Secretos a voces

Chandler Baker

Fragmento

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Declaraciones de testigos presenciales

 

 

12 DE ABRIL

 

Testigo 1: Justo acababa de salir cuando algo me llamó la atención al otro lado de la plaza, no sé, algo que se movía. Primero me pareció un pájaro gigante y luego creí que era una bomba terrorista. Pero después me di cuenta de que era una persona. No sé si sería un hombre o una mujer. En este barrio la gente está bastante chapadas a la antigua. Aún usan trajes negros clásicos, de chaqueta y pantalón. En fin, el caso es que hay una buena caída desde allá arriba.

 

Testigo 2: Era alrededor de la una y media de la tarde. Yo estaba saliendo del Dakota’s, de comer con un cliente. Casi vomito la ensalada de carne.

 

Testigo 3: No es que no me dé pena, claro que sí. Pero hay que ser muy egoísta para hacer eso. Había mucha gente en la calle. Era justo después de la hora de comer. Si de verdad quieres hacerlo, si no te queda otra, hazlo en privado, sin tanta gente alrededor. Es a eso a lo que me refiero.

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1

 

Tres semanas antes: el día que todo empezó

 

 

 

 

20 DE MARZO

 

Hasta entonces, nuestras vidas discurrían a toda velocidad por el carril invisible de una montaña rusa, a bordo de un vagón que se aferraba a los raíles mediante técnicas de ingeniería y fuerzas que no alcanzábamos a comprender del todo, a pesar de tener una plétora de títulos académicos. Nos movíamos en un ambiente de caos controlado.

Éramos expertas en marcas de champús en seco. Nos llevaba cuatro días ver un capítulo entero de The Bachelor en nuestros DVR. Nos quedábamos dormidas con el calor de nuestros portátiles abrasándonos los muslos. Hacíamos descansos de dos horas para leer cuentos a los niños antes de dormir y tratábamos de no calcular el número total de horas que nos pasábamos trabajando como madres y asalariadas, sin tener claro cuál de las dos cosas era la más importante. Estábamos sobrecualificadas e infrautilizadas, éramos controladoras y siempre teníamos la razón. Estrechábamos la mano con firmeza y disponíamos de saldos considerables en nuestras tarjetas de crédito. Nos olvidábamos la comida sobre las encimeras de las cocinas.

Todos los días eran iguales. Hasta que dejaron de serlo. La mañana que nuestro director ejecutivo murió, de pronto levantamos la cabeza y nos dimos cuenta de que la montaña rusa tenía un problema en una rueda y estábamos a punto de descarrilar.

Ardie Valdez —una persona paciente y estoica, fiel a los zapatos italianos prácticos y resistentes— fue la primera en darse cuenta de que íbamos a estrellarnos. Se enteró de la noticia y decidió ponerse a cubierto.

—¿Grace? —Ardie se detuvo en un pasillo aséptico pero con obras de arte carísimas y llamó a una puerta sencilla con un imán de una vaca pegado en medio—. Soy yo, Ardie. ¿Puedo entrar? —Se mantuvo a la espera, aguzando el oído, hasta que oyó un crujido al otro lado de la puerta. El pestillo reglamentario se abrió. Ardie se agachó para entrar en la pequeña habitación y, una vez dentro, volvió a echar el cerrojo. Grace se estaba acomodando de nuevo en el sillón de piel, con la blusa de seda grotescamente levantada sobre los dos conos de plástico que llevaba enganchados a los pechos. Ardie miró a su alrededor. Una mininevera. El sillón raído en el que Grace estaba sentada. Una televisión pequeña en la que estaban poniendo Ellen. Fuera se oían voces, pasos apresurados, conversaciones telefónicas y fotocopiadoras. Ardie frunció el ceño, en un gesto de aprobación—. Es como tu pequeño escondite.

Grace accionó el mando del sacaleches y este empezó a zumbar de forma metódica y mecánica.

—O como mi pequeño sepulcro —bromeó. El humor negro de Grace siempre pillaba desprevenida a Ardie. De entrada, Grace no parecía en absoluto una persona complicada. Llevaba el pelo cardado y teñido de rubio, era socia activa del club de exalumnas TriDelta e iba a la iglesia presbiteriana de Preston Hollow con su marido, Liam, un hombre alto, moreno y que llevaba camisas de cuadros. Ambos habían formado parte de la lista de invitados personales de la inauguración de la Biblioteca Presidencial George W. Bush y se consideraban «conservadores condescendientes». Ardie suponía que aquello significaba que no les importaba que los gais pudieran casarse, pero que preferían pagar la menor cantidad de impuestos posible. Además, tenían al menos un arma en una caja fuerte alojada en uno de los estantes para la ropa del vestidor de Grace. El hecho de que a Ardie le cayera bien Grace, a pesar de todo eso, resultaba muy revelador—. ¿Pero cuánto tienen que comer los bebés? No paro de sacarme leche. Joder, Ardie, mírame: viendo Ellen durante el día.

Grace no solía decir «joder».

Ardie recordó lo largos que se le hacían los días cuando su hijo, Michael, solo dormía unas cuantas horas de un tirón. Notaba todo el cuerpo pesado y sucio, como cubierto por una fina capa de mugre, como cuando no te has lavado los dientes.

Rebuscó en su enorme bolso y sacó dos latas empañadas de agua con gas La Croix. Le dio una a Grace y se sentó en el suelo, enfrente del sillón. Ardie podía hacer cosas como sentarse en el suelo en el trabajo porque —como ella misma era la primera en reconocer— había «renunciado». Hacía ya años, en realidad. Solía quedarse durmiendo en lugar de invertir una hora más por las mañanas en arreglarse el pelo y maquillarse. Casi nunca iba de compras. No gastaba ni un minuto de su preciado tiempo en hacer Pilates. Era lo más liberador que había hecho jamás.

Ardie bajó la vista hacia el móvil. Nada, aún.

—Al parecer, Bankole ha muerto —comentó—. Esta mañana, en casa, mientras se arreglaba para venir a trabajar. —Ardie le dio la noticia a Grace con toda naturalidad. No sabía decir las cosas de otra forma. Siempre hacía igual: «Mi madre tiene cáncer», o «Tony y yo vamos a divorciarnos».

—¿Qué? ¿Cómo? —Grace soltó los tubos que había

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