Los noventa días de Genevieve

Lucinda Carrington

Fragmento

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1

Genevieve Loften se dio la vuelta y abrió las persianas venecianas permitiendo que la luz inundara de nuevo la estancia. James Sinclair se reclinó en la silla y la observó. Su penetrante mirada la hizo sentirse incómoda. Había oído que él podía resultar difícil y en esa entrevista había comprobado que los rumores eran ciertos.

Pensó de nuevo en lo diferente que parecía de un hombre de negocios convencional; piel morena, pelo oscuro y un cuerpo de atleta bajo el inmaculado traje sastre. Lo encontraba realmente atractivo, pero no tenía intención de permitir que se enterara. No pensaba alimentar su ego; ya estaba demasiado seguro de sí mismo.

Era su tercera entrevista y en esta ocasión estaban solos. Había trabajado muy duro para impresionarlo y convencerlo de que en Barringtons tenían ideas innovadoras y podían proporcionarle la publicidad que necesitaba para expandir sus negocios en el extranjero. De hecho, Sinclair acababa de ver la grabación de una de sus más exitosas campañas de televisión. También le había mostrado un impresionante dosier con otros trabajos anteriores y las cifras de ventas alcanzadas, pero nada de lo que le había sugerido u ofrecido pareció interesarle. Todo lo que recibió a cambio fue aquella ambigua y misteriosa mirada suya, una elevación de ceja y ningún comentario. Con un suspiro, apartó a un lado el dosier. No le gustaba fracasar.

—Señor Sinclair, usted dirá si puedo mostrarle alguna otra cosa —se ofreció. Le sorprendió verle esbozar una lenta sonrisa.

—Es posible. —Él hizo una pausa, sosteniéndole la mirada mientras estiraba las largas piernas. Parecía relajado, pero todavía tenía ese aire sereno de un hombre que se sabe dueño de la situación—. Salga de detrás de ese escritorio que tan bien complementa su fachada de eficiente mujer de negocios —ordenó— y muéstrese ante mí.

El sonido del tráfico de Londres, suavizado por el doble ventanal, llegaba desde la calle. Ella clavó los ojos en Sinclair mientras se preguntaba por un momento si había escuchado bien. Hasta entonces él no había mostrado el más leve interés en ella, por el contrario había notado cierta actitud hostil. Sin embargo, ahora percibía algo en sus ojos que la descolocaba por completo. ¿Diversión? ¿Triunfo? No estaba segura.

Y se atisbaba además cierta arrogancia en la manera en la que había pasado de una posición formal a otra más relajada. La relación entre ellos parecía haber cambiado. Ya no eran dos personas buscando un nexo común para emprender un negocio, sino un hombre y una mujer conscientes de que estaba a punto de encenderse una chispa entre ellos.

Aunque no se sentía muy segura de sí misma, decidió seguirle la corriente. Sonrió y rodeó el escritorio hasta detenerse ante él.

—Bueno —rompió el silencio con forzada claridad—, aquí estoy. ¿Podría decirme el propósito de esta pequeña charada?

—Da una vuelta muy lentamente —ordenó él. Había empezado a tutearla.

—En serio, señor Sinclair… —empezó a decir, manteniendo la distancia—. No le veo sentido a…

—Hazlo y punto.

Ella se encogió de hombros e hizo lo que le pedía. Se alegró de que su elegante traje de chaqueta le quedara holgado en vez de haber sido hecho a medida y que la falda le llegara por debajo de las rodillas. «Puedes mirar todo lo que quieras, Sinclair», pensó, «pero no verás mucho».

No obstante cuando volvió a quedar frente a él cambió de opinión. Aquella oscura mirada recorría su cuerpo perezosamente, acariciándole los pechos; paseándose a lo largo de los muslos esbozados por la forma de la falda tubo. A continuación vio que admiraba sus piernas, embutidas en medias de seda gris, y sus finos tobillos, que descendían hasta los zapatos de salón. Consideró que aquella ropa tan cara, lejos de protegerla, la hacía sentir desnuda e indefensa, como si pudiera ser acariciada por una mano invisible. Era como ser evaluada en un mercado de esclavos. Cuando él volvió a dirigirle la mirada a la cara, ella tenía las mejillas rojas.

Sinclair clavó los ojos en ella durante un momento antes de sonreír ampliamente.

—Quiero hacerte una proposición, pero es posible que no sea el tipo de trato que estabas esperando.

—Estoy segura de que Barringtons podrá satisfacer cualquiera de sus requisitos —afirmó ella.

—Es posible que Barringtons pueda —convino él—. Pero… ¿y tú?

—Eso da igual, ¿no es cierto?

—No te hagas la inocente, señorita Loften —repuso, arrastrando las palabras—. Eres una mujer adulta, no una tierna virgen adolescente. Creo que te imaginas de sobra lo que estoy sugiriendo.

Le habían hecho antes algunas proposiciones indecentes, pero ninguna tan inesperada y descarada como esa. Durante un momento se enfadó. ¿Acaso la consideraba un artículo en venta? Después, la pequeña voz de su ambición le dijo que pensara bien en lo que aquel arrogante hombre podía estar ofreciéndole. Sinclair Associates era una empresa de mucho prestigio y estaba en pleno proceso de expansión; la agencia elegida para gestionar su cuenta publicitaria se convertiría en un nombre importante a nivel internacional.

«Barringtons necesita esta cuenta», se dijo a sí misma, «y gratificarán a quien la consiga para ellos. Si James Sinclair quiere mantener relaciones sexuales a cambio de estampar su firma en un contrato, yo estoy dispuesta a cumplir con mi parte. Al fin y al cabo no es un viejo gordo».

—Por supuesto que sé lo que está sugiriendo —afirmó con energía—. Yo me acuesto con usted y, a cambio, usted le da su cuenta a Barringtons.

Él se rio.

—Haces que parezca muy simple, señorita Loften. Sin embargo no voy a intercambiar mi firma por un puñado de emociones fugaces. —Su voz sonaba alterada y con un filo de dureza—. Eso lo puedo conseguir en cualquier otro lugar a un precio más barato. Quiero más; mucho más. Vamos a tener que reunirnos para discutir los detalles.

Ella se estremeció de repente. No era eso lo que esperaba. ¿Qué clase de detalles tendrían que discutir? Se acostaría con él e intentaría satisfacerlo. Lo más probable era que disfrutara haciéndolo. ¿Sería posible que quisiera algo poco usual? Bueno, si era necesario, adelante; haría lo que fuera por cerrar el trato.

Se preguntó el porqué para sus adentros. Sinclair Associates no necesitaba a Barringtons, en realidad era a la inversa. Otro pensamiento la asaltó: «¿por qué yo?». Sabía que James Sinclair era rico y tenía buenos contactos y mucho poder. Poseía esa clase de atractivo peligroso que la mayoría de las mujeres encuentra deseable. Podía disponer de todo lo que el dinero era capaz comprar, incluidas las voraces bellezas ávidas de dinero y notoriedad de los más exquisitos clubes de Londres; mujeres mucho más glamurosas que ella. Féminas que estarían encantadas de que las vieran de su brazo, ir a su casa y actuar para él, sin duda con mucha más experiencia que ella.

No era virgen, pero tampoco se consideraba particularmente experta en lo que al sexo se refería. Su prim

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