La Edad de Tiza

Álvaro Ceballos

Fragmento

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1

Los niños tienen muchas formas de desaparecer. Crecer es la más inocua de todas ellas. Pienso en ello ahora que he vuelto a vivir con mi madre, ahora que un gizmo de peluche vuelve a vigilar mi sueño con su mirada bizca, ahora que la vida me ha arrojado como un náufrago a las costas de mi infancia, y me rodean los signos desencarnados de una niñez ideal, diligente, aplicada, escolarizada. Entre mis calzoncillos aparecen gomas Milan de doble intensidad; en el cajetín de los cubiertos hay cucharas, cuchillos y rotuladores; en una mágica degradación, mis apuntes de la carrera han cedido su puesto a varias remesas de cuadernos de caligrafía; el armarito del cuarto de baño no contiene más que ceras Plastidecor; uno de los maleteros de mi cuarto, en el que habría jurado que estaban los juegos de mesa, ha sido tomado por mochilas de colores primarios, y en la alacena de la cocina ha aparecido, cual bacalao fósil, un cartabón.

Esta tarde he registrado por tercera vez el aparador del comedor, y he encontrado uno de sus cajones —un cajón ancho, de mucho fondo, donde creía haber visto varios juegos de servilletas con orillas de encaje— atestado de lapiceros. Ya había algunos lapiceros la última vez que miré, pero ahora únicamente hay lapiceros. Son unos lápices preciosos, de un color negro brillante, rematados en el extremo por un redondelito dorado. Los conozco bien: son los que utilizan los empleados de la Compañía Telefónica, diseñados para una época en la que los auriculares eran de baquelita y si llamabas al número de información, te daba la hora una persona de verdad. Aprendí a escribir con esos lápices pintureros, extrañado porque nunca salía de ellos el tirabuzón de pendolista que su aspecto parecía prometer.

—¡Mamá! —grito—, ¿has robado todos estos lápices?

—¡Estoy en el baño! —dice ella desde la cocina.

Unos minutos después la oigo entrar de puntillas en el aseo, tirar de la cadena y salir enérgicamente dispuesta a ganarle el pulso a mi dedo acusador.

—Deja de trastear en mis cosas. ¿Se puede saber qué diantres estás buscando?

—Nada —miento, cerrando el cajón.

No es verdad que sean solo sus cosas. Toda la topografía doméstica de mi pasado ha sido invadida por esa infancia ajena y anónima, despojada de atributos. Mi madre no ha conservado uno solo de mis ejercicios escolares, pero ha estado atesorando a centenares, sin que yo lo supiera, artículos de uso escolar: objetos sin mancilla, limpios de decepciones, respetados aún por el error, anteriores a la necedad y a la inconstancia.

¿Cuándo comenzaría esta nueva manía suya? Yo antes solo venía algunos sábados, a comer, y no había modo de que advirtiera la lenta —o igual no tan lenta— infestación, dentro de los armarios y de las cómodas, de esta docta polilla.

Hay una explicación detrás de este síndrome de Diógenes ilustrado. O quizá sea algo menos que una explicación, pero también algo más que una excusa. Resulta que tras la separación —tras ese divorcio que ella sigue llamando separación— mi madre comenzó a frecuentar la parroquia, a la que hasta entonces solo iba por cumplir con el precepto dominical. Primero pensó que la distraería participar en el coro de la misa de una, embutiendo el mensaje evangélico en melodías de Bob Dylan, arrastrando las vocales de una nota a otra, lentamente, patéticamente, como si Bob Dylan se hubiera roto las dos piernas e intentase llegar al teléfono para pedir socorro. Unas semanas más tarde, cuando debía de estar calculando la mejor manera de abandonar el coro sin que nadie se sintiera afrentado, descubrió que algunas de las feligresas colaboraban con Cáritas en campañas de atención social. Se entregó a ello con una devoción que yo no la había visto poner en ninguna otra cosa. Siguió yendo a su trabajo, por supuesto, y viendo la tele por las noches y tomando café con sus amigas, pero yo tenía la impresión de que mi propio tiempo libre habría sido insuficiente para hacer todo lo que ella hacía en la parroquia. Organizaba la colecta de alimentos, participaba en colonias urbanas, recogía juguetes para los niños pobres y ayudaba a los inmigrantes sin papeles a hacer trámites administrativos. Había vuelto a utilizar una agenda, en la que apuntaba las tareas que debería realizar el fin de semana siguiente, los plazos de las instancias, las citas en la vicaría, los encuentros del grupo de apoyo a drogodependientes, las fechas de las formaciones para voluntarios, los teléfonos de organizaciones no gubernamentales. Pero había un ámbito en el que sus compañeros le habían conferido tácitamente atribuciones especiales, y era el del acompañamiento escolar a familias en riesgo de exclusión social.

Mi madre escuchaba a los solicitantes y valoraba sus necesidades, distribuía los recursos y, por encima de todo, recaudaba fondos, mediante loterías y rastrillos, con los que luego adquiría los materiales que esas familias no podían permitirse. Su actividad se ha visto estimulada últimamente por la declaración de la infancia como prioridad diocesana, y por el respaldo que una caja de ahorros había prometido al programa de Cáritas orientado a los menores. Eso, y la liquidación inopinada de varias papelerías del barrio, incapaces de capear la crisis económica, había llenado su casa —que alguna vez fue también mi casa, y que por el momento ha vuelto a ser mi casa— de bolígrafos, carpetas y sacapuntas. A mí me cuesta creer que haya alguien en este país que no pueda comprarse un sacapuntas.

—No es solo un sacapuntas —me explica mi madre—. Es todo. Son los estuches, los compases, las calculadoras… Aunque lo más caro son siempre los libros de texto.

Mi madre fríe unos sanjacobos y nos los comemos con un gazpacho de bote que no sabrá igual igual que el casero, pero que se prepara en cero segundos. En el informativo hablan de un nuevo plan de obras públicas, de la toma de posesión de Obama y de una escuela de Sevilla que ha sustituido las pizarras tradicionales por unos paneles táctiles. Como prospere eso de los paneles, mi madre va a tener que inventarse otra cosa.

—Casi se me olvida contártelo —dice.

Resulta que esta mañana, como libraba, ha estado en la iglesia ayudando en la operación kilo, y ha entrado una mujer preguntando por el párroco. Era una señora de su edad, de intensos ojos negros. Su rostro le resultaba familiar, aunque al mismo tiempo estaba segura de que no era una parroquiana de número, y ni tan siquiera esporádica.

«El párroco está dando clase en un colegio», le ha dicho; «puede volver dentro de hora y media o dos horas». La mujer ha respondido que no vive por aquí y que tendrá que regresar otro día. Mi madre le ha apuntado en un papelito el teléfono de la oficina parroquial, para que no vuelva a hacer el trayecto en balde, pero, intrigada, no ha podido evitar preguntarle si no se habían visto antes. Atando cabos, no tardaron en descubrir que ambas habían mandado a sus hijos al mismo colegio, y que incluso habían estado una en casa de la otra un par de veces.

—Era la madre de José Luis. ¿Te acuerdas de José Luis?

Levanto la cabeza, sobresaltado. Claro que me acuerdo.

—De pequeños os pasabais el día juntos, jugando a detectives.

Me he quedado pensativo, mirando mi sanjacobo. No estoy seguro de que fuera un juego. Hoy albergo la sospecha de

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