Una verdad que descubrir (Infames 1)

Joan Norwood

Fragmento

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Capítulo 1

Octubre de 1806, Londres

Si alguien le hubiera dicho dos meses antes a Sebastian Hayes, marqués de Roshtell, que iba a prostituirse, habría propinado al insensato que profiriera semejante disparate una paliza de la que jamás pudiera recuperarse. Sin embargo, cuando finalizara la conversación que estaba teniendo lugar en ese momento, esa sería, no obstante, la conclusión a la que él mismo iba a llegar.

Los acontecimientos de su vida se habían visto alterados de manera dramática unas semanas atrás, y, desde entonces, el joven marqués había perdido por completo el control de sus circunstancias. En los últimos días, todo parecía girar en torno a lo que hizo aquella noche. Sus hermanas, su madre, incluso una futurible prometida; todas las personas importantes para él corrían el riesgo de sufrir la más absoluta de las ignominias. Sebastian había hecho todo lo posible e imposible por mantenerlas a salvo del escándalo. Era por ellas que se hallaba sentado en la biblioteca de su residencia de Mayfair escuchando amenazas contra las que le gustaría no solo rebelarse, sino tomar justa venganza. Mas no podía hacer otra cosa que callar y prestar atención. Era su futuro el que estaba en juego.

—Se lo expondré del modo más directo. No soporto los rodeos ni los subterfugios, a no ser que los crea necesarios, y en su caso no lo son —anunció el elegante hombre que había tomado asiento sin ser invitado—. Y no lo son, amigo mío, porque está usted entre la espada y la pared. Dicha pared es el escándalo más definitivo y la horca. Yo, obviamente, soy la espada; una muy afilada, se lo garantizo.

—¿No iba a ser directo? —preguntó, irritado.

—Sus criados ofrecen versiones muy distintas sobre el modo en que murió su padre —prosiguió sin inmutarse—. Los rumores ya circulan por la ciudad a un ritmo trepidante. Ustedes no se soportaban y hay quien apunta a que no pudo esperar para hacerse con el título.

—No tienen pruebas.

—En eso se equivoca, amigo mío. —Si alguna vez había odiado el exceso de confianza por parte de un desconocido, ese fue el momento para Sebastian. Que le llamase «amigo mío» conseguía crisparle casi tanto como la disipada tranquilidad con la que aquel tipo le estaba extorsionando—. No solo tengo pruebas más que suficientes para inculparlo, sino que crearé cuantas sean necesarias, ex profeso, para que a nadie le quepa la menor duda de que usted asesinó a su padre.

Sebastian notó como la presión en la boca de su estómago se incrementaba hasta casi revolverle las entrañas. Aquel hombre no se andaba con minucias. Lo conocía. Samuel Gardner, un don nadie, nacido de la más absoluta nada, cuyo pasado era un completo misterio para la buena sociedad londinense, se había convertido —nadie sabía cómo— en una persona influyente dentro del círculo político del primer ministro. Había algo turbio en él. Todo el mundo lo sospechaba, mas no había forma de demostrar cuáles eran sus credenciales ni de dónde provenía su poder. Tal vez de extorsionar a la gente, reflexionó mientras elaboraba una respuesta que le hiciera ganar tiempo.

—¿Por qué habría de creerle? Hasta donde yo sé, no ha hecho otra cosa que repetir los rumores que ya he escuchado hasta la saciedad en las últimas semanas. Es más, hay miembros de mi club de caballeros que tienen historias mucho más elaboradas y estrambóticas que la que usted pueda inventar. —Se levantó del sillón y se dirigió hacia la licorera. Llenó por la mitad un par de vasos con el mejor coñac de su bodega y se lo ofreció a su acompañante. Por mucho que le irritase la presencia de ese hombre en su casa, no podía hacerle un desprecio a alguien como Samuel Gardner. No era tan tonto—. Así que, tal y como yo lo veo, esto podría no ser más que una bravata por su parte; un… alarde de poder sobre mi persona que tal vez no sea más que humo.

—La tengo a ella —anunció tras dar un largo sorbo a su vaso con una sonrisa sesgada.

Sebastian fijó la mirada en su interlocutor, ocultando con maestría el estremecimiento de inquietud que lo recorrió de arriba abajo. La frialdad y seguridad de aquellos incisivos ojos azules contestaron la muda pregunta de su mente. Sí, la tenía. No le cabía la menor duda.

—No sé de quién me habla —objetó, sin embargo.

—Hablo de la prostituta que presenció aquella noche cómo lanzaba a su padre desde lo alto de las escaleras, milord. —Sebastian contuvo a duras penas el impulso de cerrar los ojos, pero se permitió la debilidad de tomar asiento—. ¿Qué le parece si dejamos de jugar al ratón y el gato? Usted llegó a casa aquella noche, encontró a su padre maltratando a su madre mientras una prostituta lo observaba todo desde la cama, le propinó una paliza y después lo lanzó hacia el piso inferior con pleno conocimiento de causa.

Que aquel hombre fuera capaz de resumir con semejante crudeza y sencillez el caos en el que se había convertido su vida hizo que Sebastian perdiera la poca paciencia que le quedaba. Se levantó como un resorte, con la idea de agarrar del cuello a su interlocutor, pero se dio cuenta a tiempo de que él ya le estaba apuntando con un revólver.

—No se ofenda, Roshtell —se disculpó con cierto aire amohinado—. Disfrutaría mucho de una pelea cuerpo a cuerpo, pero no tengo tiempo para eso. ¿Podemos ir concretando? Como ya le he dicho antes, lo tengo entre la espada y la pared. Estoy dispuesto a retirar la oferta a la señorita Adams si usted colabora con nosotros.

Kensington Adams no era más que una rata alevosa. Sebastian había tenido que hacer un esfuerzo sobrehumano aquella noche para no retorcerle el pescuezo a ella también. La rabia aún se adueñaba de él con solo recordar el momento en que había entrado en la habitación de su padre tras volver de su viaje a India y había encontrado la dantesca escena que no lograba borrar de su mente. Su madre estaba en el suelo, en camisón, mientras su padre, desnudo, se inclinaba sobre ella y la golpeaba por haber irrumpido en su dormitorio. La habitación era una soporífera mezcla de olores a humo de opio y fluidos sexuales cuyo origen se explicó al enfocar su mirada en la joven desnuda que yacía en la cama, una prostituta de la más baja ralea, como descubrió después. Había pagado una generosa suma de dinero a aquella ramera para que mantuviera la boca cerrada. Al parecer, no lo suficiente.

—¿Qué es lo que quiere de mí? —farfulló entre dientes mientras se volvía a sentar con un sordo dolor en las sienes.

Verse vencido por aquel hombre le resultaba tan humillante como hiriente. Al menos, había que reconocer que su rival tenía la suficiente elegancia para no ser mezquino ni condescendiente. En lugar de regodearse en su victoria, procedió a responder a su pregunta del modo más aséptico imaginable.

—Nos encontramos en una situación un tanto… surrealista. Tenemos pruebas de que un antiguo colaborador de nuestra agencia vuelve a estar en activo; algo que nos resulta del todo sorprendente pues el susodicho murió hace dos años tras unas fiebres tifoideas. —Samuel Gardner guardó su arma en el bolsillo del abrigo y dio un largo trago a su coñac antes de continuar—. Nuestra sospecha ahora es que sigue vivo, que logró fingir su muerte y que, por algún motivo, se ha vuelto contra nosotros.

—No me cuesta imaginar

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