La diagonal Alekhine

Arthur Larrue

Fragmento

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1

 

 

 

 

En aquella época el campeón del mundo de ajedrez se llamaba Alexánder Alexándrovich Alekhine, y era tan presumido que solo usaba gafas durante las partidas. El caso es que veía muy mal. El mundo se movía a su alrededor y él vacilaba. Parecía que estuviera bebido o que intentara caminar derecho por la cubierta de un barco azotado por las tempestuosas olas del Atlántico... Aquel 17 de enero de 1940, justamente, Alekhine estaba en mitad del Atlántico, a bordo de un paquebote llamado Miracle.

Como todas las mañanas, a modo de desayuno, había pedido que le llevaran al camarote huevos revueltos, tostadas, una botella de champán, café de filtro y vermut. Luego había desmenuzado las tostadas y vertido un buen chorro de vermut sobre los huevos, y se lo había comido todo sin usar los cubiertos, con los dedos. Grace no se lo afearía. Seguía durmiendo. Alekhine le dejó suficiente champán para llenar una copa, o sea para alegrarle el despertar. Depositó la bandeja al pie de la cama, introdujo una cucharilla en el gollete para que la bebida no perdiera la chispa y se volvió hacia ella. Bajo el polvo de arroz que se había abstenido de quitarse antes de acostarse y que, en consecuencia, manchaba el almohadón, Alekhine notó una energía húmeda, envolvente y blanda. Grace había envejecido, constató. Se preguntó si había sido joven alguna vez. En 1934, cuando se casaron en Villefranche-sur-Mer, ella ya era dieciséis años mayor que él. Ahora Alekhine tenía cuarenta y siete. Un mínimo esfuerzo matemático bastaba para calcular la respetable edad de Grace. La buena educación nos prohíbe escribirla.

—Joven... —murmuró para sí Alekhine quitándose el pijama—. ¿Por qué iba a serlo? ¿Qué tiene de particular la juventud, aparte de la dispersión? La edad, al acercarnos a la muerte y su ultimátum, fortalece la voluntad y simplifica las opciones. Como al final de una partida, como cuando muere un cisne, provoca la liberación de una energía furiosa, puede que irresistible...

Alekhine se anudó la corbata de cuadros escoceses y salió.

Tenía unos ojos acerados de un azul muy pálido, penetrantes como agujas, y una boca pequeña y crispada que transparentaba su carácter rígido, agudizado por la vanidad y sujeto a frecuentes arrebatos nerviosos. Bien plantado y de complexión robusta, parecía debatirse, no obstante, en un fluido. Como si el aire le opusiera una resistencia especial, como si sus miembros estuvieran embadurnados de una espesa crema que los entorpecía. Más que moverse, parecía nadar. Ni su mala vista ni el sopor matutino bastaban para explicar esa peculiaridad suya. El culpable era más bien su tercer ojo, aquella sombra que lo vigilaba constantemente y lo impulsaba a rodear cada uno de sus gestos de un preciosismo ridículo. Actuaba. Interpretaba el papel que había escrito para sí mismo. Por ejemplo, cuando sostenía una copa o movía una pieza sobre el tablero (lo que hacía bastante a menudo), tenía la costumbre de estirar el meñique hacia fuera.

En el exterior, el tiempo era malo, por no decir hostil. La cubierta estaba vacía. Se agarró a la borda y se sacó un cigarrillo del bolsillo. Escondió la cabeza en la chaqueta para encender una cerilla, igual que un pájaro esconde el pico bajo el ala. El viento barría una tras otra sus bocanadas de humo. Llevaban doce días navegando. El anterior, el Miracle había dejado atrás las Azores. A Alekhine el archipiélago no le había parecido gran cosa: unos cuantos conos negros medio sumergidos en los que se enganchaban las nubes. Embarcar en Buenos Aires, tras la breve escala en Río de Janeiro, había supuesto decir adiós a Sudamérica, donde, durante un año, Alekhine había vivido a lo grande, en un verano continuo, de gran hotel en gran hotel, de casino en casino, de homenaje en victoria, de avión de línea en crucero, de barra libre en barra libre... Allí, se había bañado continuamente en un cóctel dulce. De hecho, todas las ciudades que había visitado tenían nombre de cóctel. Había estado en Antofagasta, Belo Horizonte, Guayaquil, Caracas... Ahora bogaba hacia Lisboa, o sea, hacia el invierno y el apocalipsis en forma de guerra mundial. La temperatura había bajado. La luz palidecía. ¿Comprendía Alekhine lo que eso significaba? ¿Era consciente de que estaba pasando del mojito al tupinambo? ¿Le entraron ganas en algún momento de dar media vuelta? No. Para él, los secos restallidos de las banderas de señalización y los remolinos que lamían los costados del barco solo eran la manifestación de una inquietud bastante difusa, principalmente meteorológica.

Alekhine era mucho menos clarividente en la vida que sobre el tablero. En el espacio y el tiempo que los seres humanos coinciden en llamar «realidad», no preveía el futuro ni gobernaba el destino. Cuando mandó la colilla a las negras aguas de un papirotazo, no tenía la menor idea de la mala racha que lo esperaba. Sin embargo, la realidad se había tomado la molestia de enviarle unas cuantas señales. Incluso había tenido el detalle de dirigirse a él a través de sus canales de comunicación preferentes, que eran el ajedrez y la bebida.

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2

 

 

 

 

Cuatro meses antes de embarcar en el Miracle, en pleno Torneo de las Naciones, Alekhine se tomaba el primer whisky de la tarde en el hotel Palacio de Buenos Aires en compañía de Tartakower, que tenía más o menos su edad. Estaban sentados con otro jugador, unos veinte años más joven y compañero de Tartakower en el equipo de Polonia. Se llamaba Mendel Najdorf. No tardaría en llamarse Miguel Najdorf cuando, imposibilitado de volver a su país por un acuerdo entre dos descuartizadores conocidos como Hitler y Stalin, y dado que en algún sitio había que vivir, decidió que lo mejor sería quedarse donde estaba. Las fronteras polacas no habían dejado de oscilar entre Alemania y Rusia desde hacía tres siglos, lo que había dado lugar a una bromita geopolítica: «Los polacos existen; Polonia, ya ni se sabe».

Era un momento de relajación. Hablaban en ruso y de ajedrez. A su alrededor, la habitual decoración de los palacios: estuco, terciopelo, dorados y colores de resonancias aristocráticas como el rojo sangre y el azul real.

Alemania encabezaba aquella octava Olimpiada —el otro nombre del Torneo de la

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