Melvill

Rodrigo Fresán

Fragmento

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¿Quién deambula tan tarde en la noche y el viento?

Es la pena del escritor. Es el salvaje

viento de marzo. Es el padre y su hijo.

VLADIMIR NABOKOV,

Pale Fire

El padre pervivió en la memoria del hijo no como un comerciante norteamericano o un empleado a sueldo. En el recuerdo de Herman, Allan Melvill era un caballero cosmopolita por cuyas venas corría la sangre del conde de la Melville House y la de ancestros más remotos e, incluso, pertenecientes a la monarquía: esa reina de Hungría, esos reyes de Noruega. Para Herman, su padre había sido uno de los grandes viajeros del mundo […]. Con sus asombrosas historias de aventuras por mar y en tierra, se había convertido a sus ojos en un ser heroico.

Y más aún: cuando algún francés entraba en su tienda, Allan Melvill

se transformaba a sí mismo en un hombre profundamente misterioso; porque el familiar y amado «Pa» de pronto se expresaba en una lengua tan incomprensible para su hijo como el idioma en el que hablaba Dios.

HERSHEL PARKER,

Herman Melville: A Biography,

Volume 1, 1819-1851

Escribo con precisión como mejor me plazca.

Dios me libre de alguna vez terminar algo.

HERMAN MELVILLE,

Pierre; or, The Ambiguities y Moby-Dick; or, The Whale

Esa es mi historia, pero no donde termina.

BOB DYLAN,

«Key West (Philosopher Pirate)»

Los padres son los maestros de lo verdadero y de lo no-verdadero,

y no hay padre que enseñe con conocimiento de causa

aquello que no es verdadero.

Así, en una nube de desconocimiento,

el padre procede con sus enseñanzas al hijo.

Comenzaron a leer el libro.

DONALD BARTHELME,

The Dead Father

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I

EL PADRE DEL HIJO

Toda vida es un país extranjero.

JACK KEROUAC,

Selected Letters: 1940-1956

(carta del 24 de junio de 1949 a John Clellon Holmes)

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Ahora se sabe rodeado por todo y por todos, aunque también se sienta más solo que nunca. Aquí, la soledad perfecta de quien está afuera pero sin salida. Helado pero pronto a arder en fiebres. Hablando en crepitantes lenguas fogosas: chasqueando palabras que llamean y llaman, lejanas y ajenas a todo calor de hogar, a ese hogar al que se muere y en el que se morirá por volver.

Listo para ser un único recuerdo en tantas memorias diferentes. Deseando ser evocado así. Épico en su derrota. Hecho pedazos pero más fuerte que nunca porque ya no queda nada por romperse dentro de él. No hay nada que ocultar, todo ha sido revelado. Todo él para todos los demás. Expuesto ante todos y después de todo.

Su nombre pronunciado (mal pronunciado, acentuando la última sílaba, volviéndolo extranjero, afrancesado, aún más distante y, tal vez así, aún digno de mayor rechazo) con una mezcla de vergüenza y condena.

Su nombre a la vista de un jurado que jamás se arriesgaría a jurar por él y, de antemano, con veredicto alcanzado por unanimidad: «Joven Dilapidador de Familia Patricia», así, con mayúsculas por escrito y remarcando las palabras al decirlas, es como se escribe en cartas y se dice de él en bailes y en banquetes y en misas.

Así, su sentencia a ejecutar sin demora ni posibilidad de apelación o indulto. Pero él todavía rogando por que al menos alguien testifique a su favor y tome nota y lo ponga en palabras y, de algún modo, si no lo justifique al menos lo redima y le dé algún sentido y explicación y razón de ser.

Ser escrito.[1]

Ser un ser escrito (siendo él alguien quien en más de una ocasión deseó y soñó con escribirlo todo y está ya listo para transferir la absolución de semejante condena) en páginas vacías y heladas como estas aguas sobre las que ahora camina, apenas calentándose con el desalentado aliento de oraciones muertas y plegarias que nadie escucha. Mesiánico y milagroso, sí; pero no como el Creador Todopoderoso y triunfal en lo más alto sino como deidad precipitándose desde lo altísimo, en caída libre, preso y caído en su desgracia. Su voz alguna vez divina ya no exigiendo, atronadora, pruebas de amor y respeto sino, temblorosa y débil, afinándose más y más hasta ser mudo y relampagueante sacrificio de él mismo a sí mismo. Y, mientras tanto, mientras se prepara la ceremonia para su ajusticiamiento, él preguntándose, sin respuesta, por qué (¿no era esto un rasgo distintivo de los mortales?, ¿esa casi última y voluntariosa dádiva de toda una vida resumida en segundos y marcha atrás para su mejor comprensión o para ya ni siquiera intentar comprenderla?, ¿no era esta la explicación al misterio de por qué tantos morían con un Mamá, Mami, Ma en sus labios?) todas las personas y cosas del universo que le son queridas o que no lo quieren, toda la historia de su historia, parecía ahora confluir en esta blanca oscuridad. Oscuridad por la que él avanzaba, hasta hoy opaco y turbio y tan impuntual, de pronto sin tiempo y como despegado del tiempo, por siempre y para siempre, implacable y limpio y transparente.

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Regístrese y archívese, aunque se prefiera no hacerlo:

Es la noche del sábado 10 de diciembre de 1831 y Allan Melvill cruza a pie el congelado río Hudson.

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Y, ah, cuando se camina sobre hielo, sobre aguas en animación suspendida, todo ánimo se altera y todos los pensamientos piensan de otro modo, piensa Allan Melvill. Se piensa en que se los piensa con la más fogosa de las frial­dades. Se piensa en que entonces se piensa en cualquier cosa menos en lo que, al considerarse algo impensable, es, por lo tanto, aquello imposible de no pensar: en que ese hielo podría romperse y en que, entonces, hundiéndose uno para ya no volver a alcanzar la superficie de superficialidades a ignorar o atender, se dejaría de pensar para siempre. Se piensa con el frío que se congela en cristales que se unen y se rompen para separarse y ganar altura para luego caer sobre los vivos y los muertos con formas siempre diferentes.[2] Con ese frío que obliga a cerrar los ojos para descubrir que, como ciertos lagartos, se puede ver a través de los párpados: los suyos ahora casi cortados por la navaja glacial del viento desmelenado que lo despeina.

Ocurrirá lo mismo (piensa ahora Allan Melvill como nunca ha pensado antes, pensando en lo que se pensará o en lo que uno jamás se atreverá a volver a pensar pero que, en el acto de negarlo, se piensa en ello, pensando como alguna vez pensó él, flotando en una condenada y condenatoria ciudad flotante) cuando se consiga estar en el aire y verdadera y gozosamente desterrado. Cuando el hombre pueda volar a bordo de máquinas maravillosas (no simples globos aerostáticos) cuyo sonido será como el de miles de hombres aclarando su garganta luego de la primera pipa de la mañana. Y con ellas y en ellas hasta se librarán batallas entre las estrellas y se alcanzará esa luna breve que ahora las nubes cubren y descubren para volver a cubrir y arrojar casi caritativos blancos copos de nieve sobre Allan Melvill, como si se tratase de soldados lanzados al asedio de este vencido y humillado desertor de la crucificante cruzada de su vida.

Pero falta mucho para eso. Ahora, bajo sus pies, ese hielo es lo único sólido en lo que encontrar apoyo, a su alrededor y encima de él todo es hielo delgado en suspenso, y lo importante no es volar sino no caer ni hundirse ni ahogarse.

Así, en la oscuridad, Allan Melvill recuerda primero; pero enseguida es como si soñase, como si se soñase a sí mismo o se viese desde fuera, desde lo alto. Y en alguna parte él había leído que aquellos que vivían y vagaban por paisajes de hielos eternos a menudo sentían que alguien, un doble de ellos mismos, caminaba a su lado y (como aquel esclavo derrotista y memento mori marchando junto al César triunfal o a generales victoriosos) susurrándoles al oído los más de cincuenta nombres con los que se puede nombrar a la nieve, pero no a todos y cada uno de los infinitos y siempre diferentes copos que la componen y le dan forma de nieve primero según donde se pose y, luego, a todas las formas que se consiguen al darle forma a la nieve.

Entonces, de pronto, para sorpresa y maravilla de Allan Melvill, su vida entera (su vida de padre) se vive y se revive, se derrite para volver a solidificarse, como una invención inventada por aquel que, aunque él jamás lo hubiese imaginado hasta entonces, ha resultado ser el más inventivo e imaginativo de los hijos.[3]

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Y ese hijo no lo sabe aún, ese hijo no se sabe así. Aunque su edad (doce años) no sea aún la edad de preocuparse por fechas exactas y sitios precisos. La suya es una edad en la que aún no hace falta inventar nada, porque por entonces toda la realidad es como un invento que no deja de crecer y de hacerse más complejo con cada día que pasa. La suya es una edad en la que todavía uno se deja llevar, y por lo tanto sus idas y vueltas aún se rigen no por el propio tiempo sino por el tempo que marca el tiempo de sus mayores. Poco espacio para imaginar allí, en ese mundo ya creado y funcionando desde tanto antes de su propia llegada que aún no es otra cosa que la continuación de carreras ajenas: instrucciones y órdenes, premios y castigos, dormir y despertar y levantarse y brillar. Entonces y hasta entonces, tan solo se sabe (no hace falta saber más) que es de día o de noche. O que la semana transcurre más en el colegio que en casa. O que es domingo: porque las campanas de la iglesia llaman a misa, a pedir perdón y a dar las gracias y (extraña discordancia) a honrar al Padre que descansa esa jornada y al Hijo que esa jornada resucita y a cantar himnos leídos en pequeños libros.

Libros que caben en la palma de la mano y donde las estrofas (de armonioso sonido pero de significado a menudo enigmático como sólo puede serlo la proclamación de la fe en lo invisible) aparecen comentadas y explicadas en notas al pie, abriendo con un pequeño símbolo, y en letra más pequeña.[4]

Y con eso es suficiente, espero.

Y, ante la duda, rezar como si se rezara de rodillas en el fondo del mar.

Y que desde allí, pronto, se eleve a los cielos un Our Father, Who art in river… Hallowed be Thy Name… Thy Kingdom come…

Pero no aún.

Todavía no.

Así, el hijo no sabe que es sábado 9 de octubre de 1830, pero sí comprende que él está en algún lugar de los bajíos de Manhattan. En una casa vacía que pronto ya no será la suya y en la que ahora ayuda a su padre (son sus palabras) «a levantar campamento» y «a abandonar el navío»[5] y a otras cosas que el hijo no entiende pero que involucran a muchos números, cifras más altas y largas que él, escritas en pecadora tinta roja, en viciosos pagarés con nombres de marcas que también son lugares y apellidos.

Ambos, padre e hijo, caminan por habitaciones donde ya no hay nada salvo el recuerdo de lo que alguna vez hubo: los fantasmas de muebles que se ubicaban aquí y allá y más allá, su ausencia como parpadeando en los sitios que alguna vez habitaron. Habitaciones que ahora (sin cortinas ni tapices ni cuadros) son como el esqueleto de lo que alguna vez fueron. Sus paredes desnudas como huesos blancos, tan blancos. Algunos libros en el suelo, en el centro de recámaras, como a la espera de que alguien encienda un fuego con ellos. Al joven le duele dejarlos (un dolor nuevo), pero su padre le dice que si ya los ha leído no tiene sentido cargar con ellos. «Los libros se llevan en la memoria», le explica con una sonrisa difícil de ser tomada en serio.[6]

«Rápido, hijo, mete esos papeles dentro de esa bolsa… Son papeles importantes», le insiste ahora su padre.

Su padre balanceándose sobre los talones con algo de ingenio mecánico, las manos en los bolsillos, como si allí enterrase o buscase un tesoro al mismo tiempo. Y hay algo en el rostro de su padre que no se parece en nada al felizmente capturado en su retrato pintado hace ya décadas.[7] En esa pequeña acuarela (del tamaño de una carte d’identité; pero no de quien se es sino de quien se fue, de quien se ha ido y ya no volverá, ya no volverá a ser) rodeada por níveo passe-partout. Una ancha orla de tela de encaje blanco y dentro de un marco demasiado grande. Su rostro lunar como robando un pálido fuego al sol; casi sonriendo, sentado de manera descuidada pero elegante, cuidadosamente despeinado.[8] Sus guantes y sombrero sobre una mesa en la que Allan Melvill parece querer apoyar un codo que no llega a hacerlo y queda, incómodo y frustrado, en el aire, como quedarán tantas otras partes y cosas suyas, como tantas ambiciones y tantos proyectos.

Y Allan Melvill alguna vez le comentó a su hijo que recuerda que el pintor (quien, dijo, tenía un algo como de caricaturesco villano de melodrama o secundario de primera de Shakespeare, un poco Puck y otro poco Calibán) le pedía una y otra vez, casi desesperado, que, por favor, mantuviese su pose. Pero ¿cómo podía obedecerse semejante orden, pensó entonces Allan Melvill, en tiempos en los que el tiempo corría y nadie podía no sentirse sino obligado a correr tras el tiempo para así no perder el tiempo? El tiempo era oro pero, sí, no era oro todo lo que brillaba; por lo que había que elegir los mejores días y oportunidades como si se tratase de elementos a combinar en milagrosa y enriquecedora fórmula alquímica (y cómo era aquello de los antiguos romanos y las piedras de colores con las que definían sus días…).

Así, entonces, ese retrato es el de un hombre que no puede estarse quieto más de un minuto.[9] Allí, un reloj latiendo entre sus dedos cuya hora no importa, porque aún se es dueño de todo el tiempo del mundo o, al menos, eso se cree.[10]

Ya no, ya nunca, ya jamás.

Ahí, Allan Melvill no hace mucho, no hace tanto; pero al mismo tiempo como si se tratase de una era tan lejana e imposible de recuperar. Aquel que parecía uno de esos recién escritos galantes personajes de Jane Austen. Aunque ahora (evocándolo su hijo tantos años después) más próximo a los por entonces aún no redactados, pero ya en gestación, feroces y endemoniados acosadores de las Brontë que a esos deses­perados miserables de Charles Dickens a los que, en verdad, recuerda más y mejor.

Ahora es como si un viento terrible hubiese corregido esos rasgos, rasgándolos. Y así su padre se le asemeja un poco a un predicador poseído en lo alto de un sacro estrado (encaramado a las condenas de un sermón sulfúreo que lo condena, aferrado a los mástiles de su fe con las velas henchidas por la repulsa de los demás) y otro poco al extático demonio que posee a ese predicador.[11] Ya no se sabe dónde empieza uno y termina otro,[12] piensa el niño acerca de su padre y de los rayos y centellas que cruzan el rostro de su padre. Y no piensa pero sí intuye que esta es la clase de muchas de esas cosas en las que se piensa cuando no se quiere pensar en una sola cosa. Y, asustado por ver así a su padre, el hijo piensa también que nada asusta más que una persona asustada.[13] De ahí y entonces que el hijo se concentre en las cosas firmes y seguras que sabe de su padre para no marearse y mantener a raya a las náuseas que ahora lo sacuden y que no se parecen en absoluto a aquellas otras que, no hace mucho, sintió cuando se comió un pastel entero a escondidas. Estas náuseas tienen un regusto amargo y no dulce, piensa; y se dice que tal vez se pasen si se repite para sí mismo las contadas certezas por las que podría jurar sin temor a ser castigado (como cuando, de nuevo, devoró esa tarta de manzanas y ruibarbo y entonces a las náuseas siguieron las pesadillas); pero esta vez con un castigo cuyos límites son tanto más difusos aunque permanentes para aquel en penitencia.

A ver, se dice, se desafía, se impone una prueba redentora: una y otra vez, para que pase este malestar, repasar aquello que no puede alterarse y que proporciona una cierta seguridad.

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Así:

Su padre se llama Allan Melvill. Y en sus tarjetas de presentación se especifica, con dudosa heráldica, que se dedica, acaso con demasiado entusiasmo y con­tada cautela, a la importación de telas y de lencería francesa y de fragancias de variados sabores y de otros muy diver­sos artículos de lujo a ser consumidos por las siempre voraces esposas de esclavistas y de patriotas y de patriotas esclavistas.[14]

Su padre tiene cuarenta y ocho (o cuarenta y nueve, no está del todo seguro) años de edad y…

Y (sí, enseguida la contabilidad de su recuento se desestabiliza como un barco perdiendo lastre y los debes se imponen a los haberes) ha oído detrás de puertas y dentro de murmullos que su padre ya adeuda tres meses de renta por esta casa de la que hay que salir rápido, ahora mismo, al caer la noche. Soltar amarras y así adelantarse a la visita anunciada a la mañana siguiente de una manada de tiburones acreedores oliendo sangre, no desde millas de distancia pero sí desde esa calle muy cercana donde tientan y caminan en círculos los prestamistas concéntricos.

Ayer, viernes, su madre, Maria Gansevoort Melvill, y su hermano mayor, Gansevoort Melvill,[15] partieron en un carro con todos los muebles y la platería y la porcelana que allí cupo.[16] Ese carro como bote salvavidas. Las mujeres y los niños primero (todos los jóvenes Melvill menos él; y el pequeño hijo se pregunta si debe sentirse orgulloso por haber sido dejado atrás junto a su capitán, o sentirse triste por tal vez ser considerado el más prescindible de la camada). Lo primero que subió allí su padre fue el primero de sus retratos envuelto en una manta (no se preocupó tanto por proteger al segundo de ellos). Lo hizo como si así sintiera que él, en el mejor y cada vez más lejano momento de su carrera profesional (el momento en el que todavía no estaba en carrera y tenía todo por delante) iba allí: como efigie aún no muy santa pero sí tan arrepentida, protegiendo a los suyos a la vez que velando los restos del naufragio de su negocio.[17] Luego los cargaron en las bodegas del Ontario Tow Boat;[18] y madre única y hermano mayor embarcaron rumbo a Albany, donde ya los esperaban sus otros hermanos e hijas, sus hijos y hermanas.[19]

No huyen, esta vez, como tantas veces escaparon en busca de refugio, río arriba, por las visitas anuales del cólera y de la fiebre tifoidea y, en 1822, de la aún más temida y «pestilente fiebre amarilla»: bocas y narices y hasta ojos cubiertos por antiparras como las de los herreros y mascarillas de seda y de lino cortadas y cosidas a partir de rollos de tela que Allan Melvill ha importado de los grandes almacenes de París.

Allan Melvill recuerda[20] haber visto entonces a los enfermos: deambulando como recién salidos de una fiesta fatal, los rostros barnizados por un sudor que nunca se secaba del todo, sonriendo como sonámbulos por una Manhattan que por entonces es apenas el sur de Manhattan y, más arriba, una cuadrícula de calles trazadas sobre un espacio vacío y, más arriba aún, el bosque virgen que alguna vez será violado y sometido de plano por el mapa nuevo del Central Park.[21] Y Allan Melvill los contempló, enfermos; y ahora, en su propia salud (acaso lo único que no pueden reclamarle sus prestamistas), los envidia un poco a todos ellos: porque enfermar sería, tal vez, la cura para todos sus males, piensa. La solución no a las manchas rojas sobre la piel sino a las columnas de números rojos en sus registros contables.

Y es así que ahora Allan Melvill no huye de las fuerzas misteriosas de la naturaleza sino que escapa de las debilidades propias que no gozan de enigma alguno: no hay nada que resolver allí y, a la vez, está todo por resolverse sin solución a la vista.

Ahora, su padre y él no caminan. Su padre y él corren (le sorprende primero y le preocupa después el descubrir que él ahora corre más rápido que su padre, que le gana en velocidad y resistencia y agilidad) y allí van, bajo la luz de la luna, tanto más rápido que lo que la luna se desplaza sobre ellos.[22]

Y el hijo lee rápido los nombres de las casas junto a las que van pasando; y todas esas casas tienen nombres, porque todas las casas se parecen entre ellas y no basta con un número para distinguirlas a unas de otras. Y ambos doblan (como se cierra esa navaja española de acero catalán con la que el padre no deja de jugar) la esquina de Pearl St. donde nació el hijo.

Y enfilan[23] hacia el muelle en el 82 de Cortland St.

Y embarcan a último momento en el Swiftsure.

Cielo bajo, marea alta.

De pronto, como si mordiese sus talones, mostrando garras relampagueantes y aullando truenos, la isla de Manhattan es casi otro barco sacudido por una tormenta bíblica.[24]

Y Allan Melvill mira a lo alto y se persigna y promete todo aquello que no podrá cumplir. Allan Melvill promete seguir prometiendo.

Y un oficial de a bordo informa al padre y al hijo que, con ese mal tiempo, la embarcación no podrá zarpar sino hasta el amanecer. El oficial de a bordo dice embarcación primero y luego, para ser más preciso, Swiftsure; pero el hijo lo escucha y siente algo nuevo y algo especial al oírlo; y comprende que ese nombre es como el de una persona, como el de un ser vivo, como el primero de muchos a pronunciar y conocer y acompañar y navegar y vivir.

«Dejé New York con Herman en el Swiftsure», apunta Allan Melvill brevemente y sin entrar en detalles en su journal; aunque semejante oración se le antoja lo suficientemente ominosa y explícita para quien quiera leerla no entre líneas sino entre letras. Y añade: «Detenidos toda la noche en el muelle de Cortland St. por severa tormenta».

Y no hace falta añadir más. Allí está todo: el regreso al punto de partida, la ruta recta que recorren los perdedores cuya suerte se ha torcido hasta quebrarse. Escribe eso y, sin esperar a que la tinta se seque, Allan Melvill cierra su journal alguna vez rebosante de grandes descripciones y de largas distancias y de paisajes tanto más felices sin por eso dejar de ser inquietantes; y ahora, en cambio, informando con letra movida y mareada por truenos y rayos y olas y consciente de que se reporta acerca del clima cuando ya no queda nada más que decir o agregar o se prefiere no comentar nada más y estar en las nubes.

Ahí, Allan Melvill bajo cubierta junto a su hijo. Esta es la última ocasión en que uno y otro viajarán juntos y a solas (si se descuentan las muy próximas en el tiempo pero distantes en el espacio travesías mentales con las que el padre contagiará al hijo invitando a que lo acompañe). Y el padre ahora abraza al hijo pero en verdad se aferra a él. Abraza y se sostiene y se agarra a su hijo (agotado y por fin dormido, duerme con la boca abierta, como duermen esos niños dormidos que entonces parecen muertos y a la vez más vivos que nunca), quien sueña un sueño con un rey en fuga. Y ese sueño salta de su cabeza a la cabeza de su padre, quien también duerme. Un mismo sueño, entonces. Y el temor a que ese sueño de pronto ponga rumbo a la pesadilla. Y de que ese rey (avanzando con dificultad por el peso de su capa de piel de oso de los Urales y de una corona con incrustaciones de dientes perdidos de afilado pez espada del Caribe,[25] llegando a una playa sepultada por la nieve y, allí, a la espera de un navío que lo lleve a tierra segura desde donde planear su triunfal y justiciero retorno) sea antes alcanzado y capturado por los conspiradores que lo persiguen desde su palacio ahora en llamas, el fulgor de ese fuego como el de una aurora boreal en el horizonte. Ese soña

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