El olor de la guayaba

Gabriel García Márquez
Plinio Apuleyo Mendoza

Fragmento

El tren, un tren que luego recordaría amarillo y polvoriento y envuelto en una humareda sofocante, llegaba todos los días al pueblo a las once de la mañana, luego de cruzar las vastas plantaciones de banano. Junto a la vía, por caminos llenos de polvo, avanzaban lentas carretas tiradas por bueyes y cargadas de racimos de bananos verdes, y el aire era ardiente y húmedo, y cuando el tren llegaba al pueblo había mucho calor, y las mujeres que aguardaban en la estación se protegían del sol con sombrillas de colores.

Los vagones de primera clase tenían sillas de mimbre y los de tercera, donde viajaban los jornaleros, rígidos escaños de madera. A veces, enganchado a los otros, venía un vagón de vidrios azules enteramente refrigerado donde viajaban los altos empleados de la compañía bananera. Los hombres que bajaban de aquel vagón no tenían ni las ropas, ni el color mostaza, ni el aire soñoliento de las personas que uno cruzaba en las calles del pueblo. Eran rojos como camarones, rubios y fornidos, y se vestían como exploradores, con cascos de corcho y polainas, y sus mujeres, cuando las traían, parecían frágiles y como asombradas en sus ligeros trajes de muselina.

«Norteamericanos», le explicaba su abuelo, el coronel, con una sombra de desdén, el mismo desdén que asumían las viejas familias del pueblo ante todos los advenedizos.

Cuando Gabriel nació, todavía quedaban rastros de la fiebre del banano que años atrás había sacudido toda la zona. Aracataca parecía un pueblo del lejano oeste, no sólo por su tren, sus viejas casas de madera y sus hirvientes calles de polvo, sino también por sus mitos y leyendas. Hacia 1910, cuando la United Fruit había erigido sus campamentos en el corazón de las sombreadas plantaciones de banano, el pueblo había conocido una era de esplendor y derroche. Corría el dinero a chorros. Según se decía, mujeres desnudas bailaban la cumbia ante magnates que acercaban billetes al fuego para encender sus cigarros.

Esta y otras leyendas similares habían llevado hacia aquel olvidado pueblo de la costa norte de Colombia enjambres de aventureros y prostitutas, «desperdicios de mujeres solas y de hombres que amarraban la mula en un horcón del hotel, trayendo como único equipaje un baúl de madera o un atadillo de ropa».[1]

Para doña Tranquilina, la abuela, cuya familia era una de las más antiguas del pueblo, «aquella tempestad de caras desconocidas, de toldos en la vía pública, de hombres cambiándose de ropa en la calle, de mujeres sentadas en los baúles con los paraguas abiertos, y de mulas y mulas abandonadas, muriéndose de hambre en la cuadra del hotel»[2], representaba simplemente «la hojarasca», es decir, los desechos humanos que la riqueza bananera había depositado en Aracataca.

La abuela gobernaba la casa, una casa que luego él recordaría grande, antigua, con un patio donde ardía en las noches de mucho calor el aroma de un jazminero y cuartos innumerables donde suspiraban, a veces, los muertos. Para doña Tranquilina, cuya familia provenía de la Guajira, una península de arenales ardientes, de indios, contrabandistas y brujos, no había una frontera muy definida entre los muertos y los vivos. Cosas fantásticas eran referidas por ella como ordinarios sucesos cotidianos. Mujer menuda y férrea, de alucinados ojos azules, a medida que fue envejeciendo y quedándose ciega, aquella frontera entre los vivos y los desaparecidos se hizo cada vez más endeble, de modo que acabó hablando con los muertos y escuchándoles sus quejas, suspiros y llantos.

Cuando la noche —noche de los trópicos, sofocante y densa de olores de nardos y jazmines y rumores de grillos— caía brusca sobre la casa, la abuela inmovilizaba en una silla a Gabriel, entonces un niño de cinco años de edad, asustándolo con los muertos que andaban por allí: con la tía Petra, con el tío Lázaro o con aquella tía Margarita, Margarita Márquez, que había muerto siendo muy joven y muy linda, y cuyo recuerdo habría de arder en la memoria de dos generaciones de la familia. «Si te mueves», le decía la abuela al niño, «va a venir la tía Petra que está en su cuarto. O el tío Lázaro».

(Hoy, casi cincuenta años después, cuando García Márquez despierta en plena noche en un hotel de Roma o de Bangkok, vuelve a experimentar, por un instante, aquel viejo terror de su infancia: muertos próximos que habitan la oscuridad.)

Aquella casa donde él vivió de niño no era, en realidad, la de sus padres, sino la de sus abuelos maternos. Circunstancias muy especiales habían hecho de él un niño extraviado en un universo de gentes mayores, abrumadas por recuerdos de guerras, penurias y esplendores de otros tiempos. Luisa, su madre, había sido una de las muchachas bonitas del pueblo. Hija del coronel Márquez, un veterano de la guerra civil respetado en toda la región, había sido educada en una atmósfera de severidad y pulcritud, muy castellana por cierto, propia de las viejas familias de la región, que de esta manera marcaban distancias con los advenedizos y forasteros.

Pasando por alto tales distancias, el hombre que vino una tarde a pedir tranquila y ceremoniosamente la mano de Luisa era uno de aquellos forasteros que suscitaban recelos en la familia. Gabriel Eligio García había llegado a Aracataca como telegrafista, luego de abandonar sus estudios de medicina en la Universidad de Cartagena. Sin recursos para llevar a término su carrera, había decidido asumir aquel destino de empleado público y casarse. Después de pasar revista mentalmente a todas las muchachas del pueblo, decidió pedir la mano de Luisa Márquez: era bonita y muy seria, y de una familia respetable. Así que, obstinado, se presentó a la casa para proponerle matrimonio, sin haberle dicho o escrito antes una sola palabra de amor. Pero la familia se opuso: Luisa no podía casarse con un telegrafista. El telegrafista era oriundo de Bolívar, un departamento de gentes muy estridentes y desenfadadas que no tenían el rigor y la compostura del coronel y su familia. Para colmo, García era conservador, partido contra el cual, a veces con las armas, el coronel había luchado toda su vida.

A fin de distanciarla de aquel pretendiente, Luisa fue enviada con su madre a un largo viaje por otras poblaciones y remotas ciudades de la costa. De nada sirvió: en cada ciudad había una telegrafía, y los telegrafistas, cómplices de su colega de Aracataca, le hacían llegar a la muchacha los mensajes de amor que este le transmitía en código Morse. Aquellos telegramas la seguían a donde fuere, como las mariposas amarillas a Mauricio Babilonia. Ante tanta obstinación, la familia acabó por ceder. Después del matrimonio, Gabriel Eligio y Luisa se fueron a vivir a Riohacha, una vieja ciudad a orillas del Caribe, en otro tiempo asediada por los piratas.

A petición del coronel, Luisa dio a luz a su primer hijo en Aracataca. Y quizá para apagar los últimos rescoldos del resentimiento suscitado por su matrimonio con el telegrafista, dejó al recién nacido al cuidado de sus abuelos. Así fue como Gabriel creció en aquella casa, único n

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos