El funcionamiento general del mundo

Eduardo Sacheri

Fragmento

Capítulo 3

3

Entre los rasgos de su padre que más detesta Joel está su forma de conducir. No es que maneje demasiado rápido. Es otra cuestión. Su papá maneja… brusco. Eso. Brusco. Arranca desbocado y después aprieta el acelerador de manera espasmódica y el auto cabecea. Y no importa si va a veinte, a cuarenta o a sesenta. Siempre lo hace cabecear.

Pero no es lo único. El concepto de “distancia de frenado” lo tiene absolutamente sin cuidado. Es más, Joel está convencido de que ni siquiera conoce lo que esa expresión significa. El viejo puede recorrer, como ahora, toda una cuadra de la calle Rosario, en Caballito, a cuarenta kilómetros por hora, respetando el límite de velocidad, pero sin advertir que allá en la esquina el semáforo está en rojo y la calle está ocupada por un colectivo y un taxi. ¿Qué haría una persona normal? Aminorar la marcha a medida que se acerca a la esquina. Su papá no. Ni es normal, evidentemente, ni va a disminuir la velocidad de a poco a medida que se acerque a la esquina. Seguirá a velocidad constante de punta a punta de la cuadra, casi, concentrado en vaya uno a saber qué, y cuando falten diez metros para estrolarse contra el paragolpes trasero del taxi o del colectivo clavará los frenos mientras sus acompañantes no saben si alegrarse porque seguirán con vida o concentrarse en las náuseas inevitables que produce ese hombre que maneja como si estuviese domando un potro.

Mientras Joel y su hermana intentan recuperar el aliento, Federico mira la hora en su reloj y chasquea la lengua. Después los mira a ellos, a Candela con un rápido giro de la cabeza y a él con los ojos alzados al espejo retrovisor.

—Quiero… perdonen. Yo sé que les había prometido que no íbamos a volver a discutir, y menos así, delante de ustedes.

A Joel le gustaría que Candela estuviese en el asiento junto al suyo para ponerse de acuerdo. ¿Se le aceptan las disculpas al viejo? ¿Se le responde que los tienen hartos con eso y que no se van a contentar con una disculpita lanzada así nomás, al voleo, como quien prueba a ver qué pasa? ¿Se permanece en silencio, en una actitud intermedia que ni lo disculpa ni le reclama por haber faltado otra vez a su promesa? Como Candela sigue en silencio Joel interpreta que ésta, la tercera, es la opción que prefiere su hermana. Le parece bien y se queda callado.

—Lo que pasa es que surgió una emergencia. Hoy mismo a la mañana. Algo completamente inesperado, y no sabía qué hacer. Y en el apuro me… me manejé mal y… perdón.

Pasa un minuto largo hasta que Candela le pregunta:

—¿Y cuál fue la emergencia que te surgió?

Federico vuelve a frenar en el último instante antes de estrolarse con la fila de autos que espera en el siguiente semáforo.

—Acaban de avisarme que alguien que fue… alguien importante en mi vida, de cuando era chico, acaba de morirse. Vivía lejos, recontra lejos. En un lugar que se llama Monte Mocho.

—¿Y eso dónde queda? —pregunta Joel, que suele interesarse por la geografía.

—En Chubut, muy al sur, casi en el límite con Santa Cruz.

—¿Pero no es lejísimos eso?

—Sí, hija, lo que pasa… —pega un volantazo para no atropellar a una mujer que cruza la calle por la senda peatonal, con todas las leyes viales del mundo a su favor— es que tengo que ir. Tengo… tengo que ir.

—¿Quién era?

—El que se murió, papá —interviene Joel.

Federico lo mira por el retrovisor con cara de extrañeza.

—Ah, no. Es una mujer. Una profesora, de la escuela, del secundario. Marta Muzopappa, se llamaba.

—Nunca la nombraste —comenta Candela.

—No —confirma su papá.

En realidad, piensa Joel, ¿a quién nombró su papá, alguna vez, de la época del secundario? Ni de cualquier otra época.

—¿Importante por qué? —pregunta.

El viejo lo mira con cara de que no sabe de qué está hablando.

—Dijiste que era alguien importante de cuando eras chico, papá…

—Entiendo que les rompa la paciencia, chicos. Que sea una sorpresa que no se esperaban y… pero tengo que ir. Lo prometí y tengo que ir.

Joel se da cuenta de que su viejo acaba de hacer algo que ha hecho muchas otras veces: para no responder lo que le preguntan contesta otra cosa. Joel le preguntó por qué era alguien importante, pero su viejo sale con que tiene que ir porque lo prometió. ¿Insiste o lo deja así? Mejor lo deja. Cuando el viejo escapa así por la tangente, y después sigue en silencio, significa que se está metiendo para adentro, se pone a pensar en círculos cada vez más profundos excavados en su propio cerebro, ahí donde nadie puede seguirle el rastro.

Federico se ajusta los anteojos sobre el puente de la nariz. Nueva esquina, nuevo semáforo en rojo, nueva sensación de Joel de estar a punto de estrellarse o de vomitar, nueva salvada por los pelos.

—¿Y si te enterabas cuando ya estábamos en Cataratas?

La pregunta de su hermana refleja lo que Joel también está pensando. Eso, ¿qué habría pasado si Federico se enteraba cuando ya estaban en Cataratas? ¿Suspendía las vacaciones por la mitad y los obligaba a volverse?

—No sé —dice su papá después de pensarlo un poco y de pegar otro frenazo—. Pero el asunto es que me enteré antes de viajar, y no me puedo hacer el estúpido.

Y no es tanto lo que dice sino cómo lo dice lo que hace que Joel y Candela se mantengan en silencio el resto del trayecto hasta el Aeroparque.

Capítulo 4

4

—Tiene que haber alguna solución —dice el padre a través del agujero redondo del vidrio que encima le queda un poco alto y lo obliga a adoptar una postura un poco ridícula, levemente en puntas de pie y con el cuello un tanto estirado hacia arriba, como si quisiera crecer.

—Lo lamento, señor. Pero está todo vendido hasta el domingo. Fin de semana largo, víspera de vacaciones de invierno…

La empleada de la aerolínea hace un gesto que abarca al gentío que se desplaza detrás de ellos hacia las puertas de embarque, las salidas a la calle, los mostradores de despacho de equipaje. Candela no está demasiado acostumbrada a los aeropuertos, pero no necesita mayor experiencia para entender que están en medio de un pandemónium proverbial.

—Pero algo tiene que haber… —su padre vuelve a insistir.

Candela cruza una mirada con Joel. Ambos están sumergiéndose en el mar tenebroso de la vergüenza ajena. Si fuera por ellos ya estarían afuera, de vuelta en el estacionamiento, lejos de esa empleada que sigue dispuesta a responderle a su padre con toda la paciencia del mundo, lejos de las personas que los siguen en la fila y que no tienen por qué tolerar que el capricho de su padre siga demorándolos.

—Lo primero que tengo es el domingo a la mañana, señor. Un pasaje a Trelew.

—¿Uno solo?

Candela siente ganas de gritar: “¡¡¡Sí, papá, uno solo, ya te lo dijo cinco veces!!!”.

—Sí. Uno solo —“Esa chica debe ser budista”, piensa Candela—. Y el domingo a mediodía tengo otros dos asientos en un vuelo a Esquel.

—Pero eso es en la otra punta…

Candela escucha, inconfundibles, los bufidos de impaciencia de las personas que esperan en la fila. Ellas también hace rato que escuchan a la chica repetir las mismas respuestas, idénticas en su cortesía monótona. Su viejo sigue indiferente. Lo peor, y lo que le provoca a Candela esa mezcla de bronca y de vergüenza, es que si su papá estuviese en esa fila estaría enojadísimo con ese pesado que no acepta lo que le informan y hace perder el tiempo a todos los que están detrás. Pero cuando su viejo se pone así es incapaz de verlo. Es incapaz de ver nada.

—Lo sé, señor. Pero usted me pidió que le dijera qué disponibilidad tengo para vuelos a la Patagonia y yo le informo en consecuencia: hoy y mañana, nada. Y el domingo, lo que acabo de comentarle. Para tener tres asientos en el mismo vuelo tengo recién el domingo a última hora, a Río Gallegos.

—¡Pero me queda lejísimos y es demasiado tarde el domingo a la noche!

—¡Ya se lo dijiste y ya te lo contestó, papá! —Candela se sorprende de su propio grito, pero ya no soporta la situación.

Su padre la mira como si acabase de recordar que ellos están ahí con él, sometidos al mismo bochorno.

—Por lo menos te arreglaron lo de los pasajes a Cataratas, viejo —interviene Joel, sin dejar de mirar su celular.

Candela sopesa la posibilidad de sumergirse también en su teléfono, pero tiene la impresión de que ninguna pantalla la hará distraerse de los murmullos, de las personas que intercambian vistazos y negaciones de cabeza, mientras pasan el peso del cuerpo de una pierna a la otra por cansancio y por fastidio y para ver si ese tarado de la ventanilla se da cuenta de una vez de que tiene que dejar el sitio libre.

—Eso es importante, señor —intenta entusiasmarlo la empleada de la aerolínea—. Yo le dejo en suspenso los pasajes a Iguazú y usted los usa en los próximos ocho meses en el vuelo que quiera.

—Pero pierdo el hotel.

Candela se siente morir: ¿Y qué culpa tiene esa pobre chica de que él pierda el hotel? ¿O supuso que en pleno fin de semana largo, arrancando las vacaciones de invierno en medio país, iba a poder volar al Sur, volver en el día y tomarse otro vuelo a Iguazú? ¿En qué cabeza cabe? La empleada la mira a Candela, como si quisiera asegurarse de que el señor que la acompaña no está completamente loco, o como si quisiera pedirle ayuda llevándose al loco a otra parte. Basta. Suficiente.

—Vamos, nene —la frase se la suelta a Joel, que sigue en su mundo. Se calza el bolso en el hombro lo mejor que puede y aferra el brazo de su padre para sacarlo de ahí. Federico se resiste un poco, como si quedándose —piensa Candela— pudiera recibir, en el decimoquinto intento, una respuesta diferente a las primeras catorce veces. A sus espaldas escuchan aplausos burlones y dispersos. Federico hace un amague de detenerse para encararse con la gente de la fila, pero Candela redobla el esfuerzo y lo sigue arreando hacia el estacionamiento. En el esfuerzo el bolso se bambolea y se le zafa desde el hombro al antebrazo. Le duele el cimbronazo de las manijas. Definitivamente debió cargar menos cosas, la pucha. Por lo menos, haber dejado el champú y la crema de enjuague.

Capítulo 5

5

Odia jugar caminando. Acostado o sentado tiene un control total sobre el movimiento de sus dedos. Y de pie, quieto en algún sitio, se la rebusca bastante bien. Pero la vibración de su propio cuerpo a medida que adelanta un pie y otro, además de las distracciones inevitables que surgen de prestar atención aunque sea mínima a su visión periférica para evitar romperse la trompa contra una pared o chocarse con alguien, y después caminar por el estacionamiento del Aeroparque intentando no perder de vista a su hermana y a su viejo, esquivando autos quietos y en movimiento, con el barullo que meten las turbinas de los aviones que carretean hacia la cabecera de la pista y con el viento que viene desde el río, todo eso es demasiado para no perder la vida del juego y volver al punto de partida. Mejor guarda el teléfono, que se está quedando sin batería. Se pregunta si trajo el cargador y no se acuerda. No importa. La neurótica de Candela seguro que trajo el de ella. Alcanza a los demás al lado del auto.

—¿Por qué no suben? —pregunta Joel.

—Está pensando —informa Candela.

—Estoy pensando —corrobora Federico.

—¿Pensando qué?

—Qué corchos vamos a hacer —la que contesta es Candela, porque el viejo mira el auto, los mira a ellos, mira el río, mira la pista de aterrizaje, vuelve a mirar el auto, mira el reloj, mira a sus hijos y al final mantiene los ojos sobre ellos.

Joel cruza un vistazo con Candela. Están ahí los tres, al lado del auto, en medio del estacionamiento del Aeroparque, cada uno con su equipaje al lado. Su papá con una valija compacta, Joel con su mochila, Candela con ese bolso negro gigantesco que se trajo.

—Hay dos opciones —dice el padre, y a Joel lo asalta la cautela: cuando su papá arranca con ese preámbulo lo usual es que una de las opciones sea espantosa; y la otra, peor todavía—: o se quedan en el departamento de Villa del Parque o se vienen conmigo al Sur.

“El departamento de Villa del Parque.” Esas palabras le quedan rebotando a Joel. Su papá podría haber dicho: “O se quedan en mi casa o se vienen conmigo al Sur”. Pero no lo dijo. Nunca se refiere al departamento como “mi casa”. Antes, cuando sus viejos todavía estaban casados, todos usaban la expresión “casa”. Así, a secas, sin artículos ni posesivos adelante. Ni “mi” casa, ni “nuestra” casa, ni “la” casa. Al departamento de Villa del Parque no se lo nombra nunca así. Y no porque ese departamento su papá lo haya alquilado. No. No es una cuestión de títulos de propiedad. No tiene nada que ver con el nombre que figura en la escritura. Es “el departamento de Villa del Parque”. Es como si no fuera la casa de nadie. Ni de su papá ni de ellos, cuando les toca quedarse con él. Y por otro lado, aquella vieja idea de “casa”, la de siempre, la que nombraban los cuatro, es una idea que se evaporó, que estalló en el aire. Sigue habiendo una casa pero ahora es “tu casa” cuando el padre habla con Joel, o “su casa” cuando se refiere a Candela y Joel. Pero dejó de existir “casa”.

Joel sigue dándole vueltas al asunto y se da cuenta de que hay otra palabra, importante, que también cambió: la palabra “mamá”. Antes también era una palabra que se usaba sola, sin necesidad de acompañamiento. “Preguntale a mamá.” “Avisale a mamá.” “Lo dijo mamá.” Ahora su padre le agrega siempre el posesivo “tu” o “su”. “Preguntale a tu mamá.” “Avisale a tu mamá.” Qué raro es el idioma: de qué modo un par de letras de repente aparece de la nada o desaparece sin más. Y por detrás hay algo enorme. Enorme pero que no se ve. Enorme como un cataclismo. Un cataclismo que hace estallar palabras que eran fuertes como rocas. Esa palabra a Joel le gusta. Cataclismo. Suena profunda, terrible, irremediable. Suena igual a como Joel se siente tan a menudo.

—¿En el departamento de Villa del Parque nosotros solos? —la pregunta de Candela lo saca a Joel de esos pensamientos— ¿Y qué vamos a…? ¿Y qué va a decir mamá de que nos dejes solos?

El viejo sacude la cabeza como negando y Joel sabe lo que piensa. Si ella se llega a enterar de que los dejó solos en el departamento y se fue a la loma del peludo todo el fin de semana se arma la podrida. Joel se detiene en otra cosa: Candela sí puede usar “mamá” sin posesivo adelante. Joel también. El que no puede, nunca más, es su padre. Para él Karina ya no será nunca “mamá”. Será “tu”. Será “su”. Cosas del idioma.

El padre se pasa la mano por la frente. Se la frota como si las preocupaciones las tuviese grabadas ahí con marcador indeleble y el frotamiento sirviera para removerlas. Del lado de afuera y del lado de adentro de la cabeza.

—Entonces van a tener que venir conmigo —dice por fin.

—¿Querés que te acompañemos hasta el Monte Choto ese? —pregunta Joel, aunque sabe que la respuesta es que sí.

—Monte Mocho, Joel. El lugar se llama Monte Mocho.

—¿Dónde queda bien, papá? —se interesa Candela.

—Queda bien al sur de Chubut, casi en la frontera con Santa Cruz —eso ya lo había dicho, piensa Joel—. Cerca del límite con Chile —eso lo está agregando ahora.

—¡Buenísimo! —se entusiasma ella—. Nunca fuimos a la cordillera en invierno. ¿Te imaginás lo que deben ser las montañas, los lagos, todo lleno de nieve?

Joel observa detenidamente a su padre. Un ligero pestañeo, un destello de duda, cuya razón el chico no alcanza a situar. De todos modos pregunta:

—¿Pero en auto no vamos a tardar bocha de tiempo?

—Sí —responde su papá, y señala hacia el aeropuerto del que acaban de salir—. Pero no tenemos otra opción.

—¡No importa! —el entusiasmo de Candela parece fabricado a prueba de bombas—. Mejor, así vamos conociendo. La vez que fuimos a Bariloche no vimos nada del camino.

—¿Y qué querías ver, nena, si fuimos en avión?

—Por eso lo digo, estúpido.

Mientras su padre suelta el consabido “Candela, no le digas estúpido a tu hermano”, Joel piensa que en el fondo ella tiene razón. El panorama desde un avión es espectacular cuando despegás y cuando aterrizás, pero el resto del camino la verdad es que no ves un pomo de nada. Estás metido en un cilindro que se desplaza a mil kilómetros por hora, a diez mil metros del suelo, a sesenta grados bajo cero de temperatura, y por las ventanitas minúsculas del avión (si justo te tocó ventanilla, porque si no te tocó ventanilla no ves ni siquiera eso) la Tierra es un manchón amarronado cuando no te lo tapa directamente el colchón gris de las nubes. Te subís en Aeroparque y te bajás dos horas después en medio de las montañas y los lagos, y no tenés ni idea de qué corchos hay en el medio. Eso sí, piensa Joel, si para llegar a Bariloche tardás dos horas en un avión que va a mil kilómetros por hora…

—¿Pero cuánto vamos a tardar, papá? —pregunta por fin.

—¿Qué importa, nene? —Candela es la abogada defensora del viaje en auto, aunque nadie la haya contratado para eso.

—Cuanto más tiempo nos quedemos acá, más tiempo nos va a llevar —impaciente también, dice el padre.

Cuando su hermana lo mira directo a los ojos, Joel le sostiene la mirada un último segundo de duda, después se encoge de hombros y murmura un: “Y bueh, vamos”, que los otros no escuchan porque ya su papá está accionando el control remoto para abrir el auto y Candela se asegura de primerearlo ocupando el lugar del acompañante.

—¡Eh! ¿Tengo que subir todo yo?

Nadie responde la pregunta de Joel, porque los otros ya están arriba del auto. El viento que sopla desde el río sigue despeinándolo. Joel deja su mochila en el asiento trasero y lleva la valijita de su papá al baúl. Por último levanta el bolso de Candela para hacer lo mismo. Resopla y la mira, furibundo:

—¿Qué llevás acá adentro, nena? ¿Vos viste lo que pesa tu bolso?

Capítulo 6

6

—¿Por qué no me dejás a mí, nena?

Candela se gira hacia el asiento de atrás con expresión asesina.

—¿Te pensás que soy pelotuda? ¡No carga, idiota!

—¡Eh! —interviene el padre— ¡A ver si se dejan de pelear y de tratarse así!

—Pero la tarada esta no sabe usar el GPS, papá. Vamos a terminar en la con…

—¡Te digo que no lo encuentra, recontrapel…

—¡Basta, dije! —el padre pega un grito mientras la piel de su cara adquiere un color rojo subido y Candela se da cuenta de que mejor bajar un poco el tono.

Joel se llama a silencio. Candela, cuando habla, elige un tono mucho más tranquilo.

—Pongo Cerro Mocho en el navegador y no pasa nada. Mejor dicho, me tira un cartel que dice: “No se pudo ubicar punto de destino”.

—Dejame a mí —insiste Joel, pero de inmediato la mirada de Candela lo disuade.

—Es un pueblo muy chico. En una de esas hay que poner uno más grande que quede cerca —especula el padre.

—Abrite un mapa en el tuyo —le ordena Candela a Joel—. Y fijate que la escala…

—No me rompas —la corta su hermano.

—¿Qué ves cerca, Joel? —pregunta el padre.

Van por la avenida General Paz y el día es radiante. Frío, pero radiante. Un cartel verde y enorme dice: “Próxima salida, Lope de Vega”.

—Ehhh… ¿puede ser “Bajo Caracoles” o algo así?

—Sí. Bueno, eso ya es Santa Cruz y bastante más al sur…

—Pasame tu teléfono, Candela.

—¿El mío por qué? —se defiende ella. No está dispuesta a que le gaste todo el paquete de datos.

—Para cargártelo en el GPS.

—Hacelo en el tuyo.

—Yo lo quiero usar.

—Y yo también.

—Paren de pelear, por Dios —el padre vuelve a intervenir—. Pasale mi teléfono, Candela. Que lo cargue ahí. ¿Pero qué vas a cargar?

Candela obedece y se gira hacia el asiento trasero para darle el celular a Joel. Advierte, con algo de compasión, que su hermano está sitiado por un desorden que no le pertenece. Son cosas de su papá. Vasos descartables de café tirados en el piso, servilletas hechas un bollo, unas zapatillas que vaya uno a saber cuándo las usó, cuándo se las sacó y por qué terminaron ahí. ¿Cómo hace ese hombre para tener el auto en semejante estado de caos?

—El que dijimos. Ese no sé qué de Caracoles —dice su hermano.

—Pero tenemos que acordarnos de que nosotros vamos bastante más al norte.

—Bueno, después lo vemos —acepta Joel—. ¿Bajo Caracoles?

—Sí.

Joel carga el destino en unos pocos gestos rápidos.

—Acá está calculando, papá. Te da dos opciones.

—Seguro que por ruta 5 o por ruta 3, y después ya en Río Negro todo por la 3.

—¿Río Negro cuál es?

—No podés ser tan animal —se impacienta Candela, y le arrebata el teléfono a su hermano—. Sí. Al llegar a Río Negro te manda por la 3 —confirma, y echa un vistazo a su hermano como diciendo: “Yo sí sé dónde está Río Negro”. Pero antes te manda por Roque Pérez… Bolívar…

—Sí —confirma el padre—. Ya me ubico. Por la 205.

—Guaminí —agrega Candela.

—Sí, sí, ya me ubico.

—Pigüé…

—¡Te dijo que ya se ubica, boluda!

—¿Qué te metés, enfermo?

—¡Basta, caray! No puede ser que se peleen así por una estupidez.

—¿Quién está peleando?

El padre suspira y se acomoda en el asiento.

—Supongo que por la ruta 3 es más corto, pero está llena de camiones —el padre sigue dudando. Por fin se decide—. Mejor le hago caso al GPS. Es un poco más largo pero vamos a ganar tiempo.

A punto de fijar el celular en el soporte adherido al parabrisas Candela tiene la ocurrencia de mirar el tiempo y los kilómetros que tienen por delante. No puede ser. Lo que ve es imposible.

—¿Cuántos kilómetros son? —pregunta Candela, mientras le muestra la pantalla al padre, que apenas le echa un vistazo y vuelve a mirar la ruta—. ¡Acá dice 2.530 kilómetros!

—A la mierda… —suelta Joel.

—Nosotros no vamos tan al sur, chicos —el padre intenta sonar tranquilizador.

—¿Pero cuánto menos tenemos que hacer?

—Bastante menos —dice el padre.

—Igual nos va a llevar un montón de tiempo… —Joel lo dice como pensando en voz alta.

—¡El GPS tira como treinta horas de camino, papá!

—Ya te dije, Cande, no tenemos que ir taaaan al sur como está puesto ahí.

—Pero mucho menos no debe ser…

“En uno punto dos kilómetros gire a la derecha en dirección Ezeiza”, se escucha en una voz femenina y metálica.

—Sí. Mejor salimos por acá y nos evitamos los camiones —dice su papá, como retomando el diálogo que sostenía consigo mismo.

Candela se pregunta si habrá sido buena idea eso de entusiasmarse tanto para acompañarlo. Otra tanda de enormes carteles verdes: Ezeiza. Cañuelas. Lobos. A Candela le suena a que se dirigen a otro planeta.

Capítulo 7

7

Federico intenta recapitular. Lo necesita. La vida es, de por sí, un caos, y si uno no hace un esfuerzo permanente por ordenarla, el peligro que corre es el de que todo explote, se descontrole y se confunda. Y nada de lo que está sucediendo debería estar sucediendo.

Está manejando su auto por la ruta 205. Acaba de dejar atrás Lobos y hace ya un rato que se terminó la autopista. Ahora es una ruta común y corriente de esas que le erizan los pelos de la nuca porque los autos y camiones que vienen de frente pueden, en cualquier momento, precipitarse sobre ellos.

Se suponía que, a esta hora, deberían estar llegando a Iguazú para pasar en las Cataratas el fin de semana largo. Ese programa, así, ordenado, claro, era, de por sí, todo un desafío. Un desafío que Federico no estaba seguro de saber resolver.

Pero ¿esto? Este viaje ridículo hacia un pueblo lejanísimo con los chicos arriba del auto. ¿En qué cabeza cabe? ¿Cómo terminó diciendo que sí? ¿Que sí a quién, además? ¿A su ex? ¿A los chicos? ¿A esa señora que lo llamó desde Monte Mocho y cuyo nombre apenas entendió (¿Nora, Dora, Pola?), que dijo ser amiga de Marta Muzopappa y que ella le había dejado dicho que le avisara de su muerte? ¿Cuánto hacía que no tenía noticias, ni la menor noticia, de la profesora Muzopappa? ¿Quince años? ¿Veinte? ¿Y ahora va a emprender semejante viaje para qué? ¿Para ver cómo la entierran? ¿No será que su problema es que está acostumbrado a decirle que sí a todo el mundo, precisamente, y por eso termina embarcado en cualquier payasada, como ésta en la que está embarcado? Pero por otro lado, ésa es la clave. Esta cosita que acaba de pensar y de decirse. La profesora le dejó dicho a su vecina, la señora Nora, o Dora, o Pola, que le avisara. ¿Y entonces? ¿Se puede hacer el boludo? Si Muzopappa se acordó. ¿Acaso él…?

—Papá.

La voz de Candela lo saca de sus pensamientos.

—¿Qué?

—¿Por qué estamos yendo a este lugar? —Candela se adelanta a la primera respuesta de Federico—. Ya sé que vamos al entierro de esta mujer. Pero ¿por qué es tan importante que vayamos?

Federico disminuye un poco la velocidad porque tiene delante un camión bastante lento y, de frente, toda una hilera de autos y camiones que deberá dejar correr antes de intentar sobrepasarlo. Como siempre, el auto cabecea un poco. Manejar en ruta disminuye un poco las bruscas manifestaciones de su torpeza. Pero sólo un poco.

—Porque… —se detiene antes de seguir.

¿Quiere responder con sinceridad? No. La sinceridad lo exhibe. Lo expone en su fragilidad y en sus torpezas, que son mucho peores que la que muestra cuando conduce. Pero por otro lado sospecha que la única manera de dotar de cierta racionalidad a ese viaje enloquecido es poner las cartas sobre la mesa. O todas las cartas posibles, por lo menos.

—Porque esa profesora fue alguien importante para mí. Muy importante.

Se escucha desde atrás la voz de Joel:

—Importante… ¿importante cómo?

¿Le parece a Federico, o la voz de su hijo menor tiene una nota pícara? Intenta ponerse en la cabeza de ese adolescente de trece años. “Mi papá tuvo un romance con una profesora. Quiero más datos.”

—Nada que ver con lo que estás pensando, Joel —se apresura a aclarar—. No pensés pavadas.

—Ah… —la exclamación es sincera y le da a entender a Federico que sí, que las fantasías de su hijo iban precisamente por el lado que él sospechaba que iban.

Federico tiene que decidir. Si sigue hablando, los malos entendidos, como el de recién, pueden multiplicarse hasta el infinito. La ventaja de quedarse callado (o una de las ventajas) es que es difícil que a uno lo malinterpreten. Pero por otro lado se da cuenta de que sus hijos merecen que ese viaje tenga algún sentido. Puede que ese sentido les parezca estúpido, o inverosímil, pero es mejor un sentido ridículo que la simple falta de sentido.

—No sé cómo es para ustedes. Para Candela y para vos —habla mirando a Joel por el espejo retrovisor—. Pero para mí la adolescencia fue una época difícil. Un tiempo oscuro. No…

¿Veinte palabras y ya se traba? ¿Veinte palabras y se quedó sin nafta? ¿Por qué es tan pero tan difícil hablar? ¿Y de dónde salió eso de “un tiempo oscuro”? ¿Acaso se está convirtiendo en autor de melodramas?

—Me parece que nunca les hablé demasiado de cuando yo era chico. Calculo que no. Bueno, tampoco los voy a aburrir con los detalles. Pero no la pasé bien. No la pasé nada bien, la verdad. Y en medio de esa…

¿Esa qué? ¿Esa soledad? ¿Esa desesperación? ¿Esa melancolía?

—En medio de esa situación —¿situación? Sí, situación y punto— hubo alguna gente, poca, pero hubo, que me ayudó, que me hizo sentir mejor, que me hizo sentir…

Querido, escuchado, valorado, observado, abrigado…

—Me hizo sentir bien —¿bien? Sí. Bien y punto—. Y esa profesora tuvo mucho que ver.

Federico asoma ligeramente el auto a la izquierda. Ahora sí puede pasar al camión. Baja de quinta a cuarta, acelera mientras el auto cabecea, avanza por el carril contrario dejando atrás el acoplado, la lanza de remolque, quinta velocidad, nuevo cabeceo, la caja del camión, la cabina, listo, ahora luz de giro para avisarle al camionero que vuelve al carril, guiño de saludo del camionero, listo.

—¿Profesora de qué?

—“Marta Beatriz Muzopappa. Profesora de Artes Plásticas.” —Federico no puede evitar responder con las mismas palabras que la profesora había usado el primer día de clases de Tercer Año—. Fue mi profesora de Dibujo.

Sus hijos estallan en una carcajada.

—¿Dibujo? ¿Vos, dibujo? —Candela no puede evitar que una nueva carcajada se monte sobre la pregunta.

Federico entiende el motivo de la risa y no puede evitar sonreír también. Sus habilidades artísticas son, más que escasas, inexistentes. Cantando es un perro que desafina hasta en el Cumpleaños feliz. Y dibujando es más horrible todavía. Cuando sus hijos cumplieron siete años, sin ser ningunos dechados de habilidad, podían imitar la figura humana o los objetos de la naturaleza con mucha, pero mucha mayor verosimilitud que su papá.

—Nos estás jodiendo, ¿no? —pregunta Joel.

—No, chicos. Muzopappa era la profe de Dibujo.

Federico advierte que sus hijos intercambian un vistazo.

—Pero cuando digo que fue superimportante para mí no lo digo por lo que me enseñó de dibujo. Si fuera por eso, pobre, debería haberme odiado.

—¿Y entonces? —pregunta Candela—. ¿De dónde pegaste tanta onda con ella?

Antes de responder, Federico vuelve a evocarla. Marta Beatriz Muzopappa, ataviada con esa pollera gris recta que usaba en invierno y en verano, fumando como una chimenea, alzando los brazos y dando instrucciones a los gritos.

—Muzopappa no sólo fue mi profesora de Plástica en Tercer Año. Hizo algo mucho más importante que eso. Muzopappa fue la entrenadora de mi equipo de fútbol en el Primer Torneo Interdivisional de Fútbol del Colegio Nacional Normal Superior Arturo Del Manso en 1983. Ni más ni menos.

Capítulo 8

8

—No sé bien por dónde empezar. Y no me digan que empiece por el principio, porque eso es justamente lo que no sé dónde queda. ¿Cuál es el principio de esta historia? ¿De ésta o de cualquier otra?

—Sos complicado, ¿eh?

—Nunca dije que no lo fuera.

—Empezá por algún lugar. Si después resulta que no era el principio volvés para atrás. No pasa nada.

—No estoy muy seguro, pero bueno. Intentémoslo. Cuando yo tenía quince años cursaba Tercer Año del secundario en una escuela enorme del Gran Buenos Aires, el Colegio Nacional Normal Superior Arturo Del Manso de Haedo.

—Esa escuela sigue existiendo —arriesgó Joel.

—Sí, pero ahora le cambiaron el nombre. Bah, le pusieron un número, y ya no es “Escuela Nacional Normal Superior”.

—¿Y qué es?

—Antes de que ustedes nacieran esos colegios dejaron de ser nacionales y pasaron a las provincias. En el caso del Arturo Del Manso, a la provincia de Buenos Aires…

—¿Es la escuela 21? —la pregunta de Candela va dirigida a su hermano.

—Sí —confirma Joel.

—Veintiuno —repite Federico, como si intentase encontrar en ese número algún eco, alguna resonancia, pero no lo consiguiera.

—¿Te parece mal?

Federico se toma un minuto largo para responder.

—No me parece mal que le hayan puesto un número… O sí, sí me parece mal. Pero me parece peor todavía que antes era una escuela buenísima. Y ahora no.

—¿Y por qué cambió, papá? ¿Qué fue lo que pasó?

—¿La verdad? No lo sé. Hace demasiados años que terminé la escuela. Y no soy un experto. Pero… en ese tiempo esa escuela era como un imán, como una...

¿Un imán? ¿De dónde sacó semejante imagen?

—Cuando estabas terminando el primario hasta las maestras te empezaban a preguntar a qué escuela secundaria ibas a ir. Y la que más, la que menos, todas te decían que tenías que intentar ir al Del Manso. O al Comercial, pero menos. Todas te daban a entender, si te veían algunas condiciones para el estudio, que tenías que tratar de entrar al Del Manso. Si en tu casa estaban de acuerdo, te pasabas séptimo grado preparando los exámenes.

—¿Y en tu casa qué te dijeron? —pregunta Joel.

Federico demora medio minuto en responder. ¿Qué le dijeron? ¿Qué le decían? Federico se da cuenta de que recuerda mucho más lo que no le decían que lo que le decían. Pero, como siempre, se lo calla. ¿Estará haciendo lo mismo él con sus hijos? Simplificando a partir del silencio. ¿Qué es mejor? ¿Construir un laberinto de palabras, como hicieron tantas veces con Karina en los años anteriores al divorcio, o mantener un silencio de estepa como pasaba en la casa de su niñez? Federico no está seguro. Las dos opciones lo dejaron perdido en el vacío.

—Les pareció bien —es mejor escapar por la tangente—. Era una buena escuela… Estuvieron de acuerdo. La cosa es que me pasé preparando el ingreso durante todo séptimo grado.

—¿Tenían examen de ingreso?

—Sí. De Lengua y Matemáticas. Un día cada materia. En diciembre.

—¡Qué nervios! —comenta Candela.

—Sí. La verdad que sí. Y era difícil, porque había pocas vacantes para muchos aspirantes.

—¿Te acordás cuántos?

—¿Vacantes o aspirantes?

—Los dos.

—El año que entré yo éramos dos mil aspirantes, más o menos. Y vacantes, unas doscientas. En realidad en Primer Año entraban cuatrocientos pibes, pero la mitad de las vacantes eran para los que tuvieran hermanos en la escuela. Esos tenían la vacante asegurada.

—No entiendo —lo frena Candela—. Se supone que tomaban examen como una manera de premiar a los que se rompieran el orto estudiando…

Federico se gira apenas a mirarla.

—¿Podés evitar esas expresiones, Candela? Cuando hables conmigo, por lo menos…

—Bueno… —Candela resopla y usa las manos en el gesto de abrir comillas—. Se supone que tomaban examen para “premiar a los que se esforzaran…”.

—Sí. Pero a medias —concede Federico—. Como tantas cosas. El asunto es que si no tenías hermanos tenías que matarte estudiando.

—¿Y vos estuviste en el diez por ciento que entró? —interviene Joel.

—¿Cómo sabés que entró el diez por ciento, nene? —Candela se gira hacia su hermano.

—Sacá la cuenta, pelotuda.

—¡Joel!

—¡Pero que saque la cuenta, papá!

—¡Pero no le digas pelotuda!

—Ah —dice Candela, indiferente al insulto, cuando cae en la cuenta del cálculo—. Claro.

—Pero esperá —de nuevo Joel. ¿Vos me estás diciendo que entraban cuatrocientos pibes en Primer Año?

—Ajá.

—¿Pero cuántos primeros años había?

—Doce.

—¿Doce primeros años? ¡Pero es una escuela gigantesca!

Federico la compara con la escuela privada a la que van sus hijos desde el jardín de infantes. Dos divisiones de cada año de secundario, con veinte chicos cada una. Otro mundo. ¿Otro mundo mejor? No lo sabe.

—¿Y así hasta Quinto?

—Hacía como una pirámide. Quintos años había solamente ocho.

—¿“Solamente”? Igual son un montón.

—Sí, es cierto. Pero venían pibes de todos lados. Por eso me vino a la cabeza eso del “imán” que dije recién. Pibes que vivían cerca. Pibes que vivían lejos, o lejísimos. Un hervidero de chicas y chicos que confluían en Haedo todas las mañanas y todas las tardes. Es que realmente era una escuela buenísima. Buenísima en lo académico, me refiero.

—¿A qué te referís con “lo académico”?

—Se refiere a lo que tenías que estudiar, pelotudo.

—¿Pueden dejar de insultarse?

—¡No nos insultamos!

—¡Acabás de decirle pelotudo a tu hermano! Y él te dijo lo mismo hace dos minutos. ¿Cómo que no se insultan?

—Le estoy diciendo, nada más… —se defiende Candela con naturalidad.

—No pasa nada —acuerda Joel.

Federico echa un vistazo al medidor de combustible. Calcula que le alcanza para unos cien kilómetros más.

—¿Alguno necesita ir al baño?

—Yo no.

—Yo sí.

—Avisen cuando vean una estación de servicio.

—Seguí contando.

—¿De qué?

—De lo de la escuela tuya.

—No me acuerdo cómo terminamos hablando del ingreso.

—No importa. Seguí por donde te parezca.

Ese es el problema: que Federico no sabe por dónde le parece seguir, o si le parece seguir. ¿Tiene sentido contarles a sus hijos lo que fue ese primer año lleno de angustias y de soledad? Una docena de materias, un curso compuesto por cuarenta caras desconocidas, un embrollo de pruebas y de lecciones y de trabajos prácticos y de tareas y de amenazas y de materias para levantar y el rostro adusto de su abuelo recordándole que si se llevaba una materia, pero una ¿eh?, te saco de esa escuela y te pongo a trabajar a ver si servís para algo.

—Primer Año me costó bastante, la verdad.

—¿Te llevaste muchas materias?

—¡Ninguna!

—Bueno, bueno, qué nervios…

Federico se da cuenta de que contestó como quien responde a una amenaza.

—Es que era la condición…

Stop. Nada de hablar de las condiciones. “Si te llegás a llevar una materia te saco de los pelos de la escuela, ¿me entendés?, te saco de los pelos y te pongo a trabajar.” Mejor cambiar de tema. ¿Quién lo manda meterse en esos recuerdos que no sirven para nada y que no le interesan a nadie?

—Seguí.

Parece que a sus hijos sí les interesa. Por suerte adelante ve un cartel que tal vez le permita una distracción, o un aplazamiento.

—¡Una estación de servicio! —anuncia, y enciende la luz de giro.

Capítulo 9

9

—Ponete el cinturón, Joel.

—Encendé las luces, papá.

—Upa. Me van a terminar poniendo una multa.

—¿Segundo Año fue igual de malo para vos?

Federico espía por el retrovisor para comprobar que Joel se ajusta el cinturón. Por el espejo exterior se asegura de que no venga nadie y se incorpora a la ruta. Se acomoda los lentes e intenta recordar lo que le preguntó Candela. Nunca pensó que a sus hijos pudiese interesarles esa historia paleolítica. ¿Sobre Segundo Año? Su hija le estaba preguntando sobre eso.

—No. Segundo Año no. Segundo fue distinto. Mejor, supongo. En realidad, no hacía falta demasiado para que Segundo fuera mejor que Primer Año. El solo hecho de no tener que levantar cuatro materias, tolerar a dos profesores sádicos y no tener que pagar el derecho de piso para entrar al baño de varones del segundo piso ya son argumentos como para convertir Segundo Año en una especie de paraíso.

—¿Qué pasaba con el baño de varones?

—¿Sádicos por qué?

—Demasiado largo de explicar, chicos. Quédense con esto de que Segundo fue mejor.

¿Fue mejor? Sí. Sin dudas fue mejor. Federico se demora pensando qué distinto es el balance que cada persona puede hacer de las cosas, o de los años, según dónde apunta su mirada. Se siente obligado a agregar algo, como para que sus hijos tengan un panorama más equilibrado.

—Mejor para mí, porque calculo que estaba mejor adaptado. Para otras cosas ese año fue un desastre. Piensen que ese año fue la guerra de Malvinas.

—¿Cómo? —se extraña Candela, con tal tono de incredulidad que al parecer supone que nadie puede ser tan viejo como para haber estado en la escuela durante la guerra.

—¿Y cómo fue? —pregunta Joel.

—¿Cómo fue? —Federico repite la pregunta. Vuelve a callar. Habla de nuevo—. Fue un montón de cosas. Primero fue una sorpresa, después fue una alegría, después una tristeza…

—¿Cómo una alegría? ¿Cómo se van a poner contentos con una guerra?

Federico entiende la objeción de su hija. ¿Cómo explicarle que ese viernes 2 de abril todo el mundo llegó a la escuela en un estado de excitación absoluta? El rector del colegio improvisó una arenga patriótica en la formación, con entonación del Himno Nacional y bandera de ceremonia. Hasta los autorizó a gritar “¡Ar-gen-tina! ¡Ar-gen-tina!” por los pasillos en el primer recreo, y era la primera vez que Federico escuchaba alzar la voz en la escuela ante la mirada benévola —también por primera vez— del Oso Pereira y el resto del cuerpo de celadores.

—Supongo que nadie pensó que iba a estallar una guerra. Habíamos recuperado las islas. Punto. Los ingleses se iban a ir al mazo. Y si no…

—¿Y si no?

—Nadie pensó que en la guerra iban a morir soldados.

—¿Pero cómo van a ser tan estúpidos de no pensarlo, papá?

Federico se queda callado de nuevo, mientras recuerda esa plaza llena de gente vivando a Galtieri. ¿Cuándo había sido? ¿

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