CAPÍTULO 1
Marzo de 1992
Como si de pronto hubiese recordado que tiene una cita en el extremo opuesto del mundo y llegase tarde, el sol acelera su caída en los últimos instantes del día. Se esconde entre los altos cipreses creando alrededor de ellos un halo dorado y extendiendo sus sombras sobre el césped, inundado de destellos anaranjados, y luego vuelve a asomarse durante unos segundos obligándome a parpadear varias veces para acostumbrarme a su intensa luz. Finalmente, sin mirar atrás, desaparece.
Me parece casi insultante que el día de hoy haya sido tan espléndido. «El dolor duele más cuando la vida continúa sin esperarte», solía decir mi profesor de Literatura en el instituto. Estas palabras han regresado a mi mente, como si hubiesen estado todos estos años esperando a que lo viviese en mi propia piel para que comprendiese su verdadero significado. Han vuelto a buscarme y me han recordado cuánta razón tenía. Supongo que una parte de mí, por muy irracional que parezca, daba por sentado que hoy la vida se detendría para acompañarme en el dolor y esperaría pacientemente a que estuviese lista para poder continuar. Una especie de tiempo muerto, una pausa para poder recapacitar, asumir y recomponerme. Pero, por supuesto, no ha sido así. La vida ha seguido como si fuese un día cualquiera, bajo un cielo extrañamente despejado y templado por un sol que parecía estar retándome.
No puedo evitar sentir que la normalidad ahora se ha convertido en una compañera extraña para mí, que la vida ya nunca será la misma. Recuerdo las palabras de Carmen esta mañana, con sus pequeños ojos enrojecidos que emanaban una profunda y sincera tristeza: «Isabel, cariño, retoma cuanto antes tu rutina. Hazme caso, te vendrá bien».
Observo a través del ventanal cómo el cielo va abandonando el azul, sonrojándose poco a poco como si acabaran de lanzarle un cumplido. Un artista invisible despliega su pincel y comienza a dar color frenéticamente a las pocas nubes que hay, como si fuesen lienzos en blanco. Utiliza colores vivos, luminosos: tonos malvas, rosáceos, dorados. Consigue crear en cuestión de pocos minutos un atardecer hipnotizante, con bellos matices momentáneos que obligan al observador a poner en la obra toda su atención. Finalmente, todo vuelve al azul. El artista recoge su pincel, apaga la luz de su estudio y la imponente quietud que inunda el terreno al otro lado del cristal empieza a disolverse en la oscuridad.
Me limpio las lágrimas y miro mi reloj, que marca las seis y media de la tarde. Estoy exhausta. El día ha transcurrido impregnado por una extraña atmósfera, mezcla de agradecimiento y cariño por todas las personas que se han acercado para arroparme; mezcla de tristeza y agotamiento por tener que explicar una y otra vez cómo ha ocurrido todo y contestar pacientemente todas las preguntas que, espero, me hayan hecho desde la preocupación y no desde la curiosidad propia de los pueblos. La verdad es que nunca me he sentido cómoda en estos sitios, necesitaba salir al pasillo para coger aire.
Al apartar la mirada del ventanal, veo aparecer a Luis guardándose un paquete de cigarrillos en el bolsillo trasero del pantalón. Al verme apoyada en el alféizar, viene hacia mí. Los pantalones, como siempre, le están demasiado grandes y se le caen constantemente provocando que la camisa se le salga por fuera. Siento compasión y preocupación a partes iguales por su desgarbado aspecto. Por la mueca que se forma en las comisuras de su boca, sé que él siente lo mismo hacia mí. Se ha dado cuenta de que el bocadillo y la manzana que me ha traído al mediodía siguen intactos, junto a mi bolso. No puedo evitar cierta sensación de culpabilidad, es posible que él mismo no haya comido nada en todo el día, nunca se le ha dado demasiado bien cuidar de sí mismo. Sé que hace un esfuerzo enorme asumiendo en estas circunstancias el rol de cuidarme, cuando no es esa su naturaleza. Afortunadamente, compruebo aliviada que no está dispuesto a insistir, seguramente esté demasiado cansado como para recordarme de nuevo que debería comer algo. Tiene unas profundas y oscuras ojeras, consecuencia del agotamiento acumulado en los últimos días.
Recojo mi bolso y con mi mano le señalo la sala, indicándole que ya estoy lista para entrar de nuevo. Dentro apenas queda gente, la mayoría de los conocidos de mamá han venido esta mañana. Supongo que es hora de que acepte que Mario no va a venir. En realidad, no sé muy bien por qué esperaba su presencia, si llevamos meses sin hablarnos. Puede que haya sido un error fruto del agotamiento y de la autocompasión. Lo más probable es que no se haya enterado, la verdad es que no teníamos amistades en común.
Me siento otra vez junto a Carmen y Manuel, que están como siempre cogidos del brazo. Carmen, en uno de los sofás de la sala; Manuel, en su silla de ruedas. Ambos han adelgazado mucho en los últimos años, a la par que la salud de Manuel ha ido deteriorándose con rapidez. Le cuesta un gran esfuerzo caminar, ha perdido mucha movilidad, lo cual obliga a Carmen a estar pendiente de él en todo momento. De manera innata, ella siempre ha antepuesto las necesidades de los demás a las suyas propias. El problema es que no quiere ningún tipo de ayuda. Yo misma me he ofrecido mil veces, haciéndole ver que no me supone ninguna molestia. Nuestras casas colindan entre sí y, salvo que haya muchas visitas guiadas en una misma tarde, solamente trabajo por las mañanas. Pero todo lo que tiene de buena persona lo tiene también de testaruda.
Durante toda su vida se ha negado a dejar que alguien la libere de una parte de la carga de trabajo. Hace años, cuando mamá y ella regentaban la pastelería, era feliz haciendo horas extra y levantándose antes del alba cada día, si con eso evitaba contratar a una tercera persona. «Mientras nos vayamos apañando, no veo qué necesidad hay de que hagan las cosas por mí», suele decir una y otra vez. Así que a sus setenta y ocho años vela día y noche por la salud de su marido, se encarga de todas las tareas del hogar, cuida de su querido huerto y todas las tardes encontraba el tiempo necesario para venir a vernos un rato antes de preparar la cena. Además, durante las últimas semanas ha acudido puntual cada tarde al hospital para ver a mamá, momento que yo aprovechaba para ducharme en casa y descansar un rato antes de pasar allí la noche.
Por supuesto, de toda esa larga lista de quehaceres, ella es siempre la última. No cuida de sí misma hasta que no termina todo lo anterior, hasta que no está segura de que todos a su alrededor tienen todo lo que necesitan. Por eso está tan desmejorada y ha perdido tanto peso. Las líneas que surcan su pequeño rostro cada vez son más profundas. Supongo que su presencia es en cierta forma necesaria, para recordarnos que los años no pasan en balde. Qué puedo decir yo, hace ya mucho tiempo que me despedí de mi juventud y acepté sin demasiado convencimiento la aparición lenta pero imparable de los achaques por la edad. Supongo que el cansancio de los últimos meses nos ha pasado factura a todos.
Los miro con cariño, llevan el día entero aquí, acompañándome, y sé que hasta que yo no me vaya ellos tampoco lo harán. Así que decido que es hora de marcharnos, es tarde y no parece que vaya a venir nadie más. Elevando la voz para que ambos me escuchen, les digo:
—Vamos, Carmen, Manuel, volvamos a casa.
Carmen enseguida levanta la vista preocupada, tal y como esperaba. Su intención era quedarse hasta que apagasen todas las luces, quizá incluso la noche entera, aferrada a las antiguas costumbres. Así que opto por persuadirlos con algo que no me pueden rebatir:
—Ya sabéis que no me gusta conducir de noche. Es mejor que nos vayamos ahora que todavía hay algo de claridad, antes de que sea noche cerrada. Además, mañana la ceremonia será a primera hora de la mañana y el cementerio está a más de una hora de distancia.
Carmen y Manuel se miran indecisos, pero finalmente asienten en silencio. Sé que el último deseo de mi madre les ha descolocado tanto como a mí. Ha sido desconcertante para todos ver que en sus últimas voluntades ella había dejado por escrito su deseo de ser enterrada junto a sus padres, cuya figura siempre ha estado rodeada de un halo de secretismo. Apenas sé nada de ellos, mi madre solo me habló de mis abuelos una vez, en un día que pese a mi temprana edad y los años transcurridos desde entonces, nunca se me olvidará por el impacto que supuso para mí.
Durante mi infancia, con nueve o diez años, empecé a tomar conciencia de la importancia que los abuelos tenían para algunas de mis amigas. Veía que iban a recogerlas a la escuela, me contaban que el domingo habían ido a comer a su casa. Sin embargo, yo no recordaba haber conocido a los míos, no tenía ningún recuerdo de ellos. Sintiendo un creciente interés por aquellas personas de las que mi madre nunca me había hablado, de manera inocente comencé a hacer preguntas. Pero, para mi sorpresa, me topé con extraños silencios por parte de mi madre, y aquello no hizo sino aumentar mi curiosidad. Tras varias semanas rogando que me hablase de ellos, preguntándole cómo eran, qué les había ocurrido, una mañana se levantó muy seria y me dijo que si quería aclarar todas mis preguntas me vistiese deprisa, que teníamos que coger un autobús. Recuerdo la gravedad de su expresión durante todo el trayecto. A mitad de camino, viendo que mi madre no correspondía a mis comentarios con su habitual entusiasmo y parecía estar ensimismada, comencé a lamentar haber insistido tanto. Deseé que dejase de comportarse de aquella forma tan extraña. Cuando nos apeamos, en un lugar desconocido, sin apenas mediar palabra mi madre compró unas flores en una tienda y cogiéndome de la mano me llevó hasta una iglesia. Alrededor del edificio, esparcidas sobre la hierba, había muchas piedras grises. Mi madre me explicó que así descansaban las personas cuando se acababa su vida. Aquello me impresionó, era la primera vez que visitaba un cementerio. Al llegar frente a una de las sepulturas mi madre depositó el ramo de flores sobre ella y me dijo que allí era donde estaban descansando mis abuelos. Por primera vez mencionó que ambos habían fallecido en un accidente de automóvil cuando ella era pequeña. A continuación me habló acerca de una parte de su pasado desconocida para mí. Me contó que tanto sus padres como ella cuando era muy joven habían servido durante varios años a una familia que habitaba una casa cerca de allí. Que era en aquella casa donde había conocido, hacía mucho tiempo, a Luis. Él también formaba parte del servicio. Tanta novedad resultó tan abrumadora para mí que ya no tuve ganas de formular ninguna pregunta más. Tan solo quería abandonar aquel lugar tan silencioso e inquietante, regresar a casa y que mi madre volviese a comportarse como siempre. Temía que estuviese enfadada conmigo por mi insistencia en las semanas previas.
Aquella noche, incapaz de dormir, con un regusto amargo por lo que había ocurrido, preocupada porque mi madre había continuado callada y ausente toda la tarde, acudí a su dormitorio. Pero antes de entrar en él me detuve. Mamá había cerrado la puerta y a través de ella pude oír sus sollozos en la oscuridad. Fue tan poderoso el impacto al sorprenderla por primera vez llorando, el sentimiento de culpabilidad al ver lo que había provocado con mi curiosidad y el miedo a que no me perdonase, que en aquel momento me juré a mí misma que nunca más le iba a preguntar nada relacionado con esa parte de su pasado. Si ella no quería hablar, yo tenía que respetarlo. Nunca más me atreví a preguntar nada, enterré en mi mente aquella etapa de mi madre como si nunca hubiese existido.
Por eso me resulta muy complicado asimilar esta inesperada sorpresa. Si mi madre evitó durante toda su vida aquella parte de su pasado, si era incapaz de hablar de sus padres, ¿por qué entonces quiere descansar junto a ellos, lejos de casa y de mí? Me cuesta comprender por qué no me dijo nada de esto antes.
Exhalo un suspiro, recojo las tarjetas de condolencias que han sobrado y, con un profundo pesar, me despido de mi madre. Abatida, al apagar las luces no puedo evitar sentir que también se apaga una parte de mi vida.
Avanzamos despacio hacia la entrada donde nos está esperando Luis, que se ha vuelto a adelantar y está fumando el que será quizá su tercer o cuarto cigarrillo en cuestión de minutos. Tantas horas metido en un mismo lugar acaban con sus nervios, ya de por sí bastante agitados. Nos dirigimos en silencio al aparcamiento y allí nos despedimos de él, que ha dejado el coche en el otro extremo. De nuevo le doy las gracias por todo y acordamos quedar a las ocho de la mañana para conducir con calma.
Mi viejo coche necesita unos minutos para calentarse y decidir si echa a andar o no, así que arranco con paciencia y, cuando por fin se enciende el motor con un rugido de hastío, conduzco despacio hacia la carretera, dirección Santillana del Mar.
Pese al cansancio acumulado de tantas semanas en vela, mi subconsciente me traiciona y me despierto muchas veces. A partir de las seis ya no consigo dormirme. Harta de dar vueltas, sintiendo cómo se apodera de mí una amenazante nube de tristeza, decido levantarme y bajar a la cocina para hacer café, confiando en que su aroma cálido y tostado me ayudará a despejarme. Tomo asiento en mi rincón favorito de la cocina, uno de los dos antiguos arcones de madera pintados de blanco situados bajo la ventana. En medio de ambos, un estrecho tablero de madera hace las veces de mesa. Guiada por la costumbre, me coloco en el lado izquierdo. Frente a mí, el asiento ahora vacío de mamá me recuerda que este es el comienzo del primer día sin ella, y una punzada de dolor me atraviesa el estómago.
Como si adivinaran mi pesar, una docena de margaritas mustias me observan desde el jarrón de cerámica blanca colocado en medio de la mesita. En un intento por buscar tareas en las que ocupar el tiempo que ahora se abre peligrosamente ante mí, me prometo que hoy sin falta cambiaré las flores. Las pobres llevan varios días de capa caída y, en vez de alegrar la estancia, le dan un toque de melancolía que no necesito en estos momentos. De fondo, oigo el incesante segundero del reloj de la cocina y, al cabo de unos minutos, la cafetera comienza a silbar. Me levanto a apagar el fuego. Todavía es de noche y, por lo que puedo ver apartando las cortinas a través de las ventanas empañadas, se ha levantado una densa niebla matutina. Atraída por la calma y el silencio que rodean las calles a estas horas, decido salir para intentar despejarme. Me bebo de un trago el café, me visto, cojo mi parka y, no sin su habitual chirrido, abro nuestra pesada y antigua puerta de madera para sumergirme de lleno en la niebla.
Al salir a la calle, el aire fresco y húmedo previo al amanecer despierta mi piel. Me envuelvo en mi bufanda y echo a andar hacia la colegiata. Centro mi atención en cada paso que doy para no resbalar con el humedecido empedrado. Si no fuese porque he recorrido este tramo cientos de veces, pensaría que estoy yendo en dirección contraria; la niebla es tan densa que la colegiata no se adivina hasta que me encuentro a escasos cien metros de ella. No estoy acostumbrada a conducir de noche y en estas condiciones, así que recogeré a Luis antes de lo previsto para llegar a tiempo al cementerio.
Después de dejar atrás el antiguo lavadero, apuro el paso mientras atravieso la plaza de las Arenas, donde se saborean los últimos instantes de calma previos al inminente ajetreo, y giro a mi izquierda, tomando el camino de tierra que bordea el recinto de la iglesia. Este es sin duda mi tramo favorito, también era el de mi madre.
Cuando era pequeña me recogía en la escuela y, siempre que el tiempo lo permitía, veníamos aquí a pasear. Una amplia explanada de hierba alta se abría a mano derecha delimitando el final de Santillana por su parte norte. Más allá, solo se adivinaban prados y tierras de labranza; hoy salpicados por varias construcciones. Durante horas y horas yo me dedicaba a correr entre la hierba, a explorar y gritar cada vez que descubría un animalillo de nombre desconocido. Entonces mi madre, pacientemente, se acercaba y me explicaba de qué se trataba. Al llegar a casa, apuntábamos los nuevos hallazgos en un pequeño cuaderno verde de tapa desgastada que ella me había regalado. Especialmente deliciosos eran los días de verano en los que brillaba con fuerza el sol, calentándonos la piel. En esos días mis exploraciones podían alargarse hasta el anochecer porque al día siguiente no tenía que ir a la escuela.
Hoy una masa oscura se sitúa a mi derecha, tenuemente iluminada por la débil luz de una farola al final del camino. A duras penas la luna consigue abrirse paso entre la impenetrable niebla para mostrarme el camino. Aunque no puedo verlos, oigo el lejano tintineo de cientos de cencerros acompañado por los habituales gritos de Alberto, que intenta enderezar la trayectoria de sus ovejas. De fondo, los ladridos de sus fieles mastines. Ya están de vuelta de su pasto matutino y mi reloj aún no marca siquiera las siete de la mañana.
Despacio, dejo atrás la colegiata y me dirijo hacia la plaza del Mercado, guiada por un cálido y agradable olor a pan recién hecho que se vuelve más intenso a cada paso que doy. La panadería de la familia Abad fue en su día la pastelería de Carmen y de mi madre. Aunque hace ya casi quince años que la vendieron, cada vez que me acerco a ella todavía puedo respirar el olor dulce y absorbente que emanaba del diminuto local cada vez que horneaban sus característicos buñuelos de mermelada y nata, sin lugar a dudas su seña de identidad durante sus casi cincuenta años de actividad. Con sacrificio y muchas horas de trabajo, mi madre y Carmen lograron que la pastelería adquiriese gran fama en su época. Aquellos pasteles eran un reclamo no solo para la gente del pueblo, sino para los turistas e incluso para los pueblos de alrededor. Los fines de semana me despertaba sola en casa porque mi madre se iba muy temprano a la pastelería. Después de vestirme, me dirigía yo sola hasta la plaza, tal y como mi madre me había enseñado, y a veces, especialmente los domingos a media mañana, para poder llegar hasta el pequeño mostrador tenía que atravesar largas colas de gente que se acercaba hasta Santillana solo para comprar los dulces.
Cuando tuvieron que vender el local, mi madre, que era quien había ideado la receta de los buñuelos, se mostró reacia a compartirla con los nuevos dueños, así que estos optaron por reconvertir el establecimiento en una panadería. A día de hoy tan solo Carmen y yo somos las afortunadas que conocemos el proceso paso a paso para hacer los pasteles. Lo cierto es que durante mi juventud fueron cientos de ellos los que ayudé a cocinar. Trabajar en la pastelería durante los veranos y las Navidades, las épocas en las que más se vendían, fue mi manera de ahorrar para poder costearme la carrera. Recuerdo como si fuese ayer el ajetreo y el calor sofocante a primera hora del día en la cocina, que se reducía a un angosto pasillo con el horno al fondo. Apenas conseguíamos entrar en él las tres sin pisarnos entre nosotras. Carmen atendía a los clientes más madrugadores, yo moldeaba y daba forma a la masa y mi madre hacía a mano la mermelada de ciruela, el verdadero secreto de la receta. El tiempo volaba en medio de tanto revuelo hasta que, antes de las diez de la mañana, llegaba la calma en forma de bandejas con pasteles recién hechos cuyo olor inundaba la plaza entera.
Me detengo y observo el viejo local, que ocupa la parte baja de un estrecho edificio que parece estar asfixiándose encajado entre la Torrona y el Ayuntamiento, como si se hubiera metido en el último momento en medio de un efusivo abrazo y se hubiera quedado allí atrapado para siempre. Hoy la plaza está desierta y la clienta madrugadora soy yo. Respiro hondo y entro para comprar dos barras de pan, una para mí y otra para Carmen y Manuel. La dueña me da el pésame por mi madre. Le doy las gracias y me apresuro a regresar a casa. Tengo el tiempo justo para darme una ducha e ir a recoger a Luis si quiero salir antes de lo previsto.
Aunque intento no pensar en el duro momento que se acerca y que todavía no sé cómo voy a afrontar, mi cuerpo lo sabe y poco a poco se forma dentro de mí un nudo que parece ahogarme. Busco refugio en una ducha caliente, pero la dichosa caldera vuelve a fallar y, lejos de templarme, salgo tiritando. Me visto con un traje y una blusa negra de seda que me regaló mi madre hace unos años y abandono la casa por la puerta trasera de la cocina. Bajo las escaleras de piedra hacia el pequeño jardín trasero y, mientras me dirijo al cobertizo que hace las veces de garaje, me doy cuenta de que hay alguien de pie en la verja de entrada. Es Carmen, que enseguida se me acerca preocupada para asegurarme que pueden acompañarnos.
—No te preocupes, Carmen, de verdad. Mamá sería la primera en entenderlo. Manuel necesita descansar, y tú también. Estos últimos días han sido largos y agitados y ya has hecho más que suficiente permaneciendo siempre a mi lado.
Sé que nada va a aliviar su sentimiento de culpa, pero, limpiándose las lágrimas con un pañuelo, acepta mi ruego y me tiende una corona de flores que había apoyado en el muro de piedra.
—Las encargué ayer. Haz el favor y pónselas a Aurora. Tened mucho cuidado, espero que la niebla se abra con el amanecer.
Le doy las gracias, me despido de ella y arranco mi Ford Fiesta. Tras su habitual cavilación, se pone en marcha y me dirijo hacia las afueras, Luis vive en una de las últimas casas del pueblo. Me espera fumando, nervioso. Cuando se sube al coche, sé que esa noche también la ha pasado en vela. Sus ojeras se han oscurecido aún más si cabe, pero se apresura a decirme que ha descansado, que no me preocupe.
Para mi sorpresa, pues francamente me esperaba un viaje silencioso y tenso, Luis habla sin parar. Él mismo se interrumpe para darme las indicaciones pertinentes y de nuevo retoma el hilo de su conversación. Rememora momentos con mamá, me pregunta si yo me acuerdo de algo, sin darme tiempo para responder; me señala la inusual niebla que se ha formado hoy, pero asegura que sin duda va a abrir antes de que lleguemos; y termina hablando de algo sobre el último partido de fútbol. Distraída, centrando mi atención en la carretera, me pregunto si a los nervios que de por sí ambos sentimos por el momento al que nos enfrentaremos en cuestión de unas horas a Luis se le está sumando la excitación por volver a la zona en la que vivió cuando era joven. Que yo recuerde, no ha regresado desde entonces. En cualquier caso, le agradezco su incesante conversación. Su cálido murmullo de fondo me reconforta y le doy las gracias en silencio por no tener que pasar por esto sola.
A medida que avanzamos por la carretera comarcal, una luz lechosa lucha por abrirse paso entre la densa y grisácea capa de nubes que se extiende a lo largo de todo el horizonte. Muy lentamente la niebla está empezando a levantarse. Echo un vistazo al reloj. Pese a la climatología adversa todavía es pronto, estamos a escasos kilómetros del pequeño pueblo donde están enterrados mis abuelos y queda una hora para que comience la ceremonia, así que pienso distraída dónde podríamos resguardarnos, pues el día es húmedo y poco apacible como para dar una vuelta. De pronto, se me ocurre una idea.
—Oye, Luis, debemos de estar cerca de la casa en la que trabajasteis tú y mamá cuando erais jóvenes. ¿Por qué no vamos a verla? Tenemos tiempo más que suficiente y siento interés por conocerla. ¿No te hace ilusión ver qué es de ella?
Inmediatamente, Luis interrumpe su amena conversación. Está claro que mi proposición le ha pillado desprevenido. Lo miro de reojo, parece estar considerando mi oferta. Tarda varios segundos en responderme:
—Hace muchos años que no voy allí. No sé ni siquiera si estará abandonada.
Su voz ahora sí deja entrever los nervios, pero aun así insisto:
—Intentémoslo. ¿Recuerdas más o menos hacia dónde hay que ir?
Luis no responde enseguida, pero al cabo de unos minutos alza la mano y señala un letrero: «Hotel La casa de las magnolias ****, 5 kilómetros». Sin pensarlo, atraída por la curiosidad, pongo el intermitente y tomo el desvío a mano derecha, hacia una carretera estrecha y bastante peor asfaltada que la comarcal. En cuestión de segundos, la vegetación se vuelve tupida a ambos lados del camino, oscureciendo el trayecto y dificultando aún más la escasa visibilidad del día. Agarro con fuerza el volante con ambas manos y estirándome me inclino hacia delante para ver bien la carretera, por si acaso se cruzase algún animal. Grandes árboles nos flanquean y terminan uniéndose encima de nosotros formando un frondoso túnel. Por un momento me planteo preguntarle a Luis si está seguro de si este es el camino correcto, pero rápidamente descarto esta posibilidad, pues no se le ve muy entusiasmado con mi decisión y temo que sea el motivo que le falta para pedirme que demos la vuelta.
Pese a la oscuridad del trayecto, encuentro un halo de encanto y de misterio entre tanta vegetación. Ahora que Luis se ha quedado en silencio, más allá del motor del coche no se oye nada a nuestro alrededor, como si nos hubiéramos alejado de toda civilización. Durante varios kilómetros avanzamos sumergidos en la más profunda quietud. Apenas se vislumbran tímidos claros entre los árboles, hasta que al fin giro hacia la derecha y, cuando termino de bordear la curva, la espesa vegetación se disipa y aparece ante nosotros un majestuoso edificio de piedra rosada de tres plantas. Está situado en el centro de un claro delimitado por una verja de hierro repleta de enredaderas y apoyada sobre un antiguo muro de piedra. La magnitud del edificio me impresiona.
—No me digas, Luis, ¿aquí es donde trabajasteis? ¿Cómo puede ser que os lo tuvierais tan callado? ¡Es impresionante!
Atravieso la gran puerta de hierro, aparco el coche en la entrada y me apresuro a bajar para contemplar la casa en la que hace muchos años trabajó mi madre, ahora reconvertida en un hotel. Tal y como está, sumergida entre los últimos resquicios de niebla y protegida a ambos lados por dos grandes y frondosos árboles que la superan en altura, parece verdaderamente como si la hubiesen sacado de un cuento. Recorro fascinada su fachada, dividida en tres partes, recreándome en cada detalle. Los bloques laterales, que enmarcan la entrada, tienen unas ventanas sencillas, blancas, en el primer y en el segundo piso. En el central sobresale una preciosa galería blanca poligonal sostenida por seis esbeltas columnas de hierro unidas por elegantes arcos decorados. Bajo estos arcos está la puerta de entrada a la casa, grande y también blanca, a la que se llega mediante una escalinata decorada con leones y jarrones esculpidos, todo en piedra.
Alzando la vista, llama mi atención una gran cristalera en el segundo piso decorada con cortinas de encaje blancas. Sobre ellas se abre en la buhardilla una amplia terraza rematada por una balaustrada. Parece evidente que en su época debió de ser una imponente casa señorial. En lo alto de la fachada, esculpido en piedra, se adivina entre la niebla un escudo familiar. Aunque salta a la vista que han sabido cuidarla y restaurarla, el inevitable paso de los años la ha ido envolviendo en un halo de encanto y misterio. Le transmito este pensamiento a Luis, que está a mi lado observando también el edificio con una expresión indescifrable. Con una voz apenas audible, murmura:
—No sé si esto ha sido una buena idea.
Y a continuación echa a andar hacia el hotel. Pese al reacio comportamiento de Luis, no puedo evitar sentir una creciente curiosidad e incluso un estallido de emoción al subir la escalinata de piedra. Estoy francamente sorprendida de que aquí viviese mi madre durante su infancia, desde luego no me imaginaba una casa de tales dimensiones. Ahora que estoy frente a ella, me muero por saber quiénes la habitaron y cómo fue el día a día trabajando en ella.
A ambos lados de la puerta de entrada dos farolillos blancos todavía encendidos cuelgan de la fachada. Por supuesto la puerta está cerrada, supongo que no esperan recibir a nadie tan temprano, así que la golpeo suavemente con una aldaba de hierro en forma de mano. Enseguida oímos unos pasos que vienen hacia nosotros y una mujer joven y menuda aparece al otro lado de la puerta y nos invita, con una sonrisa, a pasar.
—Buenos días, bienvenidos.
Titubea un instante, pero acto seguido deduce que nuestra intención no es alojarnos y nos indica amablemente:
—Pueden pasar al restaurante si lo desean, está aquí mismo, a mano derecha.
Al cruzar el umbral, nos recibe un ambiente húmedo que se entremezcla con algún