Un espía que enamorar (Infames 4)

Joan Norwood

Fragmento

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Capítulo 1

Londres. Febrero 1807

Sabía que apenas le quedaba aire. Samuel Gardner ceñía el cuello de Gilliam Gross con dedos implacables; la vida escapando de aquel cuerpo orondo y flácido, sus pies raspando el suelo, mientras los ojos azules del Jefe de espías de Pampilo buscaban en él cualquier resquicio de abjuración.

—¿Vas a decírmelo? —preguntó una última vez.

Había tardado varios días en encontrar el rastro de Jean Baptiste Fleures; el hombre que había conspirado con un alto cargo del ministerio de Exteriores para perpetrar un atentado al más alto nivel en Inglaterra. Fleures era el perro de presa de la inteligencia francesa en Londres, un hombre con el suficiente poder y contactos para lograr ocultarse de él. Pero Samuel había conseguido descifrar los movimientos de su enemigo, y estos le habían llevado hasta un edificio en los muelles regentado por la escoria humana que boqueaba en busca de oxígeno frente a él.

—Vamos —lo animó con voz sosegada—, sé que lo has hospedado aquí. Solo tienes que decirme dónde ha ido y te soltaré.

No pensaba hacerlo. Gilliam Gross era un criminal, proxeneta y asesino. El rastro de sus fechorías estaba marcado con sangre y vidas humanas. No merecía seguir respirando y no lo haría. Él también debía saberlo, por ese motivo miraba hacia cualquier punto de la apestosa habitación en busca de una salvación y movía sus fofas extremidades para intentar liberarse.

No tenía la más mínima posibilidad de conseguirlo, sin embargo. Sus secuaces estaban en el salón de abajo, jugando a los naipes y montando tal algarabía que no podrían escuchar sus gritos, aunque este fuera capaz de darlos. Samuel había buscado el momento preciso para abordarlo: cuando él había abandonado la partida, ligeramente afectado por el alcohol para subir a la planta de arriba a, según había dicho, «pedirle a la chica que recogiera sus cosas». Pensaban abandonar la ciudad al día siguiente; Samuel daba gracias de haberlos localizado antes de que eso ocurriera.

Necesitaba conocer el paradero de Fleures y neutralizar la amenaza que este suponía en tiempos en los que Inglaterra trataba de minimizar el daño causado por el Decreto de Berlín y el bloqueo continental a su comercio. Los agentes de Pampilo, cuya existencia era conocida por el espía francés, necesitaban poder centrarse en labores diplomáticas para garantizar las transacciones marítimas con los aliados.

—No solo pienso terminar contigo si no me lo dices. —Se acercó a su cabeza e inhaló el putrefacto olor a whisky malo y humedad—. Voy a destruir toda tu organización, voy a quemar cada ladrillo de los antros donde se mueve tu dinero y voy a liquidar a cualquiera que haya tenido relación contigo. ¿Lo entiendes?

Aflojó ligeramente la presión de sus dedos para que Gross pudiera responder. El muy bastardo no supo aprovechar la oportunidad.

—Jódete, cabrón —escupió con voz rasgada.

Espoleado por esa respuesta, Samuel esbozó una mueca ufana y cerró con fuerza sus puños en torno al ancho cuello de su víctima. Había otros modos de localizar a Fleures; no le importaba demasiado borrar a Gross de la ecuación, teniendo en cuenta todo lo que sabía de él.

Cuando este comenzó a tirar con sus regordetas y flácidas manos de las anchas muñecas de Samuel, casi sintió deseos de sonreír. Escuchó el sonido de sus pies arañando el suelo y experimentó un placer sereno al saber que iba a liberar a su país de otra rata inmunda. Sufría una especie de catarsis en momentos como aquel; una constatación de que amaba la vida que había elegido, la razón de ser de su existencia. Samuel no disfrutaba impartiendo dolor a las buenas personas, pero encontraba un solaz incomparable al ajusticiar a aquellos despojos humanos: depravados, proxenetas, asesinos, violadores, traidores…, hombres sin moral que utilizaban a seres inocentes para sus corrompidos fines.

—Voy a destruir todo lo que conoces —le susurró, a modo de despedida, cuando sintió en sus manos los primeros estertores de muerte.

El cuerpo inerte de Gilliam Gross cayó al suelo, y Samuel se pasó las manos por las anchas solapas de su abrigo de paño de alpaca. Miró la habitación en penumbra y se preguntó si tendría tiempo de inspeccionar el edificio en busca de pruebas acerca del paradero de Jean Baptiste Fleures. El peligro que él suponía para Inglaterra era incierto en ese momento, con Napoleón concentrado en derrocar a Rusia. No parecía que su papel fuera demasiado relevante en las circunstancias actuales, pero seguía siendo el hombre que había atentado sin éxito contra la vida del primer ministro inglés, lord William Grenville, y la obligación de Samuel era detenerlo y sacarlo del terreno de juego.

Se disponía a salir cuando un haz de luz procedente de la ventana se reflejó en un rincón en penumbra, desvelando la ubicación de un cuerpo acurrucado. Fue un destello rojizo lo que se filtró en su visión periférica. Samuel se detuvo, sin mirar hacia allí, escuchando y sintiendo aquella tenue presencia. No parecía una amenaza. De reojo, observó la figura compacta, la falda color oscuro, y dedujo que se trataba de una mujer, o quizá una niña. ¡Maldición! ¿Cómo no se había percatado antes de su presencia?

Cuando giró hacia ella, notó que se encogía. Debía estar asustada, aunque eso no hizo que fuera menos cauto a la hora de acercarse. No sería la primera vez que una predecible víctima se convirtiera en una arpía feroz.

—Tranquila —dijo con voz baja y templada—. No voy a hacerte daño.

Al dar otro paso hacia ella, la figura menuda se revolvió y se arrinconó contra la pared contraria, quedando expuesta al haz de luz que entraba por la ventana. Samuel sintió como si un puño impactara en su estómago al quedar enfrentado a un rostro pálido de facciones suaves y enormes óvalos verdes que lo miraban, no con el terror que él habría esperado, sino con una patente desconfianza.

—¿Quién eres? —preguntó como si fuera un fantasma y no una indefensa jovencita.

Ella debía serlo. Muy jovencita a juzgar por lo menuda e inocente que parecía. Tenía un aspecto desarreglado, con el pelo revuelto y tiznajos en el rostro y la ropa. Su piel era nacarada, sin embargo, y su vestido respondía más a la indumentaria de una señorita que a la de una criada.

—Nadie —respondió ella con la voz firme.

Sus expresivos ojos verdes estaban llenos de recelo, pero no de miedo. Acababa de verlo matar a un hombre y, sin embargo, no se la veía temblorosa y aterrada. Su expresión era más bien desafiante, con aquella mirada llena de interrogantes y la barbilla manchada de tizne alzada en actitud arrogante. Samuel se giró hacia el cadáver y después volvió a buscar sus turbulentos ojos esmeralda.

—¿Era algo tuyo?

No había pesar en la mirada de la muchacha, por lo que solo cabía suponer que no sentía aprecio por el despojo humano que ya no respiraba. Pero a veces las relaciones entre los miembros de una banda criminal eran complicadas, y, a pesar de las facciones delicadas del rostro de la chica, su aspecto exterior la proclamaban como una habitante del inframundo.

—Mi carcelero —dijo ella.

Sorprendido, Samuel recorrió la habitación con la mirada y se dio cuenta de que la estancia parecía concordar con el que sería

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