Mataron a Flores

Fernando Klein

Fragmento

Prólogo

El año 1868 se inició con un sofocante verano en el que se soñaba con el carnaval y sus guerras de agua; impensable hubiera sido considerar una posible suspensión de este.

En ese verano tórrido, húmedo y caluroso de 1868 comenzó a correr por toda la ciudad la peste, encarnada, en ese entonces, por la fiebre amarilla y el cólera. Las enfermedades prontamente hicieron estragos, y para febrero de ese mismo año dos mil orientales, el dos por ciento de la población, habían fallecido a consecuencia de estas.

El año inauguraba con la amenaza de una invasión al país del caudillo Timoteo Aparicio, luego del estallido del 6 de febrero de la denominada «revolución de los muchachos», o sea, la toma de Montevideo por parte de los hijos del general Venancio Flores.

El 15 de febrero, y luego de un período de gobierno dictatorial, Flores abandonaría el poder; el año anterior ya se habían realizado las correspondientes elecciones, con la abstinencia absoluta del Partido Blanco, y culminaba el llamado «proceso de transición».

El general se movía ante la negativa de varios de sus adherentes a que dejara el gobierno, entre ellos sus propios hijos, quienes luego de levantarse contra su padre fueron enviados al destierro; tenía enemigos en su propio partido y aun en filas del Partido Blanco.

A la sombra de una guerra civil, nadie podía imaginarse el número de desdichas y el desenlace de estos acontecimientos para los orientales.

En un corto lapso de tiempo las vidas del general Flores y del expresidente Prudencio Berro se jugaron en un escenario minúsculo de Montevideo, aproximadamente entre las calles Mercedes y Uruguay2 y en el llamado Fuerte o antigua casa de gobierno.3

En este pequeño cuadrángulo se produjeron dos acontecimientos simétricamente disímiles que terminaron con el fallecimiento de ambos.

El 19 de febrero de 1868, a las dos de la tarde, Berro inició una aventura revolucionaria con un plan que preveía el ataque simultáneo a seis objetivos: el Fuerte, el Cabildo, el Cuartel de Dragones,4 la fortaleza de San José5 y las comisarías de Manga y la Unión, mientras varios caudillos esperaban en los arrabales de Montevideo para entrar en acción.

Con la segunda campanada de la catedral estalló la revuelta, que a poco de comenzar se hundió en el fracaso, rechazados prácticamente todos los intentos revolucionarios.

Flores buscó, ansioso, acudir al centro de los acontecimientos, pero su carruaje fue prontamente interceptado por «emponchados con sombreros», quienes por medio de disparos y luego con puñales terminarían con su vida. Su imagen agonizando en la vereda sería inmortalizada en una pintura por Juan Manuel Blanes.

Don Berro fue detenido y llevado a la jefatura de policía (actualmente el Cabildo) y, aterrado ante la visión del cadáver del general, negó haber intervenido en su muerte; tras esto, fue inmediatamente asesinado en las mazmorras del edificio.

Llegadas las seis de la tarde, un carro llevó a don Berro junto a otros allegados blancos también asesinados; había sido degollado, su cabeza colgaba mientras se pregonaba: «¡Aquí está el asesino de Flores!». Sería enterrado en una fosa común del Cementerio Central para muertos por la peste.

«¡Mataron a Venancio Flores!», fue el rumor y luego el grito ensordecedor que se extendió por toda la ciudad de Montevideo.

El general Venancio Flores, hijo de su tiempo y circunstancias, no pudo o no supo ir más allá de las miras partidistas y personales. Fue un gran caudillo, vencedor de incontables enfrentamientos y gran movilizador de tropas.

Se impuso por el poder de las armas, y en dos oportunidades hizo peligrar la soberanía nacional favoreciendo la acción de invasores brasileños e incluso argentinos, involucrando a Uruguay en una guerra lamentable con Paraguay, volteando un gobierno legal y constitucionalmente constituido.

Bernardo Berro, expresidente de la República, sobrino del presbítero Larrañaga, fue un hombre docto que bebió de las fuentes de la sabiduría que surgían de la inmensa biblioteca de su tío, que, invadida la provincia por los lusitanos, se preservó en su chacra de Manga. Creció a las órdenes de la patria toda y luego del Partido Blanco, secundando muchas veces a Manuel Oribe y otras veces distanciándose de él.

Se transformó en el máximo dirigente de su partido hasta llegar a ser presidente de la República en el período 1860-1864. No supo o no pudo reaccionar con la urgencia y el ánimo debidos a los ataques de Flores y sus aliados: el ejército constitucional tuvo que sufrir varias derrotas y el país todo, la invasión de sus ciudades, como la de «la heroica Paysandú», y el asesinato de sus líderes, como sucedió con Leandro Gómez.

Ambos mantenían un vínculo muy particular, de distanciamiento absoluto en sus convicciones, pero de respeto completo por sus personas: Berro había arengado a sus hombres diciendo que, de triunfar la movida blanca, la vida de Flores sería respetada; no cabe duda alguna de que, de haber sobrevivido Flores, él le hubiera respetado la vida.

Civilización versus barbarie, caudillaje versus República: estos dos hombres fueron la bisagra perfecta entre estos mundos. Luego se abriría un período de un cuarto de siglo que culminaría con el nacimiento del «país modelo» y del Uruguay del primer batllismo.

El 19 de febrero de 1868 los dos fueron muertos en el llamado «día de los cuchillos largos»: desde ese día la autoría de los asesinos de Flores y Berro sigue siendo un misterio, una incógnita que este libro procura develar.

Quizá los «emponchados» terminen sacando su sombrero, revelando su identidad, dando a conocer sus motivos y mostrando el trasfondo de esta tragedia; ciertamente, con esa intención he escrito este libro.

Fernando Klein

Agosto de 2021

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