El circo de los prodigios

Elizabeth Macneal

Fragmento

1. Nell

1

Nell

Empieza con un anuncio, clavado en un roble.

—¡El Circo de los Prodigios de Jasper Jupiter! —grita alguien.

—¿Qué es eso?

—¡El mayor espectáculo del mundo!

Todo el mundo avanza a empellones, chasqueando la lengua, gritando.

—¡Cuidado! —chilla una mujer.

A través de un hueco abierto entre varias axilas, Nell vislumbra un fragmento del cartel. Su color llamativo, rojo fuerte con bordes dorados. Una ilustración de una mujer barbuda, vestida con un jubón rojo y unas alas doradas en las botas. «¡Stella, el Ave Cantora, barbuda como un oso!». Nell se acerca más, alargando el cuello para ver todo el anuncio y leer las sinuosas palabras. «Minnie, la Afamada Mastodonte» (una enorme criatura gris de hocico largo), «Brunette, la Giganta Galesa. El Museo de Objetos Curiosos más pequeño del mundo» (el boceto de un cocodrilo blanco en un tarro y la piel mudada de una serpiente).

En la parte superior del volante, y con un tamaño tres veces mayor que cualquiera de los demás elementos, figura la cara de un hombre. Lleva las puntas del bigote rizadas de modo que forman un paréntesis pronunciado y sostiene un bastón como si fuera un rayo. «Jasper Jupiter —lee—, empresario circense, presenta una asombrosa compañía de curiosidades vivientes...».

—¿Qué es una curiosidad viviente? —pregunta Nell a su hermano.

Él no le responde.

Allí de pie, se olvida de cortar y atar interminables violetas y narcisos, de las numerosas picaduras de abeja que le provocan hinchazones en las manos, del sol primaveral que le baña la piel hasta que parece hervirle. El asombro crece en su interior. El circo va a venir, a su pueblo. Se instalará en los campos salpicados de sal que hay tras ellos, manchará el cielo con brochazos de colores exquisitos, traerá lanzadores de cuchillos, animales exóticos y chicas que recorrerán las calles como si fueran suyas. Nell se apretuja más contra su hermano y escucha el batiburrillo de preguntas. Gritos entrecortados, exclamaciones.

—¿Cómo consiguen que los cachorritos bailen?

—¡Un mono vestido como un pequeño galán!

—¿Tiene realmente barba esa mujer?

—Pelaje de ratón. Será pelaje de ratón pegado con cola.

Nell contempla el volante, con sus bordes enrollados, sus colores vivos y su letra reluciente, e intenta grabárselo en la cabeza. Desearía poder quedárselo. Le gustaría volver a escondidas por la noche y quitar los clavos, con cuidado para no rasgar el papel, y mirarlo cuando le apetezca, examinar a esas personas curiosas con la misma atención que pone en los grabados de la Biblia.

A menudo se han montado espectáculos de carpas en poblaciones cercanas, pero nunca en su pueblo. Su padre visitó incluso el de Sanger cuando se instaló en Hastings. Contaba historias sobre muchachos con los labios pintados, hombres que montaban caballos cabeza abajo y disparaban a botellas. «Unas maravillas increíbles —decía—. Y las prostitutas..., oh, te cobran tan poco como una chica de Brighton». En el campo, las noticias sobre desastres circenses corrían alegremente de boca en boca. Domadores devorados por leones, chicas que caminaban por la cuerda floja a gran altura y que sufrían caídas mortales, incendios que consumían la carpa entera y carbonizaban a los espectadores que estaban dentro mientras las ballenas hervían en sus acuarios.

Los gritos se interrumpen un momento y entonces una voz dice:

—¿Estás tú en él?

Es Lenny, el que hace las cajas de embalaje, con el pelo rojizo cayéndole sobre los ojos. Está sonriendo como si esperara que todo el mundo se uniera a él. Quienes están a su alrededor se quedan callados y, alentado, habla más fuerte:

—¡Haz el pino! Antes de que lleguen los demás prodigios.

Por el respingo que pega su hermano, al principio Nell cree que Lenny está hablando con él. Pero eso es imposible; Charlie no tiene nada inusual y es a ella a quien Lenny está mirando, recorriéndole las manos y las mejillas con la vista.

El silencio se alarga, roto solo por susurros.

—¿Qué ha dicho?

—¡No lo he oído!

Un movimiento de pies, inquieto.

Nell nota la conocida sensación de ser observada. Cuando alza los ojos, los demás se sobresaltan, se miran las uñas o se fijan en una piedra del suelo con excesiva atención. Sabe que quieren ser amables, ahorrarle la humillación. La asaltan los recuerdos. Se acuerda de como hace dos años, cuando la tormenta esparció sal sobre las violetas y las marchitó, su padre la señaló con un dedo tembloroso: «Es gafe, ya lo dije el día que nació». O de como la novia de su hermano, Mary, procura no rozarle la mano sin querer. «¿Será contagioso?». De los viajeros de paso que se quedan mirándola sin el menor disimulo, de los charlatanes que intentan venderle pastillas, lociones y polvos. Una vida siendo muy visible e invisible a la vez.

—¿Qué has dicho, Lenny? —pregunta su hermano preparado para atacar como un terrier a la caza de ratones.

—Déjalo —le susurra Nell—. Por favor.

No es ninguna niña ni un pedazo de carne por el que deban pelearse unos perros. Esta no es su lucha; es la de ella. Se siente como si le dieran un puñetazo en la barriga. Se tapa con las manos como si estuviera desnuda.

La gente retrocede cuando Charlie se abalanza sobre Lenny y usa el brazo como si fuera un martillo para golpearlo mientras lo mantiene inmovilizado bajo su cuerpo. Alguien trata de apartarlo, pero es un monstruo que pega, da patadas, se revuelve.

—Por favor —suplica Nell alargando la mano hacia la camisa de su hermano—. Para, Charlie.

Alza la mirada. El círculo se abre a su alrededor. Está sola, toqueteándose el dobladillo del sombrero. Un hilo de sangre reluce como un rubí en el suelo. El sudor le mancha las axilas del vestido. El pastor deja una mano suspendida sobre su hombro como si fuera a darle unas palmaditas.

A Nell le molestan las picaduras de abeja de las manos, enrojecidas por la savia.

Se abre paso entre la gente. A su espalda, el gruñido de la pelea, el ruido de tela rasgada. Empieza a andar hacia los acantilados. Le apetece nadar, sentir la insoportable fuerza de la corriente, el dolor sordo de las extremidades al luchar contra ella. «No voy a correr», se dice a sí misma, pero pronto sus pasos golpean el suelo y la respiración le quema en la garganta.

2. Toby

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