Historia de amor sin título

Rubén Ochandiano

Fragmento

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BERTA

 

 

 

 

Oigo el sonido de mis propias pisadas.

Las suelas de mis zapatos sobre el linóleo.

Una tras otra. Una tras otra. Una tras otra.

 

 

Detesto el olor a hospital, me hace sentir enferma. Encuentro síntomas de enfermedad en mi cuerpo cuando percibo el olor a hospital. Este olor me hace tomar conciencia de lo extremadamente frágil y destructible que es el cuerpo humano.

 

 

«Cada minuto que un ser humano sigue vivo es una casualidad».

 

 

Cuando era pequeña, sufría accesos de llanto con solo ver el letrero de un hospital a lo lejos, al pasar con el coche de mis padres por la carretera.

Estrés postraumático; superado.

Ahora no lloro. Ya no lloro. Nunca.

 

 

Consultas externas.

Psiquiatría.

 

 

Mientras recorro el pasillo, me siento tentada a jugar, apostando conmigo misma (¿«conmigo» o «contra mí»?) cuántos metros puedo caminar pisando solo en las zonas limpias del suelo, evitando poner un pie u otro en cualquiera de las múltiples manchas de la superficie. A mi pesar, y tratando de disimularlo a ojos de las personas con las que me cruzo, mi cuerpo y, sobre todo, mi cabeza se entretienen en ello unos segundos.

Fin. Lo dejo estar.

Trastorno obsesivo compulsivo; superado a medias.

 

 

Javier camina un par de pasos delante de mí, como siempre. Cuando estábamos juntos me molestaba que lo hiciera, ahora me sigue molestando.

Nunca se lo hice saber.

 

 

En la consulta nos recibe el doctor Vega. Bordadas en su límpida bata, solo se leen esas letras: «DR. VEGA»; y así se nos presenta. No nos dice su nombre de pila, aunque es obvio que Javier lo sabe. Ellos han hablado por teléfono, han intercambiado decenas de correos electrónicos. «Un gran reportaje», «un paciente asombroso», «un caso excepcional», «un chico..., un animal con un ala rota». Recuerdo que Javier utilizó aquella expresión tan estúpida: «un ala rota». ¿Se le ocurrió a él adjetivarlo así o solo repetía un término empleado por el límpido «DR. VEGA» de límpida bata blanca?

 

 

En el interior de la consulta se acentúa el olor a hospital. Presentaciones rápidas. Javier despliega el trípode, enchufa la videocámara y la pone en funcionamiento, yo hojeo mi cuaderno. El doctor Vega mueve la boca, está hablando. Nos está hablando.

Se abre la puerta que separa la consulta en la que nos encontramos del resto del edificio; la delgada barrera de madera que me separa de esos seres enfermos y de las impecables batas blancas cargadas siempre de las mejores intenciones. Entonces, acompañado por una enfermera, aparece ante nuestros ojos «el gran reportaje», «el paciente asombroso», «el caso excepcional». Mario Ruiz, veintinueve años. Ni alto, ni muy bajo; enjuto, inspira rechazo. A mí, a mí me inspira rechazo. No consigo empatizar con la fragilidad. Y este ser, «el chico especial», nos empapa con la suya desde la primera bocanada de aire que espira dentro de la habitación.

«Especial».

Me mira. Se sienta.

 

 

Me gustaría poder hacer este reportaje a mi manera. Contarlo a mi manera, llevando a cabo las entrevistas en el orden que yo considerase oportuno. No. Condición sine qua non. No podemos saltarnos «el protocolo». Hemos de realizar las entrevistas a los implicados en el orden que el doctor ha decidido. «El protocolo».

Ese es el protocolo. Javier ha aceptado, hemos aceptado. Nadie nos cuenta, no nos informan de dónde reside «lo especial», «lo asombroso».

Mario Ruiz nos mira sin pudor a Javier y a mí. Somos la novedad, sus ojos nos buscan sin querer.

A pesar de estar cerca de la treintena, Mario Ruiz recuerda a un cachorro de mamífero. Se parece más a un niño que a un hombre.

 

 

—Mario, estos son Javier y... Perdona, no recuerdo tu nombre.

—Berta.

—Javier y Berta.

 

 

Silencio.

 

 

—¿Recuerdas que te comenté que hoy grabaríamos la sesión?

 

 

Mario Ruiz asiente. Ya no nos mira. Desde hace un rato sus ojos están posados atentamente en el suelo. A pesar de eso no se puede decir que genere sensación de ausencia. Más bien parece que un par de ojos, o varios, nos observen atentamente desde su coronilla.

 

 

—¿Te supone eso un problema?

—Me da igual. Yo ya no estoy aquí.

 

 

Mario Ruiz abre la boca por primera vez. Su voz es más grave de lo que cabría imaginar. Su voz sí parece haberse desarrollado y pertenecer al hombre que Mario Ruiz no ha llegado a ser.

 

 

«La voz». ¿En qué curso fue eso? ¿Qué profesor?

«La voz no tiene por qué variar una vez que se ha desarrollado por completo el cráneo».

Pero varía. Qué estupidez.

 

 

—Esto es como todos los días, Mario... No cambia nada.

—Entonces, ¿para qué?

—Vuélvemelo a contar...

—¿Cómo? ¿Otra vez?

—Por favor...

—¿Por qué?

 

 

Silencio.

 

 

—No puedo. Me he salido. Me he salido de la historia.

—¿De qué historia?

 

 

¿Esto último lo he dicho yo? ¿Lo he preguntado yo? ¿Lo he dicho o solo lo he pensado? He debido de decirlo en voz alta, porque me responde. Mario Ruiz m

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