trabajadores. Los dientes manchados que saludan. Los ojos negrísimos de los árboles genealógicos que han crecido lentamente sobre la piedra salobre hablan conmigo desde las mesas. Hablan por todos los muertos.

No soy buena cocinera, soy una cocinera de rancho, capaz, sin formación. Lo que más me gusta del trabajo es hacerme cargo de los alimentos cuando aún están enteros, cuando algo en ellos proclama un lugar, una procedencia y ese radio inmediato de soledad que todo ser vivo necesita para crecer. Agua, tierra, pulmones. Las condiciones del silencio. Los alimentos tienen piel y prepararlos requiere cuchillos. Si en algo soy buena, es en descuartizarlo todo. El resto no es arte. Sazonar, reunir, dar calor… las manos acaban acostumbrándose, se dirigen solas. He trabajado en escuelas, en geriátricos y en una cárcel. Los trabajos me duran semanas, se me escurren de las manos, son una grasa que voy deshaciendo. Antes de venir a Chiloé mi último jefe quiso darme una explicación: el problema no era la comida, sino yo. En una cocina se trabaja en equipo, tenía que buscar una cocina muy pequeña si quería trabajar sola y seguir viviendo de esto.

A medianoche llega el barco. Se lanza sobre nosotros a una velocidad alarmante. Quizá me dé esa impresión por las luces que estallan en la aguada y nos hacen parpadear. Detrás de nosotros hay movimiento, alguien llega en un jeep negro y deja el motor encendido. Nos llama. Los isleños se levantan, parecen tortugas enormes nacidas de un gran huevo. Atraviesan la lluvia despacio, pasan por mi lado y me siento como una extranjera insignificante, blanca como la enfermedad y empapada bajo el impermeable azul oscuro. Harían falta dos cuerpos como el mío para conformar uno resistente como el de ellos. Sin embargo he sido como ellos, he cavado la isla con las uñas hasta saber que lo blando de los dedos puede endurecerse, que el corazón gobierna el cuerpo y lo modifica con su primer mandato, la voluntad. Nos cobijamos en la puerta del conductor. Uso la capucha de visera, me restriego los ojos e intento entender qué pasa. Manos intercambiando monedas, billetes. Del interior del coche sale una melodía de cuerda que parece celebrar el temporal. Compro mi pasaje con los pesos que saco de la riñonera. El resto, el salario de tres meses, lo llevo envuelto en papel film entre la primera camiseta y la piel.

Es como si el mar nos hubiese puesto la pasarela, como si viniese a recogernos. La mochila me hace caminar inclinada. Tengo una cuerda en el interior de cada puño, y no las suelto. Unos gritos evitan que dejemos de avanzar. Me adentro en el barco pensando que no parece tan inmenso, y de pronto, silencio: sonidos humanos apenas perceptibles, fuera del alcance de los elementos. Bajamos de lado por unos escalones metálicos, afianzando cada paso. Detrás de la puerta hay una bodega vacía. Es un mercante, no un crucero. Nos dejamos caer en ella como si llevásemos años de romería y algunos nos miramos a los ojos, quizá por primera vez. El hombre que tengo a mi lado saca una botella de pisco y tras beber un largo sorbo, hace que circule. La ceremonia de la pipa: veremos cómo acaba. Me quito el impermeable y el jersey empapado y me pongo otro sucio y seco que encuentro hurgando a tientas en la mochila. No sé en qué momento zarpamos, la bodega se eleva y se desploma sin cesar. A veces resbalamos en masa hacia un lado y la bombilla centellea hasta que otro golpe de mar nos restituye. Una vieja desdentada me ofrece la botella con una sonrisa en cada ojo. La acepto y bebo. Me encanta este lugar, los ojos angostos y negros que ni me quieren ni me rechazan, esta fabulosa libertad.

Eso vine a buscar aquí, el cero primigenio. Cansada de inventar currículums, de tener que decir y hacer como si la vida fuese un relato, como si dentro llevase un alambre clavado que me hiciese recta y constante. El rumbo mata el viaje y si la vida ha de ser una historia, ésta sólo puede ser mala. ¿Qué creía que hacía dejándolo todo y aceptando una vida de tres meses en los confines del mundo? Acababan de despedirme de un restaurante enorme ubicado en un polígono industrial. Cada mañana acudía allí en autoestop. Casi siempre llegaba tarde y eso que salía de casa dos horas antes. El mejor momento del día era cuando un coche o una furgoneta se detenía en el arcén, a cien o ciento cincuenta metros, y me llamaba con los intermitentes. Corría como una loca con la mochila en la espalda y la chaqueta abierta, exhalando el humo del frío y del cigarrillo a la vez. Algunos conductores se sorprendían al percibir que era una mujer. Otros ni se daban cuenta. Quince kilómetros de paz, de no estar en ninguna parte, de asaltar la ruta con que se castigaba a diario a aquella gente amable. Me habría encantado saltar de los automóviles en marcha en lugar de saludar y cerrar la puerta como quien cierra el ataúd de un buen amigo, el de un inanimado. ¿Qué creía que hacía dejándolo todo? La destructora posibilidad de un trabajo similar, una habitación de tres al cuarto en un piso de la periferia, amantes fugaces como estrellas, hoy quemándome en los dedos, mañana irreales. Los días aparecían y desaparecían, idénticos. Los tumbaba cada noche, trago tras trago, estirada en la cama angosta con auriculares en las orejas y un cenicero en el pecho. Había vivido clavada a una certeza impalpable, acordonada por las cuatro cosas necesarias que me diferenciaban de una despojada, de una excluida. Necesitaba enfrentarme al vacío, lo había soñado hasta convertirlo en mástil, el centro de equilibrio donde detenerme cuando la vida se desmoronaba a mi alrededor. Intoxicada, procedía de la nada y aspiraba a territorios aullados.

Un suelo duro y la mochila por cojín. Compañeros silenciosos. Yo dentro del casco, el casco dentro de la tormenta, y un sobre repleto de billetes en el vientre. Esta noche he tenido éxito.

Permanezco en el buque unos años. El capitán tiene cara de jugador, paciente, inteligente. Le llaman patrón.[1] La piel fina y roja le sale del cuello de la camisa como una segunda camisa que se le ciñe a las facciones minúsculas: barbilla, boca, bigote, nariz, frente, ali

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos