Esto es placer

Mary Gaitskill

Fragmento

cap-2

Q.

Fui a mi oficina por última vez en plena noche. No tenía permitido ir en horas de trabajo y tampoco quería; habría sido desagradable. El director editorial había dado instrucciones al guardia de seguridad para que me dejara entrar y me escoltara otra vez hasta la salida. Las cajas ya estaban hechas y enviadas; antes de eso, mi mujer había recogido un sobre de dinero en metálico de emergencia que yo había dejado en un cajón del escritorio. Ni siquiera ella quiso poner un pie en la oficina; el único editor adjunto comprensivo con mi situación aceptó quedar con ella y entregarle el sobre en un quiosco del metro; un detalle lúgubre que solo sirve para subrayar el nivel de repugnancia que siente Carolina por todo lo que esté relacionado con mi antigua vida profesional.

En cualquier caso, fui una última vez para recoger una orquídea que se las había apañado para sobrevivir después de que la regaran meses enteros de forma inepta y para ver si había quedado en el despacho alguna otra fruslería. Y había quedado una, o mejor dicho dos, aunque no eran fruslerías, y tampoco era yo quien las había dejado allí.

La primera era la placa con mi nombre, que por extraño que parezca seguía pegada a la pared de la puerta de mi despacho, anunciando con grandilocuencia la existencia del ahora inexistente Quinlan M. Saunders. Parecía una broma desagradable, y fue sobre todo aquella «M» de ceño escarpado y quizás pretenciosa la que me importunó cuando entré en el que había sido mi despacho; la segunda sorpresa yacía allí en silencio sobre mi escritorio: una cigarrera de cartón, cuya ilustración original yo había cubierto pegándole encima una imagen de una manzana muy roja sobre fondo blanco, y al otro lado las palabras «cada día = decisiones», desplegadas como si fueran un nombre comercial en letras rojas y rosadas. Cuando abrías la cigarrera, no te encontrabas cigarrillos sino cinco rollitos de papel muy pequeños colocados con simetría meticulosa. Cuando los desplegabas, decían, con tipografía negra normal y corriente, «fealdad o belleza», «verdad o mentira», «valentía o miedo», «amabilidad o crueldad», «amor o _____». El espacio para la última palabra del último rollo estaba en blanco. No me hizo falta mirarlo; tenía un recuerdo nítido y doloroso; como cuando un médico te aprieta el abdomen y te pregunta: «¿Te duele ahí?»

Yo le había fabricado aquella caja unos años antes a una chica que todavía trabaja en la hilera de oficinas frente a la mía. Una chica de aspecto corriente, con el pelo castaño corto, ojos luminosos y buen color. Tenía la cintura ancha pero el cuerpo grácil, garbo de campesina —al mismo tiempo humilde y segura de sí misma— y pose serena, más que la de la mayoría de mujeres hermosas. Sus ojos contemplaban el mundo con profundidad pasiva y destellos ocasionales de humor letal. Era inteligente, más de lo que ella misma sabía, y yo quería que aprendiera a usar su inteligencia de forma más activa.

La cigarrera venía de una conversación de pasillo que habíamos tenido acerca de las decisiones y las oportunidades. Me pasé varias tardes sentado a mi mesa, montando aquella pequeña exquisitez en mis escasos momentos de inactividad. Me resulta extraño y conmovedor acordarme del esmero que puse en la cigarrera, de la sofisticación y el infantilismo, de cómo me la imaginaba en manos de ella. La invité a almorzar para regalársela y sí, yo tenía razón: cuando la vio, el destello no solo le iluminó los ojos sino también la cara entera, y en aquel instante me convertí para ella en un mago que le había regalado un objeto encantado. Y como si fuera un mago me escuchó mientras yo le hablaba de ella: de cómo era, de lo que necesitaba y de lo que le hacía falta corregir.

—Estamos en pleno viaje —le dije, y era verdad. Al final del viaje, ella había cobrado conciencia de su ambición y había aprendido a satisfacerla. Con el tiempo aparecerían otras chicas con las que me gustaría más flirtear. Pero durante años —casi diez años— mantuve viva nuestra amistad ofreciéndole cumplidos diarios y almuerzos esporádicos. Todavía guardo una nota que me escribió a mano y que dice que nuestros almuerzos eran la «gloria» de su semana.

Ahora no me había devuelto mi regalo a mí, sino a un despacho vacío. Se había convertido en una de mis acusadoras.

Dejé la caja en el cubo de la basura al salir, pero luego, como no quería dejar tras de mí la prueba de aquella amargura, di media vuelta para recogerla. Mi intención era tirarla en una papelera de la calle. Pero lo que hice fue llevármela a casa y meterla en un cajón donde Carolina no la encontrara.

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