El secreto de las flores

Valérie Perrin

Fragmento

Capítulo 2

2

En qué quieres que me convierta si ya

no escucho tus pasos, es tu vida o la mía la que se va, no lo sé

Me llamo Violette Toussaint. He sido guardabarreras y ahora soy guarda de cementerio.

Degusto la vida, la bebo a sorbitos como el té de jazmín mezclado con miel. Y cuando llega la noche, las verjas de mi cementerio se cierran y cuelgo la llave en la puerta de mi cuarto de baño, me siento en el paraíso.

Pero no en el paraíso de mis vecinos de enfrente. No.

En el paraíso de los vivos: un traguito de oporto —cosecha de 1983— que me trae José Luis Fernández cada primero de septiembre. Un resto de las vacaciones vertido en un pequeño vaso de cristal, una especie de veranillo de san Miguel que descorcho hacia las siete de la tarde, ya llueva, nieve o sople el viento.

Dos dedales de líquido color rubí. La sangre de las viñas de Oporto. Cierro los ojos y lo saboreo. Un solo sorbo basta para alegrar mi velada. Dos dedales justos porque me gusta la sensación de ebriedad pero no el alcohol.

José Luis Fernández llena de flores la tumba de María Pinto, de casada Fernández (1956-2007), una vez por semana, salvo en el mes de julio, ahí soy yo quien toma el relevo. Y de ahí el oporto para agradecérmelo.

Mi presente es un presente de cielo. O eso es lo que me digo cada mañana cuando abro los ojos.

Me he sentido muy desgraciada, aniquilada incluso. Inexistente. Vacía. Era como mis vecinos de enfrente, pero peor. Mis funciones vitales funcionaban pero sin mí en el interior. Sin el peso de mi alma, que pesa, al parecer, ya sea uno gordo o delgado, grande o pequeño, joven o viejo, veintiún gramos.

Pero como nunca me he regodeado en la desgracia, decidí que aquello no podía durar. La desgracia tiene que acabar algún día.

Mis comienzos no fueron buenos. Nací de madre desconocida en las Ardenas, al norte del departamento, en ese rincón que linda con Bélgica, allí donde el clima está considerado como «continental degradado» (fuertes precipitaciones en otoño y frecuentes heladas en invierno), allí donde imagino que se perdió[1] el canal de la canción de Jacques Brel.

El día de mi nacimiento, no lloré. Así que me dejaron a un lado, como a un paquete de dos kilos seiscientos setenta gramos, sin sello, ni nombre de destinatario, con el tiempo justo para rellenar los papeles administrativos y declararme muerta antes de llegar.

Nacida muerta. Niña sin vida y sin apellido.

La comadrona debía buscarme rápidamente un nombre para rellenar el formulario, y eligió Violette (Violeta).

Imagino que debía de estarlo de la cabeza a los pies.

Cuando cambié de color, cuando mi piel viró al rosa y ella tuvo que rellenar un acta de nacimiento, no me cambió el nombre.

Me habían colocado sobre un radiador. Mi piel se había comenzado a calentar. El vientre de mi madre, que no me deseaba, había debido de helarme. El calor me devolvió a ese día. Y sin duda por eso me gusta tanto el verano, y nunca pierdo ocasión de buscar el primer rayo de sol como la flor de un girasol.

Mi apellido es Trenet, como Charles Trenet, el famoso cantante. Después de Violette debió de ser sin duda la misma comadrona la que me dio el apellido. Le debía de gustar Charles. Como también me gustó a mí. Durante mucho tiempo lo he considerado como un primo lejano, una especie de tío de América al que nunca había conocido. Cuando te gusta un cantante, a fuerza de escuchar sus canciones, se llega a sentir incluso una especie de vínculo de parentesco.

El apellido Toussaint[2] llegó más tarde. Cuando me casé con Philippe Toussaint. Con semejante nombre, tendría que haber desconfiado. Pero también hay hombres que se apellidan Primavera y pegan a su mujer. Un nombre bonito no impide que se pueda ser un cabrón.

Nunca he echado de menos a mi madre. Salvo cuando tenía fiebre. Mientras gozaba de buena salud, crecí. Y lo hice muy erguida como si la ausencia de padres me hubiese colocado un tutor a lo largo de la columna vertebral. Me mantengo muy recta. Es una particularidad mía. Nunca me he encorvado. Ni siquiera en los días tristes. Con frecuencia me preguntan si he practicado ballet clásico. Yo respondo que no. Que es la vida diaria la que me ha moldeado, la que me ha hecho practicar en la barra y de puntas cada día.

Capítulo 3

3

Que me lleven o que se lleven a los míos pues todos los cementerios al final se convierten en jardines

En 1997, cuando nuestra barrera fue automatizada, mi marido y yo perdimos nuestro empleo. Salimos incluso en el periódico. Representábamos las últimas víctimas colaterales del progreso, los empleados que activaban la última barrera manual de Francia. Para ilustrar el artículo, el periodista nos hizo una foto. Philippe Toussaint pasó incluso un brazo alrededor de mi cintura para posar. A pesar de mi sonrisa, ¡qué ojos más tristes tengo en la foto, por Dios!

El día de la aparición del artículo, Philippe Toussaint regresó de la desaparecida ANPE (Agencia francesa para el empleo) con el corazón encogido: acababa de comprender que iba a tener que trabajar. Se había acostumbrado a que yo lo hiciera todo en su lugar. Con él en modo holgazán, me había tocado la lotería, el premio gordo y el reintegro.

Para animarle un poco, le tendí un periódico: «Guarda de cementerio, una profesión de futuro». Me contempló como si hubiese perdido la razón. En 1997, me contemplaba todos los días como si yo hubiese perdido la razón. ¿Acaso cuando un hombre ya no ama a su mujer la mira como si esta hubiese perdido la razón?

Le expliqué que me había topado con ese anuncio por casualidad. Que el ayuntamiento de Brancion-en-Chalon buscaba una pareja de guardas que se ocupara del cementerio. Y que los muertos tenían horarios fijos y sin duda harían menos ruido que los trenes. Que había hablado con el alcalde y que estaba dispuesto a contratarnos inmediatamente.

Mi marido no me creyó. Replicó que él no creía en la casualidad. Que prefería morirse antes que tener que ir «allí» y realizar ese oficio de carroñero.

Encendió la consola y jugó a Mario 64. El objetivo del juego era atrapar todas las estrellas de cada mundo. Por mi parte, solo había una estrella que deseara atrapar: la buena. Eso es lo que pensé cuando vi a Mario correr por todas las pantallas para salvar a la princesa Peach raptada por Bowser.

De modo que insistí. Le dije que convirtiéndonos en guardas de cementerio tendríamos cada uno un sueldo, uno mucho mejor que en la barrera, pues los muertos daban más dinero que los trenes. Que dispondríamos de un bonito alojamiento incluido y ninguna carga. Que eso nos haría dejar la casa en la que vivíamos desde hacía años, una bicoca que tragaba agua como un viejo bote en invierno y era tan caliente como el Polo Norte en verano. Que sería el nuevo comienzo que tanta falta nos hacía, que pondríamos bonitas cortinas en las ventanas para no ver a los vecinos, las cruces, las viudas y todo lo demás. Que esas cortinas serían la frontera entre nuestra vida y la tristeza de los otros. Habría podido decirle la verdad, decirle que esas cortinas serían la frontera entre mi tristeza y la de los otros. Pero sobre todo debía ser discreta. No decir nada. Hacerle creer. Fingir. Para que se plegara.

Para terminar de convencerle, le prometí que no tendría que hacer nada. Que tres sepultureros se ocupaban ya del cuidado de las fosas y del mantenimiento del cementerio. Que ese trabajo no consistía más que en abrir y cerrar las verjas. En algo presencial. Con horarios nada incómodos. Con vacaciones y fines de semana tan largos como el viaducto de la Valserine, y que yo haría el resto. Todo lo demás.

Super Mario dejó de correr. La princesa se despeñó de golpe.

Antes de acostarse, Philippe Toussaint releyó el artículo: «Guarda de cementerio, una profesión de futuro».

Nuestra barrera se encontraba en Malgrange-sur-Nancy. En ese periodo de mi vida —o mejor dicho, «en ese periodo de mi muerte»—, yo no vivía. Me levantaba, me vestía, trabajaba, hacía la compra, dormía. Con un somnífero. Quizá dos. Quizá más. Y contemplaba a mi marido contemplarme como si hubiera perdido la razón.

Mis horarios eran increíblemente incómodos. Bajaba y subía la barrera cerca de quince veces al día durante toda la semana. El primer tren pasaba a las 4:50 y el último a las 23:04. Tenía los mecanismos del timbre de la barrera grabados en la cabeza. Los escuchaba incluso antes de que sonaran. Esa cadencia infernal, habríamos debido compartirla, hacerla alternativamente. Pero la única cosa que Philippe Toussaint alternaba era su moto y el cuerpo de sus amantes.

¡Oh, cómo me hicieron soñar los usuarios que veía pasar! Sin embargo, no eran más que pequeños trenes regionales que conectaban Nancy con Épinal y que se detenían una docena de veces por trayecto en aldeas marginales, para prestar servicio a los autóctonos. Pese a todo, envidiaba a esos hombres y mujeres. Me imaginaba que acudían a sus citas, citas que me habría gustado tener como esos viajeros que veía desfilar.

*

Tres semanas después de la aparición del artículo en el periódico pusimos rumbo a la Borgoña. Pasamos del gris al verde. Del asfalto a las praderas, del olor a alquitrán de la vía férrea al de la campiña.

Llegamos al cementerio de Brancion-en-Chalon el 15 de agosto de 1997. Toda Francia estaba de vacaciones. Todos sus habitantes habían desertado. Los pájaros que volaban de tumba en tumba ya no volaban. Los gatos que se estiraban entre los tiestos de flores habían desaparecido. Hacía demasiado calor incluso para las hormigas y los lagartos, los mármoles ardían. Los sepultureros estaban de vacaciones, los nuevos muertos también. Yo deambulaba sola en medio de las avenidas, leyendo el nombre de gente que no conocería jamás. Sin embargo, casi de inmediato me encontré bien. En mi lugar.

Capítulo 4

4

El ser es eterno, la existencia una travesía,

la memoria eterna será el mensaje

Siempre que los adolescentes no introducen un chicle en el ojo de la cerradura, soy yo quien abre y cierra las pesadas verjas del cementerio.

Los horarios de apertura varían dependiendo de la estación.

De 8:00 a 19:00 horas del 1.º de marzo al 31 de octubre.

De 9:00 a 17:00 horas del 2 de noviembre el 28 de febrero.

Nadie ha dispuesto nada para el 29 de febrero.

De 7:00 a 20:00 horas el 1.º de noviembre.

He asumido las funciones de mi marido desde su partida —o más exactamente, su desaparición—. Philippe Toussaint aparece bajo la denominación «desaparición voluntaria» en el fichero nacional de la gendarmería.

Me quedan muchos hombres en el horizonte. Los tres sepultureros, Nono, Gaston y Elvis. Los tres oficiales de pompas fúnebres, los hermanos Lucchini que se llaman Pierre, Paul y Jacques, y el sacerdote Cédric Duras. Todos esos hombres pasan varias veces al día por mi casa. Se acercan a beber algo o a comer alguna nadería y también me ayudan con la huerta si tengo que trasladar algún saco de tierra o reparar alguna fuga de agua. Yo los considero como amigos, y no colegas de trabajo. Incluso si no estoy en casa, pueden entrar en mi cocina, servirse un café, aclarar la taza y marcharse.

Los sepultureros realizan un trabajo que inspira repulsión, repugnancia. Sin embargo los de mi cementerio son los hombres más dulces y agradables que conozco.

Nono es con quien tengo más confianza. Se trata de un hombre recto que lleva la alegría de vivir en la sangre. Todo le divierte y nunca dice que no. Salvo cuando hay que asistir al entierro de un niño. «Eso» se lo deja a los otros. «A aquellos que tienen más coraje», como él dice. Nono se parece a Georges Brassens, y eso le hace reír porque soy la única persona en el mundo que le dice que se parece a Georges Brassens.

Gaston, por su parte, ha inventado la torpeza. Tiene los gestos desajustados. Parece que estuviera siempre ebrio pese a que no bebe más que agua. Durante los enterramientos, se coloca entre Nono y Elvis por si pierde el equilibrio. Bajo los pies de Gaston hay siempre un temblor de tierra permanente que le hace caer, y efectivamente se cae, vuelca, se estampa. Cuando entra en mi casa, siempre tengo miedo de que rompa alguna cosa o que se haga daño. Y como el miedo no evita el peligro, cada vez que pasa rompe un vaso o se hace daño.

En cuanto a Elvis, todo el mundo le llama Elvis a causa de Elvis Presley. No sabe leer ni escribir, pero conoce todas las canciones de su ídolo de memoria. Pronuncia muy mal las palabras, nunca se sabe si canta en inglés o en francés, pero el corazón está ahí. «Love mi tender, love mi tru...»

Los hermanos Lucchini apenas se llevan un año de diferencia, treinta y ocho, treinta y nueve y cuarenta años. Trabajan en el negocio de pompas fúnebres heredado de padres a hijos desde hace generaciones. Son también los orgullosos propietarios de la morgue de Brancion que está pegada a su local. Nono me ha contado que solo una puerta separa su establecimiento de la morgue. Es Pierre, el mayor, el que recibe a las familias en duelo. Paul es tanatopractor y su sala está instalada en el sótano del local. Jacques, por su parte, es el conductor de los furgones funerarios. El último viaje es suyo. Nono los apoda los «apóstoles».

Y luego está nuestro sacerdote, Cédric Duras. Dios tiene buen gusto, a falta de ser siempre justo. Después de que el padre Cédric llegara, parece que muchas mujeres de la región se han sentido impactadas por la revelación divina, y que hay cada vez más feligresas en los bancos de la iglesia los domingos por la mañana.

Yo no voy jamás a la iglesia. Eso sería como acostarme con un colega de trabajo. Sin embargo, creo recibir más confidencias por parte de la gente de paso de las que recibe el padre Cédric en su confesionario. Es en mi modesta casa y en las avenidas donde las familias derraman sus palabras. Al llegar, al marcharse, y a veces en ambos momentos. Un poco como los muertos. De ellos son los silencios, las placas funerarias, las visitas, las flores, las fotografías. La forma en la que se comportan los visitantes ante su sepultura, dice muchas cosas de su antigua vida. De cuando estaban vivos. En movimiento.

Mi trabajo consiste en ser discreta, disfrutar del contacto, no mostrar compasión. No tener compasión por una mujer como yo sería tanto como ser astronauta, cirujana, vulcanóloga o genetista. Eso no forma parte de mi planeta, ni de mis competencias. Pero yo no lloro nunca delante de un visitante. Eso me sucede antes o después de un entierro, nunca durante el mismo. Mi cementerio tiene tres siglos de antigüedad. El primer muerto que acogió fue una muerta. Diane de Vigneron (1756-1773), fallecida al dar a luz a la edad de diecisiete años. Si uno acaricia la lápida de su sepultura con la punta de los dedos aún puede adivinarse su identidad grabada en la piedra. Aunque no quedan muchos sitios en mi cementerio, no ha sido exhumada. Ninguno de los sucesivos alcaldes se ha atrevido a tomar la decisión de molestar a la primera inquilina. Especialmente cuando existe una vieja leyenda alrededor de Diane. Según los habitantes de Brancion, la joven se habría aparecido con su «traje de luces» en multitud de ocasiones frente a los escaparates de las tiendas del centro de la ciudad y en el cementerio. Cuando frecuento los mercadillos particulares de la región, a veces me encuentro a Diane representada como un fantasma en antiguos grabados que datan del siglo XVIII o en postales. Una falsa Diane puesta en escena, disfrazada de un vulgar fantasma de pacotilla.

Existe un montón de leyendas alrededor de las tumbas. Los vivos reinventan a menudo la vida de los muertos.

Hay una segunda leyenda en Brancion, mucho más reciente que la de Diane de Vigneron. Se llama Reine Ducha (1961-1982), está enterrada en mi cementerio, avenida 15, en la glorieta de los Cedros. Una hermosa joven morena y sonriente a juzgar por la foto pegada en su estela. Se mató en un accidente de coche a la salida del pueblo. Unos jóvenes la habrían visto al borde de la carretera, toda vestida de blanco, en el lugar del accidente.

El mito de las «damas blancas» ha dado la vuelta al mundo. Esos espectros de mujeres muertas accidentalmente acosan el mundo de los vivos, arrastrando su alma por castillos y cementerios.

Y para enfatizar la leyenda de Reine, su tumba se ha desplazado. Según Nono y los hermanos Lucchini, se trata de un tema de corrimiento de tierras. Algo que sucede a menudo cuando se acumula demasiada agua bajo una fosa.

En estos veinte años creo haber visto un montón de cosas en mi cementerio. Algunas noches, yo misma he sorprendido a unas sombras dispuestas a hacer el amor sobre o entre las tumbas, pero no se trataba de fantasmas.

Aparte de las leyendas, nada es eterno, ni siquiera las concesiones a perpetuidad. Uno puede adquirir una concesión por quince años, treinta años, cincuenta años o por la eternidad. Salvo que la eternidad, no hay que fiarse de ella: si después de un periodo de treinta años, una concesión perpetua ha dejado de ser mantenida (tiene aspecto indecente o deteriorado) y no ha tenido lugar en todo ese tiempo ninguna inhumación, la comunidad puede recuperarla; los restos, entonces, serán depositados en un osario al fondo del cementerio.

Desde que llegué aquí, he visto multitud de concesiones caducadas ser desmontadas y limpiadas y los huesos de los difuntos, trasladados al osario. Y nadie ha protestado. Porque esos muertos estaban considerados como objetos perdidos que ya nadie reclamaba.

Con la muerte siempre sucede lo mismo. Cuanto más antigua es, menos control tiene sobre los vivos. El tiempo acaba con la vida. El tiempo acaba con la muerte.

Yo y mis tres sepultureros hacemos cuanto está en nuestras manos para no dejar nunca una tumba abandonada. No podemos soportar ver cómo colocan la etiqueta municipal: «Esta tumba forma parte de un procedimiento de traspaso. Le agradeceremos que contacte urgentemente con el ayuntamiento», cuando todavía el nombre del difunto que allí reposa puede distinguirse.

Es sin duda por todo ello por lo que los epitafios abundan en los cementerios. Para conjurar la suerte del tiempo que pasa. Aferrarse a los recuerdos. Mi preferido es este: «La muerte comienza cuando nadie puede soñar contigo». Está en la tumba de una joven enfermera, Marie Deschamps, fallecida en 1917. Al parecer fue un soldado el que depositó esa placa en 1919. Cada vez que paso por delante, me pregunto si soñó mucho tiempo con ella.

«Lo que quiera que haga, estés donde estés, nada borra tu recuerdo, pienso en ti» de Jean-Jacques Goldman y «Las estrellas entre sí solo hablan de ti» de Francis Cabrel son las letras de las canciones más repetidas en las placas funerarias.

Mi cementerio es muy hermoso. Las avenidas están bordeadas de tilos centenarios. Una buena parte de las tumbas están floridas.

Frente a mi pequeña casita de guarda, vendo algunos tiestos con flores. Y cuando estos ya no son vendibles, los coloco en las sepulturas abandonadas.

También he plantado algunos pinos, por el olor que desprenden los meses de verano. Es mi olor preferido.

Los planté en 1997, el año de nuestra llegada. Han crecido mucho y ofrecen un gran aspecto a mi cementerio. Cuidarlos es como prestar atención a los muertos que allí reposan. Es respetarlos. Y si no lo han sido en vida, al menos que lo sean en su muerte.

Estoy segura de que allí reposan un montón de cabrones. Pero la muerte no sabe distinguir entre buenos y malos. Y además, ¿quién no se ha portado como un cabrón al menos una vez en su vida?

A diferencia de mí, Philippe Toussaint detestó inmediatamente este cementerio, esta pequeña localidad de Brancion, la Borgoña, la campiña, las viejas piedras, las vacas blancas, la gente de aquí.

Aún no había terminado de desembalar las cajas de la mudanza cuando él ya se marchaba con la moto desde la mañana hasta la noche. Y con los meses, llegó a marcharse durante semanas enteras. Hasta que un día ya no volvió más. Los gendarmes no entendieron por qué yo no había denunciado su desaparición antes. Nunca les conté que hacía años que había desaparecido, incluso cuando aún cenaba en mi mesa. Sin embargo, cuando al cabo de un mes comprendí que ya no volvería, me sentí igual de abandonada que las tumbas que limpiaba con regularidad. Igual de gris, apagada y desbaratada. Lista para ser desmontada y que mis restos fueran arrojados a un osario.

Capítulo 5

5

El libro de la vida es el libro supremo, que no podemos cerrar ni reabrir a nuestro antojo, querríamos volver a la página en que amamos, cuando ya la página en que morimos está bajo nuestros dedos

Conocí a Philippe Toussaint en Tibourin, una sala de fiestas de Charleville-Mézières en 1985.

Philippe Toussaint estaba acodado en la barra. Y yo, yo era la camarera. Yo acumulaba pequeños trabajos mintiendo sobre mi edad. Una compañera del hogar en el que vivía había falsificado mis papeles para que fuera mayor.

Aún no tenía la edad. Habría podido tener desde catorce a veinticinco años. No vestía más que vaqueros y camisetas, llevaba el cabello corto y aretes por todas partes. Incluso en la nariz. Era menuda y solía pintarme los ojos de negro para darme un aspecto a lo Nina Hagen. Acababa de dejar el colegio. No sabía leer bien, ni escribir. Pero sabía contar. Había vivido ya muchas vidas y solo tenía como objetivo trabajar para pagarme un alojamiento y abandonar el hogar cuanto antes. Y luego ya se vería.

En 1985, lo único recto en mi vida era mi dentadura. Había tenido esa obsesión durante toda mi infancia, poseer una bella dentadura blanca como las de las chicas de las revistas. Cuando las educadoras se pasaban por mis familias de acogida, y me preguntaban si necesitaba alguna cosa, yo reclamaba sistemáticamente una visita al dentista, como si mi destino y mi vida entera fueran a depender de la sonrisa que pudiera tener.

No tenía compañeras y me parecía demasiado a un chico. Me había encariñado con mis hermanas de acogida pero las repetidas separaciones y los cambios de familia me habían masacrado. No atarse jamás. Me decía que tener el cabello corto me protegería, que me daría el corazón y las agallas de un chico. De pronto, las chicas me evitaban. Yo ya me había acostado con chicos para hacer lo que hacía todo el mundo, nada trascendente la verdad, me había sentido desilusionada, no me parecía nada apetecible. Lo hacía por variar un poco o conseguir trapos, un broche de mierda, una entrada a alguna parte, una mano agarrada a la mía. Prefería el amor de los cuentos para niños, esos que no me habían contado nunca. «Se casaron y fueron muy, muy, muy...»

Acodado en el bar, Philippe Toussaint observaba a sus amigos bailar en la pista mientras degustaba un whisky con cola sin hielo. Tenía un rostro angelical. Una especie de Michel Berger en color. Largos rizos rubios, ojos azules, piel clara, nariz aguileña, boca de fresa... lista para ser consumida, una fresa del mes de julio bien madura. Y vestía pantalón vaquero, camiseta blanca y cazadora de cuero negro. Era grande, de constitución fuerte, perfecto. En cuanto lo vi, mi corazón hizo bum como cantaba mi tío de parentesco imaginario, Charles Trenet. Conmigo, Philippe Toussaint tendría todo gratis, incluso sus copas de whisky con cola.

Él no tenía que hacer nada para besar a las atractivas rubias que le rodeaban por todas partes como moscas que rondan un trozo de carne a la parrilla. Philippe Toussaint tenía aspecto de pasar de todo. Se dejaba hacer. Solo tenía que levantar un dedo para obtener cuanto deseaba, además de llevarse la copa a los labios de cuando en cuando, entre dos besos fluorescentes.

Me daba la espalda. De él solo veía los rizos rubios que pasaban del verde al rojo y al azul bajo los focos. Hacía más de una hora que mis ojos se entretenían en sus cabellos. A veces se inclinaba sobre la boca de una chica que le murmuraba alguna cosa al oído y yo aprovechaba para escrutar su perfil perfecto.

Y de pronto, se giró hacia la barra y su mirada se posó en mí para no abandonarme más. A partir de ese instante, me convertí en su juguete preferido.

Al principio, pensé que yo le interesaba a causa de las dosis de alcohol gratis que vertía en su copa. Al servirle, me las apañaba para que no viera mis uñas mordidas, solamente mis dientes blancos y perfectamente alineados. Me parecía que tenía el aspecto de un chico de buena familia. Para mí, a excepción de los jóvenes de la casa de acogida, todo el mundo tenía aspecto de hija o hijo de una buena familia.

A su espalda había un embotellamiento de niñas monas. Como un peaje en la autopista del Sol un día de operación salida. Pero él continuó echándome el ojo, el deseo reflejándose en sus ojos. Me apoyé contra la barra, frente a él, para asegurarme de que era a mí a quien contemplaba. Puse una pajita en su vaso. Y alcé los ojos. Efectivamente era a mí.

Y le dije:

—¿Quieres beber otra cosa? —No escuché su respuesta y me acerqué a él gritando—: ¿Cómo dices?

—A ti —me contestó al oído.

Me serví un vaso de bourbon a espaldas del jefe. Después de un sorbo dejé de sonrojarme, después de dos me sentí bien, después de tres recuperé todo el valor. Me acerqué hasta su oído y le respondí:

—Cuando termine el servicio, podríamos beber juntos.

Sonrió. Sus dientes eran como los míos, blancos y alineados.

Cuando Philippe Toussaint pasó el brazo por encima de la barra para acariciar el mío, me dije que mi vida iba a cambiar. Sentí mi piel endurecerse, como si tuviera un presentimiento. Él era diez años mayor que yo. Esa diferencia de edad le daba cierta altura. Tuve la impresión de ser la mariposa que contempla una estrella.

Capítulo 6

6

Pues llegará la hora en que todos los muertos oirán su voz y saldrán de los sepulcros

Llaman suavemente a mi puerta. No espero a nadie, de hecho ya no espero a nadie desde hace mucho tiempo.

Hay dos accesos a mi casa, uno por el lado del cementerio, y otro por el lado de la calle. Éliane empieza a ladrar mientras se dirige hacia la puerta de la calle. Su propietaria, Marianne Ferry (1953-2007), reposa en la glorieta de los Boneteros. Éliane llegó el día de su entierro y ya no se ha marchado. Las primeras semanas, yo la alimentaba en la tumba de su ama, pero poco a poco me empezó a seguir hasta la casa. Nono la ha bautizado Éliane, como Isabelle Adjani en Verano asesino, porque tiene unos bonitos ojos azules y su ama se murió en agosto.

En veinte años he tenido tres perros que llegaron al mismo tiempo que sus amos y que se convirtieron en míos por la fuerza del destino, pero ya solo me queda ella.

Llaman de nuevo. Dudo si abrir. No son más de las siete de la mañana. Estoy a punto de servirme el té y recubrir mis tostadas con mantequilla salada y confitura de fresas regalada por Susanne Clerc, cuyo esposo (1933-2007) reposa en la glorieta de los Cedros. Escucho música. Fuera de las horas de apertura del cementerio, siempre escucho música.

Me levanto y apago la radio.

—¿Quién está ahí?

Una voz masculina vacila y responde.

—Discúlpeme, señora, he visto luz.

Oigo cómo frota sus pies en el felpudo.

—Querría hacerle unas preguntas a propósito de alguien que descansa en el cementerio.

Podría decirle que regresara a las ocho, la hora de apertura.

—¡Deme dos minutos, ahora voy!

Subo a mi habitación y abro el armario de invierno para enfundarme una bata. Tengo dos armarios. Uno al que llamo «invierno», y otro «verano». Eso no tiene nada que ver con las estaciones sino con las circunstancias. El armario de invierno solo contiene ropa clásica y sombría, está destinado a los otros. El armario de verano contiene prendas claras y coloridas, que es el que me está destinado. Suelo lucir el verano bajo el invierno, y me quito el invierno cuando estoy sola.

Así que me enfundo una bata gris acolchada por encima de mi camisón de seda rosa. Desciendo para abrir la puerta y descubro a un hombre de alrededor de cuarenta años. En un primer momento solo veo sus ojos negros clavados en mí.

—Buenos días, discúlpeme por haberla molestado tan pronto.

Fuera aún está oscuro y hace frío. Por detrás de él, advierto que la noche ha depositado una capa de escarcha. El vapor sale de su boca como si estuviera soltando unas caladas al día que amanece. Huele a tabaco, a canela y a vainilla.

Me siento incapaz de pronunciar palabra. Como si me hubiera encontrado con alguien a quien hubiera perdido de vista. Me digo que ha irrumpido en mi casa demasiado tarde. Que si hubiese podido presentarse en mi puerta hace veinte años, todo habría sido diferente. ¿Por qué me digo eso? ¿Porque hace años que nadie ha llamado a mi puerta de la calle aparte de algún chiquillo borracho? ¿Porque todos mis visitantes llegan por el cementerio?

Le hago pasar y él me da las gracias con aspecto de estar incómodo. Le sirvo un café.

En Brancion-en-Chalon conozco a todo el mundo. Incluso a los habitantes que aún no tienen muertos en mi casa. Todos han pasado al menos una vez por mis avenidas para enterrar a un amigo, a un vecino, a la madre de un colega.

A él no le he visto nunca. Tiene un ligero acento, algo característico del Mediterráneo, por la forma en que puntúa las frases. Es moreno, tan moreno que sus pocas canas resaltan entre el desorden del resto. Tiene nariz grande, labios anchos, bolsas en los ojos. Recuerda un poco a Serge Gainsbourg. Parece que estuviera peleado con su máquina de afeitar aunque sin demasiada gracia. Tiene unas manos bonitas y largos dedos. Bebe su café hirviendo a pequeños sorbos, sopla por encima y se calienta las manos con la porcelana.

Sigo sin saber por qué está aquí. Le he dejado entrar en mi casa porque no es verdaderamente mi casa. Esta habitación pertenece a todo el mundo. Es como una sala de espera municipal que yo he transformado en cuarto de estar y cocina. Pertenece a toda la gente de paso y a los habituales.

Él parece estar contemplando las paredes. Este cuarto de veinticinco metros cuadrados tiene el mismo aspecto que mi armario de invierno. Nada en las paredes. Ni un mantel de color ni un sofá azul. Solamente el contrachapado un poco por todas partes y sillas para sentarse. Nada ostentoso. Una cafetera siempre lista para servirse, tazas blancas y licores fuertes para los casos desesperados. Aquí es donde recolecto las lágrimas, las confidencias, la rabia, los suspiros, la desesperación y la risa de los sepultureros.

Mi dormitorio está en el primer piso. Es mi traspatio secreto, mi hogar. Mi dormitorio y el cuarto de baño son dos bomboneras en tonos pastel. Rosa pálido, verde almendra y azul cielo, es como si yo misma hubiera diseñado los colores de la primavera. En cuanto aparece un rayo de sol, abro las ventanas de par en par y, a menos que se tenga una escalera, es imposible que te vean desde el exterior.

Nadie ha penetrado jamás en mi dormitorio tal y como está ahora mismo. Justo después de la desaparición de Philippe Toussaint, lo repinté por completo y añadí cortinas, encajes, muebles blancos y una gran cama con un colchón suizo que se adapta a las formas. A la mía, para así no tener que dormir más en la del cuerpo de Philippe Toussaint.

El desconocido sigue soplando en su taza. Y por fin me dice:

—Vengo de Marsella. ¿Conoce Marsella?

—Voy todos los años a Sormiou.

—¿A la cala?

—Sí.

—Qué casualidad.

—Yo no creo en la casualidad.

Parece buscar algo en el bolsillo de su vaquero. Mis hombres no llevan pantalones vaqueros. Nono, Elvis y Gaston visten todo el tiempo el mono de trabajo, los hermanos Lucchini y el padre Cédric, un pantalón de tergal. Se afloja la bufanda, liberando su cuello, y deja la taza vacía en la mesa.

—Yo soy como usted, muy racional... Y, además, soy comisario.

—¿Como Colombo?

Me responde sonriendo por primera vez.

—No. Él era inspector.

Desliza su dedo índice sobre algunos granos de azúcar diseminados por la mesa.

—Mi madre desea descansar en este cementerio y no entiendo por qué.

—¿Vive en la región?

—No, en Marsella. Falleció hace dos meses. Descansar aquí forma parte de sus últimas voluntades.

—Lo lamento. ¿Quiere una gota de alcohol en su café?

—¿Tiene la costumbre de emborrachar a la gente tan temprano?

—A veces me ha pasado. ¿Cómo se llama su madre?

—Irène Fayolle. Ella deseaba ser incinerada... Y que sus cenizas fueran depositadas en la tumba de un tal Gabriel Prudent.

—¿Gabriel Prudent? Gabriel Prudent, 1931-2009. Está enterrado en la avenida 19, en la glorieta de los Cedros.

—¿Conoce a todos los muertos de memoria?

—Prácticamente.

—¿La fecha de su fallecimiento, su ubicación y todo?

—Prácticamente.

—¿Quién era ese tal Gabriel Prudent?

—Una mujer viene por aquí de cuando en cuando... Su hija, creo. Era abogado. No tiene epitafio en su tumba de mármol negro, ni foto. Ya no me acuerdo del día de su entierro. Pero puedo comprobarlo en mi registro si así lo desea.

—¿Su registro?

—Anoto todos los entierros y las exhumaciones.

—No sabía que eso formara parte de sus atribuciones.

—Y no forma. Pero si uno solo tuviera que hacer lo que forma parte de sus atribuciones, la vida sería muy triste.

—Es curioso oír eso de boca de una... ¿Cómo llama su profesión? ¿Guarda de cementerio?

—¿Por qué? ¿Acaso cree que me paso el día llorando? ¿Que estoy hecha de lágrimas y tristeza?

Le sirvo un poco más de café mientras él a su vez me pregunta:

—¿Vive aquí sola?

Termino por responderle que sí.

Abro los cajones de los registros y consulto el cuaderno del 2009. Busco por el nombre de familia y encuentro rápidamente el de Prudent, Gabriel. Empiezo a leer:

18 de febrero de 2009, entierro de Gabriel Prudent, llueve a cántaros.

Había ciento veintiocho personas presentes en la sepultura. Su exmujer estaba en primera fila, así como sus dos hijas, Marthe Dubreuil y Cloé Prudent.

Por petición del difunto, ni flores ni coronas.

La familia ha hecho grabar una placa en la cual se puede leer: «En homenaje a Gabriel Prudent, abogado valiente. “El valor, para un abogado es esencial, pues sin él, el resto no cuenta: talento, cultura, conocimiento del derecho, todo es útil al abogado. Pero sin valor, en el momento decisivo, solo quedan las palabras, las frases que se suceden, que brillan y que mueren.” (Robert Badinter)».

Nada de cura. Nada de cruz. El cortejo apenas permaneció allí media hora. Cuando los dos oficiales de pompas fúnebres terminaron de bajar el féretro a la fosa, todo el mundo se marchó. Aún llovía con fuerza.

Cierro el registro. El comisario parece anonadado, perdido en sus pensamientos. Se pasa una mano por el pelo.

—Me pregunto por qué mi madre quería reposar cerca de ese hombre.

Durante un momento, examina de nuevo las paredes blancas sobre las cuales no hay nada absolutamente que examinar. Luego su mirada vuelve a mí, como si no me creyera. Señala el registro de 2009 con la mirada.

—¿Puedo leerlo?

Habitualmente no confío mis notas más que a las familias implicadas. Vacilo durante unos segundos y termino por pasárselo. Él comienza a hojearlo. Entre página y página, me mira de arriba abajo como si fuera en mi frente donde figuraran las palabras del año 2009. Como si el cuaderno que tiene entre las manos fuera un pretexto para posar sus ojos en mí.

—¿Y hace esto mismo con cada entierro?

—No todos, pero prácticamente. Así, cuando aquellos que no han podido asistir vienen a verme, les hago un relato según mis notas... ¿Ha matado ya a alguien? Quiero decir, en cumplimiento del deber...

—No.

—Pero ¿lleva un arma?

—A veces sí. Pero ahora, esta mañana, no.

—¿Ha venido con las cenizas de su madre?

—No. Por el momento están en el crematorio... No quiero dejar las cenizas en la tumba de un desconocido.

—Para usted es un desconocido, pero no para ella.

Se levanta.

—¿Puedo ver la tumba de ese hombre?

—Sí. ¿Podría volver en media hora? No salgo nunca a mi cementerio en bata.

Él sonríe por segunda vez y abandona el salón-cocina. En un acto reflejo, enciendo la luz del techo. No la enciendo nunca cuando una persona está en casa, únicamente cuando se marcha. Para reemplazar su presencia por la de la luz. Una antigua costumbre de niña nacida de madre anónima.

Media hora después, él me espera en su coche aparcado frente a las verjas. He visto la matrícula, 13, Bouches-du-Rhône. Ha debido de dormirse apoyado contra su bufanda porque su mejilla está marcada, como arrugada.

Yo me había enfundado un abrigo azul marino sobre un vestido color carmín y me había abrochado el abrigo hasta el cuello. Mi aspecto recordaba a la noche, sin embargo, por debajo, vestía el día. Habría bastado con que abriera mi abrigo para que él guiñara de nuevo los ojos.

Caminamos a través de las avenidas. Yo le había explicado que mi cementerio tenía cuatro alas: Laureles, Boneteros, Cedros y Tejos, dos columbarios y dos jardines del recuerdo. Él me preguntó si hacía mucho tiempo que yo hacía «esto», y le contesté: «Veinte años». Le expliqué que antes era guardabarreras. Me preguntó cómo era pasar de los trenes a los coches fúnebres. No supe qué contestar. Habían sucedido demasiadas cosas entre esas dos vidas. Simplemente pensé que hacía unas preguntas muy raras para ser un comisario racional.

Cuando llegamos a la altura de la tumba de Gabriel Prudent, el hombre palideció. Como si hubiera venido para recogerse ante la tumba de un hombre del que no había oído hablar jamás pero que bien podría ser un padre, un tío, un hermano. Permanecimos inmóviles durante un largo momento. Terminé por soplarme las manos del frío que hacía.

Normalmente no me quedo nunca con los visitantes. Les acompaño y me retiro. Pero esta vez, no sé por qué, me resultó imposible dejarle solo. Al cabo de un instante que me pareció durar una eternidad, él comentó que debía tomar de nuevo la carretera. Volver a Marsella. Le pregunté si pensaba regresar para depositar las cenizas de su madre en la estela del señor Prudent. No respondió.

Capítulo 7

7

Siempre faltará alguien para hacer sonreír mi vida, tú

Cambio el tiesto de las flores de la tumba de Jacqueline Victor, de casada Dancoisne (1928-2008) y de Maurice René Dancoisne (1911-1997). Son dos bonitos brezos blancos, que parecen dos trozos de acantilado al borde del mar plantados en una maceta. De las pocas flores que resisten al invierno, junto con los crisantemos y las crasas. La señora Dancoisne adoraba las flores blancas. Venía cada semana a visitar la tumba de su marido. Y charlábamos. Bueno, solo al final, una vez que se fue acostumbrando a la pérdida de su Maurice. Los primeros años, se la veía devastada. La desgracia te corta la palabra. O bien te hace decir cualquier cosa. Luego, poco a poco, recuperó el camino necesario para construir frases simples, pedir noticias de los otros, noticias de los vivos.

No sé por qué decimos «sobre la tumba», cuando más bien deberíamos decir «al borde de la tumba» o «contra la tumba». A excepción de la hiedra, los lagartos, los gatos o los perros, nadie se sube a una tumba. La señora Dancoisne se unió a su marido de un día para otro. Un lunes estaba limpiando la estela de su amado y el jueves siguiente yo ponía flores en la suya. Después de su entierro, sus hijos se pasan una vez al año y me piden que sea yo quien me ocupe el resto del tiempo.

Me gusta hundir las manos en la tierra de los brezos incluso si es mediodía y el sol pálido de este día de octubre apenas calienta. Y a pesar de que mis dedos están congelados, disfruto con ello. Al igual que cuando los sumerjo en la tierra de mi jardín.

A unos metros de donde estoy, Gaston y Nono cavan una fosa con la pala mientras se cuentan su velada. Desde donde estoy escucho retazos de su conversación dependiendo de la dirección del viento. «Mi mujer me dijo... en la televisión... unos picores... no debería... el jefe va a pasar... una tortilla en casa de Violette... le conocí... era un buen tipo... judío, ¿no es eso?... Sí, debía de tener nuestra edad... era muy amable... su mujer... marisabidilla... canción de Brel... no hay que jugar a los ricos cuando no se tiene un céntimo... una de sus urgencias por mear... qué susto... próstata... hacer la compra antes de que cierre... los huevos para Violette... qué desgracia...»

Mañana hay un entierro a las cuatro de la tarde. Un nuevo residente para mi cementerio. Un hombre de cincuenta y cinco años, muerto por haber fumado demasiado. En fin, eso es lo que dicen los médicos. Lo que nunca dicen es que un hombre de cincuenta y cinco años puede morir por no haber sido amado nunca, por no haber sido nunca escuchado, por haber recibido demasiadas facturas, por haber contratado demasiados créditos al consumo, por haber visto a sus hijos crecer y luego marcharse, sin realmente llegar a despedirse. Una vida de reproches, una vida de muecas. De ahí su pitillo y sus copas de vino para ahogar su angustia, él les quería mucho.

No te dicen jamás que se puede morir por sentirse con demasiada frecuencia harto de las cosas.

Un poco más lejos, dos pequeñas señoras, la señora Pinto y la señora Degrange, limpian las tumbas de sus hombres. Y como vienen cada día, se inventan lo que hay que limpiar. Alrededor de sus sepulturas está todo tan reluciente como las muestras de revestimiento de suelos de un almacén de bricolaje.

Esas personas que vienen cada día a las tumbas son las que de verdad se asemejan a fantasmas. Las que están entre la vida y la muerte.

La señora Pinto y la señora Degrange son tan livianas como un gorrión al acabar el invierno. Como si fueran sus esposos los que las alimentaran mientras aún estaban con vida. Las conozco desde que trabajo aquí. Hace más de veinte años que, de camino a hacer la compra, se dan una vuelta por aquí cada mañana como una parada obligada. No sé bien si es amor o sumisión. O las dos cosas. Si es por las apariencias o por ternura.

La señora Pinto es portuguesa. Y como la mayoría de los portugueses que viven en Brancion, en verano regresa a Portugal. Eso le da muchos quehaceres a su vuelta. A principios de septiembre regresa, siempre igual de delgada pero con la piel bronceada, las rodillas raspadas de haber limpiado las tumbas de aquellos que se han muerto en su país. En su ausencia, yo riego las flores francesas. Así que para agradecérmelo, ella me regala una muñeca vestida con traje folclórico en una caja de plástico. Cada año tengo derecho a una muñeca. Y cada año le digo: «Gracias, señora Pinto, gracias, no hacía falta, las flores, para mí, son un placer y no un trabajo».

Existen centenares de trajes folclóricos en Portugal. Así que, si la señora Pinto vive treinta años más y yo con ella, tendré derecho a treinta nuevas espantosas muñecas que cierran los ojos cuando levanto la caja de plástico que les sirve de sarcófago para quitarles el polvo.

Como la señora Pinto se pasa por mi casa de vez en cuando, no puedo esconder las muñecas que me regala. Pero no quiero tenerlas en mi habitación y tampoco puedo ponerlas ahí donde la gente entra buscando consuelo. Son demasiado feas. Así que las «expongo» en los peldaños de la escalera que lleva a mi habitación. La escalera se encuentra detrás de una puerta de cristal que puede verse desde la cocina. Siempre que pasa por mi casa a tomar un café, la señora Pinto las contempla para comprobar que están bien colocadas en su lugar. En invierno, cuando anochece a las cinco de la tarde, y contemplo esos ojos negros que brillan y sus trajes con volantes, imagino que van a abrir la tapa y ponerme una zancadilla para que me caiga por la escalera.

He advertido que a diferencia de otras personas, la señora Pinto y la señora Degrange no hablan jamás a sus maridos. Ellas limpian en silencio. Como si hubieran dejado de hablarles mucho antes de que estuvieran muertos y ese silencio fuera una continuidad. Tampoco lloran nunca. Sus ojos están secos desde hace lustros. En ocasiones, se encuentran de frente y hablan del buen tiempo, de los niños, de los nietos y muy pronto, se da usted cuenta, de la llegada de los bisnietos.

Las he visto reírse una vez. Una única vez. Cuando la señora Pinto le contó a la otra que su nieta le había hecho esta pregunta: «Abuela, ¿qué es el Día de Todos los Santos? ¿Unas vacaciones?».

Capítulo 8

8

Que tu reposo sea dulce como tu corazón fue bueno

22 de noviembre de 2016, cielo azul, diez grados, cuatro de la tarde. Entierro de Thierry Teissier (1960-2016). Ataúd de caoba. Nada de mármol. Una tumba cavada en la misma tierra. Sola.

Una treintena de personas está presente. Entre las cuales se incluye Nono, Elvis, Pierre Lucchini y yo misma.

Una quincena de colegas de trabajo de Thierry Teissier de las fábricas DIM ha depositado un ramo de flores de lis: «A nuestro querido colega».

Una empleada del servicio de oncología de Mâcon, que se llama Claire, sostiene un ramo de rosas blancas en la mano.

La mujer del difunto está presente, así como sus dos hijos, un chico y una chica de treinta y veintiséis años, respectivamente. En una placa funeraria han hecho grabar: «A nuestro padre».

No hay fotografía de Thierry Teissier.

En otra placa funeraria: «A mi marido». Con una pequeña curruca dibujada encima de la palabra «marido».

Una gran cruz de madera de olivo ha sido clavada en la tierra.

Tres compañeros de trabajo han leído, por turnos, un poema de Jacques Prévert.

Un pueblo escucha desolado

el canto de un pájaro herido

es el único pájaro del pueblo

y es el único gato del pueblo

el que lo ha medio devorado.

Y el pájaro deja de cantar

y el gato deja de ronronear

y de relamerse el hocico

y el pueblo le hace al pájaro

maravillosos funerales

y el gato que está invitado

camina detrás del pequeño féretro de paja

donde el pájaro muerto está tendido

transportado por una niña pequeña

que no deja de llorar

si yo hubiera sabido que eso te causaría tanta pena

le dice el gato

me lo habría comido por entero

y luego te habría contado

que lo había visto volar

volar hasta el fin del mundo

allá donde está tan lejos

que jamás podrá regresar

y tu habrías sentido menos pena

simplemente tristeza y pesar

nunca hay que hacer las cosas a medias.

Antes de que el féretro sea colocado en la tierra, el padre Cédric toma la palabra:

—Recordemos las palabras de Jesús a la hermana de Lázaro que acababa de morir: «Yo soy la resurrección y la vida: aquel que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá».

Claire deposita el ramo de rosas blancas cerca de la cruz. Todo el mundo se marcha al mismo tiempo.

No conocí a este hombre. Pero la mirada que algunos han posado sobre su tumba me hace pensar que era bueno.

Capítulo 9

9

Su belleza, su juventud sonreían al mundo en el que habría vivido. Luego de sus manos cayó el libro del que no había leído nada

Hay más de mil fotografías dispersas por mi cementerio. Fotos en blanco y negro, sepia, con colores vivos o desvaídos.

El día en que todas esas fotos fueron tomadas, ninguno de los hombres, niños o mujeres que posaron inocentemente frente al objetivo podía imaginar que ese instante les representaría para la eternidad. Fue el día de un aniversario o de alguna comida familiar. Un paseo por el parque un domingo, una foto de boda, un baile de promoción, un Año Nuevo. Un día en que estaban un poco más guapos, un día en que estaban todos reunidos, un día en particular en que estaban más elegantes. O bien con sus hábitos militares, de bautismo o de comunión. Cuánta inocencia en la mirada de toda esa gente que sonríe desde sus tumbas.

A menudo, la víspera de un entierro, suele aparecer un artículo en el periódico. Un artículo que resume en pocas frases la vida del difunto. Brevemente. Una vida no suele ocupar demasiado espacio en el periódico local. Un poco más si se trata de un comerciante, un médico o un entrenador de fútbol.

Es importante poner fotos en las tumbas. Si no, no se es más que un nombre. La muerte se lleva también los rostros.

La pareja más hermosa de mi cementerio es la de Anna Lave, de casada Dahan (1914-1987) y Benjamin Dahan (1912-1992). Se les puede ver en una foto coloreada que fue tomada el día de su boda en los años treinta. Dos rostros maravillosos sonriendo al fotógrafo. Ella rubia como el sol, de piel diáfana, él, de rostro fino, casi esculpido, y sus miradas brillantes como zafiros estrellados. Dos sonrisas que ofrecen a la eternidad.

Cada enero, suelo pasar un trapo sobre las fotos de mi cementerio. Solo lo hago en las tumbas que han sido abandonadas o son poco visitadas. Un paño humedecido en agua que contiene una gota de alcohol de quemar. Hago lo mismo con las placas, pero usando un paño humedecido en vinagre blanco.

Esa limpieza me lleva alrededor de cinco a seis semanas. Cuando Nono, Gaston y Elvis desean ayudarme, les digo que no. Que ellos ya tienen bastante con el mantenimiento general.

No le he oído llegar. Es raro. Suelo advertir inmediatamente las pisadas de la gente en la grava de las avenidas. Distingo incluso si se trata de un hombre, de una mujer o de un niño. De un paseante o de un habitual. Él en cambio se desplaza sin hacer ruido.

Estoy terminando de limpiar los nueve rostros de la familia Hesme: Étienne (1876-1915), Lorraine (1887-1928), Françoise (1949-2000), Gilles (1947-2002), Nathalie (1959-1970), Théo (1961-1993), Isabelle (1969-2001), Fabrice (1972-2003), Sébastien (1974-2011), cuando siento su mirada clavada en mi espalda. Me doy la vuelta. Está a contraluz, y no le reconozco inmediatamente.

Solo cuando su voz dice «Buenos días» comprendo que se trata de él. Y justo después de su voz, con dos o tres segundos de retraso, su olor a canela y vainilla. No pensaba que regresaría. Hace ya más de dos meses que apareció llamando a mi puerta del lado de la calle. Mi corazón se embala un poco. Siento como si me susurrara: Desconfía.

Desde la desaparición de Philippe Toussaint, ningún hombre ha acelerado los latidos de mi corazón. Después de Philippe Toussaint, no ha vuelto a cambiar de ritmo, exactamente como un viejo reloj que ronronea indolentemente.

A excepción del Día de Todos los Santos, en el que su cadencia se acelera: puedo vender hasta cien tiestos de crisantemos y es preciso que guíe a los numerosos visitantes ocasionales que se han extraviado por las avenidas. Pero esta mañana, pese a que no es el día de los muertos, mi corazón se ha embalado. Y todo a causa de él. He creído detectar miedo, el mío.

Aún sostengo el trapo en la mano. El comisario observa los rostros que estoy a punto de abrillantar y me sonríe tímidamente.

—¿Son personas de su familia?

—No. Me ocupo de las tumbas, eso es todo.

No sabiendo ya qué hacer con las palabras que se agolpan en mi cabeza, le digo:

—En la familia Hesme, las personas mueren jóvenes, como si fueran alérgicas a la vida o esta no precisara de ellas.

Él sacude la cabeza, se cierra el cuello del abrigo y me dice sonriendo:

—Hace mucho frío en su región.

—Sin duda hace mucho más frío aquí que en Marsella.

—¿Irá allí este verano?

—Sí, como todos los años. Me reúno allí con mi hija.

—¿Vive en Marsella?

—No, viaja un poco por todas partes.

—¿Y a qué se dedica?

—Es maga. Profesional.

Como para interrumpirnos, un joven mirlo se posa sobre la sepultura de la familia Hesme y empieza a cantar a voz en grito. Ya no me apetece abrillantar los rostros. Vierto el cubo de agua en la grava y recojo mis trapos y el alcohol de quemar. Al agacharme, mi largo abrigo gris se entreabre y deja a la vista mi bonito vestido de flores color carmín. Advierto que ese detalle no escapa a la atención del comisario. Él no me mira como los demás. Hay algo diferente.

Para desviar su atención, le recuerdo que si desea depositar las cenizas de su madre en la tumba de Gabriel Prudent, habrá que pedir autorización a l

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