Los sueños asequibles de Josefina Jarama

Manuel Guedán

Fragmento

libro-3

I. Ibi

¡Qué pocas veces he tenido la razón! Y eso implica tener que hacerlo todo más deprisa. Los que siempre aciertan —mis jefes, por ejemplo— se ganan el derecho a que les dejemos reflexionar primero, y luego explicarnos las cosas a los demás. Yo nunca he estado segura de que estudiar un problema a fondo me llevara a la respuesta adecuada y quizás por eso nadie me ha dejado explayarme demasiado. Así que he tenido que hablar siempre deprisa y trabajar a golpe de pálpito. Y eso que mis intuiciones se parecen menos a un arrebato de lucidez que al calambrazo que te puede dar un interruptor viejo o una mala amiga. Quiero decir que son imprevisibles y que, si vienen dos seguidas, ni siquiera tienen por qué ir en la misma dirección.

Eso fue lo que pasó en la madrugada de mi diecisiete cumpleaños, cuando mi madre me anunció que era comunista. No solo eso, también me anunció que debíamos huir del país. Vino a buscarme en mitad de la noche. Yo creí que me despertaba para darme el regalo que le había pedido —la muñeca Sabela, con la que completaría mi colección—, pero ya te lo he dicho: no soy nada intuitiva.

Aquí te habla quien pudo tenerlo todo, o no, pero se echó a perder. Quien renunció a sus postulados para dejarse llevar por las corrientes inciertas que hoy calientan el corazón, pero quién sabe si mañana alimentarán el estómago.

Hubo un día en el que tuve ambición; hoy no tengo más que amor.

Te escribo esta historia a ti, que no podrás leerla, para que no cunda mi ejemplo y para que, si cae en manos de alguien más, haga todo lo contrario de lo que yo hice. ¿Dramatizo? Un poco sí, pero menos de lo que me gustaría. Esta es la historia de la Jarama, como nunca nadie me llamó pero me hubiera encantado que lo hicieran. La gente es más de «Fina esto», «Fina lo otro», que también me gusta, pero resulta demasiado familiar y una mujer que ha empezado desde abajo necesita más la autoridad que el cariño.

A finales de los setenta Ibi era una pequeña villa de forma triangular, situada entre el piedemonte del cerro de Santa Lucía y un modesto riachuelo, el Riu de les Caixes. Durante décadas había sido el motor comercial de la comarca de la Hoya de Alcoy. Según el censo de 1900, la villa contaba con poco más de tres mil habitantes, casi los mismos que veinte años atrás. En menos de un lustro se pasó de seis mil a más de veintitrés mil, de los cuales menos de la mitad habían nacido en la misma Ibi. El resto era mano de obra que llegaba de Albacete, Badajoz y Ciudad Real, y que se fue hacinando poco a poco en los arrabales.

En su nombre, Ibi, está el corazón de la península ibérica, que pareciera interrumpido por un bostezo, pero eso es solo una pequeña ironía, pues en Ibi no ha bostezado nadie nunca; y, aunque la playa esté a solo treinta minutos en coche, el único mar que han conocido sus habitantes es el sudor de su propia frente, y la única arena, la arcilla de sus barracones sin pavimentar.

Cuando la crisis de 1973 sacudió la economía, la villa, que contaba ya con medio centenar de fábricas, le enseñó a un país todavía dormido y sin sueños el sendero de la exportación. Sin apoyos políticos ni financieros, abandonada por Dios entre montañas, sorda a los cantos de sirena del Mediterráneo y privada de las propinas del sector servicios, Ibi se convirtió en un ejemplo de resistencia y creación de empleo. Setecientos al año o más.

Las gentes de Ibi son, a mi entender, las más admirables del país. Mi madre solía reprocharme que dijera eso. Según ella, lo pienso solo porque arrastro un complejo por ser de Tibi, una diminuta localidad a catorce kilómetros de Ibi, y porque yo, siempre según ella, soy muy de admirar lo de los demás y hacer de menos lo propio. Mi madre me recriminaba no ser como el resto de niñas, que estaban todas orgullosas de su pueblo. Y yo a ella que no fuera como las demás madres, que estaban todas orgullosas de sus hijas.

La razón del milagro de Ibi era sencilla pero espectacular: el juguete, el único producto no alimenticio con denominación de origen en España. Esta industria supo cabalgar a lomos de los nuevos tiempos y, mientras que de puertas para adentro implantaba la cadena de montaje y se abría al plástico, de puertas para fuera sellaba un pacto vitalicio con la televisión: cada diciembre más de mil sintonías desfilaban por TVE.

Fueron los años de los accidentes laborales y del nacimiento de los sindicatos, los de la creación del circuito de ferias y de los grandes nombres del mundo del diseño. Éramos artesanos de la industria y concentrábamos el cuarenta por ciento de la producción juguetera nacional. Cuando la estacionalidad del producto se vivía como un sello de identidad y no como una condena; cuando «deslocalizar» era una palabra inexistente en el diccionario de nuestros empresarios y nadie pensaba en diversificar produciendo también muebles de jardín. Yo estuve allí. Yo viví la era dorada del juguete español. O un poco dorada. Tal vez el principio del declive.

Una confesión antes de que me arrepienta: yo soy muy de arrepentirme. Como cuando me arrepentí de que le pusieran mi nombre a una muñeca. Si solo hubiera sido mi nombre. Mi cara. Admiro a esas mujeres que no miran atrás. Como mi madre. Llegan a este mundo de frente y con los brazos extendidos, como Supermanas directas a las manos de los médicos, que las levantan de inmediato para que alcen el vuelo. Yo, en cambio, nací de culo y le había dado tantas vueltas a las cosas que vine con el cordón umbilical enredado al cuello, morada como una remolacha, como si quisiera estrangularme con lo primero que tuviera a mano. Eso creyó mi madre, que se pasó años recelando de mis instintos suicidas. Tanto fue así que hasta los diecisiete no me dejó ducharme, ni mear, con la puerta del baño cerrada, por si acaso. Y no es que a los diecisiete aprendiera a confiar en mí. Ya lo he dicho: es que ese día se marchó. Mi madre me abandonó.

No es verdad. Fue por una causa justa.

No es eso tampoco. Fui yo la que se bajó del coche.

Yo he sido una niña in vitro. Metafóricamente. Mi padre hizo el amor con mi madre. De hecho fue lo último que hizo antes de morir, víctima de una explosión en la fábrica donde hacían el material detonante para las pistolas Clic-Pum. Operaban sin licencia. Entonces, si digo que soy un bebé probeta es porque no soy el fruto de un matrimonio que buscara tener una preciosa niña, sino que soy el sueño programado de dos idealistas que anhelaban repoblar un mundo mejor. Qué disgusto se llevaría mi madre si leyera estas líneas. Me reprocharía que hablo desde el rencor. Bien, y si las líneas son mías, ¿no tengo derecho a ello?, ¿estoy obligada, como he hecho siempre, a pensar cómo impactará todo lo que digo en cada una de las personas que conozco? Lo estoy. Y si es verdad que todos tenemos al menos un superpoder —lo he leído en algún sitio—, ese sería el mío: siempre me pongo en la piel de los demás. Es que yo, Josefina Jarama, ¡soy los demás! En cambio no sé si mi madre, en los años que pasamos separadas, se puso en la mía alguna vez. Supongo que sí. Porque al final no éramos tan distintas y yo también era divertida y utópica, solo que a mi manera. Por eso me bajé.

Siempre he querido triunfar. Llegar a lo más alto. ¿Debo pedir perdón por ello? Si debo disculparme es más bien por mi falta de imaginación. N

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