I
Había adquirido la costumbre de dar un paseo por el parque antes de cenar: diez vueltas, algunas noches tan lentas como le apeteciera, otras a paso vivo, y luego regresaba a los peldaños de la puerta de entrada y subía a su habitación para lavarse las manos y enderezarse la corbata antes de bajar de nuevo y sentarse a la mesa. Ese día, sin embargo, cuando iba a salir, la pequeña criada que le tendía los guantes se dirigió a él:
—El señor Bingham dice que le recuerde que hoy vienen a cenar su hermano y su hermana.
—Sí, gracias por recordármelo, Jane —repuso, como si en efecto se le hubiera olvidado, a lo que la muchacha hizo una leve reverencia y cerró la puerta tras él.
Debería haber ido más deprisa que si fuera dueño de su tiempo, pero se descubrió haciendo adrede todo lo contrario: caminando con paso tranquilo, reparando en cómo resonaba en el aire frío el decidido repiqueteo de los tacones de sus botas sobre los adoquines. El día había llegado a su término, casi, y el cielo tenía ese tono de tinta púrpura especialmente intenso que no era capaz de ver sin acordarse, con dolor, de cuando iba a la escuela y contemplaba cómo las sombras lo oscurecían todo y los contornos de los árboles se desvanecían ante él.
Pronto tendrían el invierno encima, y él solo se había puesto el abrigo fino, pero aun así siguió adelante con los brazos bien cruzados sobre el pecho y las solapas levantadas. Incluso después de que las campanas tocaran las cinco, agachó la cabeza y continuó andando, y no fue hasta terminar la quinta circunnavegación cuando, con un suspiro, dio media vuelta para dirigirse al norte por uno de los senderos que llevaban a la casa, subió los pulcros peldaños de piedra y vio que la puerta se abría antes incluso de que él llegara a lo alto, y que el mayordomo alargaba la mano para hacerse cargo de su sombrero.
—En el salón, señor David.
—Gracias, Adams.
Se detuvo ante las puertas de la estancia, se pasó las manos varias veces por el pelo —una costumbre nerviosa que tenía, igual que la de alisarse el rizo del flequillo cuando leía o dibujaba, o la de deslizar el índice bajo la nariz cuando pensaba o esperaba su turno ante el tablero de ajedrez, o cualquier otra de la serie de tics a los que era dado— antes de volver a suspirar y abrir ambas puertas a un tiempo con un gesto que transmitía un aplomo y una convicción que, por supuesto, no poseía. El grupo al completo se volvió para mirarlo, pero con indiferencia, ni contentos ni consternados de verlo. Era una silla, un reloj, un chal echado sobre el respaldo del sofá; algo que el ojo había registrado tantas veces que la mirada pasaba por alto, algo cuya presencia resultaba tan familiar que ya se había esbozado e incorporado a la escena antes de que se alzara el telón.
—Otra vez tarde —dijo John sin darle oportunidad de abrir la boca, aunque con un tono suave con el que no parecía querer regañarlo, si bien con John nunca se sabía del todo.
—John —lo saludó David haciendo caso omiso del comentario de su hermano y estrechándole la mano, igual que a su marido, Peter—. Eden... —Le dio un beso primero a su hermana y luego a la mujer de esta, Eliza, en la mejilla derecha—. ¿Dónde está el abuelo?
—En la bodega.
—Ah.
Todos continuaron de pie en silencio y, por un instante, David sintió el apuro que con frecuencia le provocaba que ellos tres, los hermanos Bingham, no tuvieran nada que decirse —o que, más bien, no supieran cómo hacerlo— si no estaban en presencia de su abuelo, como si lo único que justificara la existencia del otro en sus vidas no fuera el hecho de compartir la misma sangre o el mismo pasado, sino él.
—¿Un día ajetreado? —preguntó John, dirigiéndole una mirada fugaz pero con la cabeza inclinada sobre su pipa, así que David no pudo interpretar la intención del comentario.
Cuando dudaba, solía adivinar el verdadero propósito de su hermano observando el rostro de Peter; Peter hablaba menos pero era más expresivo, y a menudo David pensaba que ambos funcionaban como una sola unidad comunicativa: Peter iluminaba con los ojos y la mandíbula lo que decía John, o John articulaba los ceños, las muecas y las leves sonrisas que afloraban a la cara de Peter; sin embargo, en esa ocasión Peter se mantuvo igual de circunspecto que lo había sido la voz de John, por lo que no le sirvió de ayuda y se vio forzado a contestar como si la pregunta careciera de segundas intenciones, lo cual tal vez fuera cierto.
—No demasiado —dijo, y la realidad contenida en esa respuesta, su obviedad, su irritabilidad, resultó tan cruda e incontestable que de nuevo pareció que la sala se sumía en el silencio, y que incluso John se avergonzaba de haber formulado aquella pregunta.
Así pues, David quiso intentar algo que hacía a veces, y que resultaba peor, que consistía en explicarse, en tratar de dar voz y forma a lo que eran sus días.
—He estado leyendo...
Ah, pero se libró de una humillación mayor porque ahí estaba su abuelo, que entró en el salón sosteniendo en alto una oscura botella de vino cubierta por una capa de polvo que parecía fieltro gris ratón y soltó una exclamación triunfal —¡la había encontrado!— antes incluso de reunirse con ellos y decirle a Adams que había un cambio de planes y que la decantara ya para tomarla con la cena.
—Vaya, mirad esto, en el tiempo que he tardado en dar con esa dichosa botella, aquí tenemos otra encantadora aparición —añadió, y obsequió a David con una sonrisa antes de volverse hacia el grupo para incluirlos a todos, como invitándolos a seguirlo al comedor, cosa que hicieron, donde disfrutarían de una de sus habituales cenas mensuales de domingo, los seis en sus sitios habituales alrededor de la mesa de roble resplandeciente (el abuelo en la cabecera, David a su derecha y Eliza a la de él, John a la izquierda del abuelo y Peter a la suya, Eden en el extremo contrario) y con su habitual conversación intrascendente y murmurada: novedades del banco, novedades de los estudios de Eden, novedades de los niños, novedades de las familias de Peter y Eliza.
Fuera, el mundo bramaba y ardía en llamas (los alemanes se internaban cada vez más en África, los franceses seguían abriéndose paso a mandobles en Indochina y, más cerca, los últimos horrores de las Colonias: tiroteos y ahorcamientos y palizas, inmolaciones, sucesos demasiado terribles para imaginarlos siquiera y, aun así, a la vez tan próximos), pero a ninguna de esas cosas, sobre todo a las más cercanas, se le permitía penetrar en la nube de las cenas del abuelo, en las que todo era suave y lo duro se volvía maleable; hasta el lenguado al vapor había sido cocinado con tal maestría que apenas había que tomarlo con la cuchara, pues las espinas se rendían ante el más delicado roce de la cubertería de plata. Y a pesar de ello, quizá más incluso por ello, era difícil impedir que el exterior se inmiscuyera, de manera que en el postre, un syllabub de vino de jengibre con la nata batida hasta conseguir una consistencia de ligerísima espuma de leche, David se preguntó si los demás estarían pensando, como él, en esa preciosa raíz de jengibre que alguien había encontrado y desenterrado en las Colonias y que había llegado hasta ellos, a los Estados Libres, donde Cook la había comprado a un precio desorbitado; ¿a quién habían obligado a cavar y recolectar esas raíces?, ¿de qué manos habían sido arrebatadas?
Acabada la cena se reunieron de nuevo en el salón, y después de que Matthew sirviera el café y el té, el abuelo cambió de postura en su asiento, de manera apenas perceptible, tras lo cual Eliza se levantó de repente.
—Peter —dijo—, hace tiempo que quiero enseñarte la ilustración de una curiosa ave marina de ese libro que te comenté la semana pasada, y me prometí que no pasaría de hoy. Abuelo Bingham, si me permite...
El abuelo asintió.
—Desde luego, hija.
Y entonces Peter se puso de pie también y ambos salieron, del brazo, mientras Eden parecía orgullosa de tener una esposa tan en sintonía con cuanto la rodeaba que era capaz de adivinar cuándo los Bingham querían estar a solas y sabía retirarse con elegancia. Eliza era pelirroja y rolliza, y cuando recorrió el salón las pequeñas cuentas de cristal que decoraban las lámparas de la mesa temblaron y tintinearon, pero en ese otro sentido era rápida y ligera, y todos habían tenido ocasión de agradecerle esa perspicacia suya.
Así pues, iban a mantener la conversación que el abuelo le había anunciado ya en enero, cuando el año estaba recién estrenado. Y sin embargo, mes tras mes habían esperado, y mes tras mes, después de cada cena familiar —primero en el Día de la Independencia, luego en Pascua, en el Día de los Mayos, en el cumpleaños del abuelo y en todas las demás ocasiones especiales para las que el grupo se había reunido—, no habían hablado, ni en esa ocasión, ni en la siguiente, ni en la otra, y ahí estaban de pronto, ese segundo domingo de octubre, por fin a punto de abordar el tema. Los demás también comprendieron al instante de qué se trataba, así que se produjo un despertar general, un regreso a las bandejas y a los platitos de las galletas mordidas y las tazas de té medio llenas, un descruzar de piernas y un erguir de columnas, salvo por el abuelo, que en cambio se hundió más en el asiento mientras el sillón crujía bajo su peso.
—Para mí ha sido importante educaros a los tres con rectitud —empezó a decir después de uno de sus silencios—. Sé que otros abuelos no mantendrían esta conversación con vosotros, ya sea por su sentido de la discreción, ya sea porque prefieren no enfrentarse a las discusiones y las decepciones que le seguirán por fuerza. ¿Por qué habría de hacerlo nadie, si esas discusiones pueden producirse cuando uno ya no esté y así no tenga que verse involucrado en ellas? Pero yo no soy esa clase de abuelo para vosotros tres y nunca lo he sido, de manera que considero mejor hablaros sin ambages. Os lo advierto... —hizo una pausa y los miró a cada uno de ellos, fijamente, por turnos—, esto no significa que tenga la intención de tolerar desengaños: que os anuncie lo que estoy a punto de anunciaros no significa que haya lugar a reconsideraciones; este es el punto final de la cuestión, no el principio. Os lo anuncio para evitar malentendidos y especulaciones: lo oiréis de mi boca y con vuestros propios oídos, no os enteraréis por una hoja de papel en el despacho de Frances Holson, todos vestidos de negro.
»No debería sorprenderos saber que tengo intención de dividir mi patrimonio en partes iguales entre los tres. Todos poseéis objetos personales y bienes de vuestros padres, desde luego, pero yo os he asignado a cada uno alguno de mis tesoros particulares, cosas que creo que, o bien vosotros, o bien vuestros hijos, disfrutaréis, a título individual. Sin embargo, tendréis que esperar hasta que no esté entre vosotros para descubrir de qué objetos se trata. He apartado dinero para los hijos que podáis tener. Para los que tenéis ya, he abierto fondos fiduciarios: Eden, hay uno para Wolf y para Rosemary, respectivamente; John, también hay uno para Timothy. Y David, existe una cantidad equivalente para tus posibles herederos.
»Bingham Brothers seguirá controlado por la junta directiva, y las participaciones se dividirán entre vosotros tres. Cada uno conservará un puesto en la junta. En caso de que decidierais vender vuestras participaciones, la penalización sería considerable y estaríais obligados a ofrecer a vuestros hermanos la oportunidad de comprar primero y a un precio reducido. La venta deberá ser aprobada también por el resto de la junta. Ya he hablado de ello con cada uno de vosotros por separado. Nada de lo que estoy diciendo debería cogeros de nuevas.
Volvió a cambiar de postura, y también lo hicieron los hermanos, pues sabían que el verdadero enigma era lo que anunciaría a continuación, como también sabían, y sabían que su abuelo sabía, que la decisión, cualquiera que fuera, no gustaría a alguna combinación de los tres; solo faltaba por saber cuál sería esa combinación.
—Eden —empezó el hombre—, tú te quedarás con Frog’s Pond Way y con el apartamento de la Quinta Avenida. John, tú tendrás la propiedad de Larkspur y la casa de Newport.
Y entonces el aire pareció tensarse y centellear, pues todos comprendieron lo que significaba eso: que David recibiría la casa de Washington Square.
—Y para David —dijo el abuelo, despacio—, Washington Square. Y la casita del Hudson. —De pronto se le vio cansado y se hundió más aún en el asiento a causa de lo que parecía un agotamiento real, no fingido, y el silencio se alargó más aún, imperturbable—. Y eso es todo, esa es mi decisión —concluyó entonces—. Quiero que cada uno de vosotros exprese su conformidad, de viva voz, ahora.
—Sí, abuelo —murmuraron los tres, y entonces David halló la presencia de ánimo para añadir—: Gracias, abuelo.
John e Eden, despertando de sus propios trances, siguieron su ejemplo.
—De nada —dijo el anciano—. Aunque... esperemos que pasen todavía muchos años antes de que Eden se ponga a derribar mi adorada cabaña de Frog’s Pond. —Le sonrió, y ella logró corresponderle el gesto.
Después de eso, y sin que fuera necesario decirlo, la velada llegó a un abrupto final. John tocó la campanilla para que Matthew fuera a buscar a Peter y a Eliza y preparara sus coches de caballos, y luego intercambiaron apretones de manos y besos y despedidas, y todos ellos fueron hasta la puerta, donde los hermanos de David y sus cónyuges se cubrieron con abrigos y chales y se envolvieron en bufandas, y esa escena, que solía prolongarse y resultar extrañamente bulliciosa, con comentarios de última hora sobre la comida, anuncios y detalles inconexos que habían olvidado compartir sobre sus vidas fuera de allí, se convirtió en algo tibio y breve; mientras tanto, Peter como Eliza mostraban ya esa expresión expectante, indulgente y compasiva que cualquiera que hubiera entrado en la órbita de los Bingham por obra y gracia de un matrimonio aprendía a adoptar al poco de tomar el título de consorte. Y de pronto todos se marcharon tras una última ronda de abrazos y adioses que incluyeron a David en sus gestos, si bien no en calidez ni en espíritu.
Después de esas cenas dominicales, su abuelo y él solían tomar, o bien otra copa de oporto, o bien un poco más de té en la sala de estar, y comentar cómo se había desarrollado la velada: pequeñas observaciones solo rayanas en el chismorreo, las del abuelo ligeramente más afiladas, tanto por estar en su derecho como por ser su costumbre —¿no había reparado David en que Peter estaba un poco pálido?, ¿no parecía un hombre insufrible el profesor de anatomía de Eden?—, pero esa noche, en cuanto la puerta se cerró y los dos se quedaron de nuevo solos en la casa, el abuelo anunció que estaba cansado, que había sido un día largo y que subía a acostarse.
—Desde luego —repuso David, aunque nadie estaba pidiéndole permiso; también él quería quedarse a solas para reflexionar sobre lo ocurrido, de manera que le dio un beso en la mejilla y permaneció un minuto más en el dorado resplandor de las velas de la entrada de la que algún día sería su casa, antes de dar media vuelta para subir a su habitación, no sin antes pedirle a Matthew que le prepararan otra ración de syllabub.
II
Creía que no sería capaz de dormir y, en efecto, durante lo que parecieron muchas horas continuó despierto, consciente de que estaba soñando, y sin embargo, seguía insomne; del tacto almidonado de las sábanas de algodón bajo su cuerpo, y de que por la manera en que doblaba la pierna izquierda, formando un triángulo, se levantaría dolorido y agarrotado por la mañana. No obstante, por lo visto al final sí logró conciliar el sueño, porque cuando volvió a abrir los ojos vio unas finas líneas de luz blanca allí donde las cortinas no llegaban a encontrarse, y oyó el chacoloteo de los cascos de los caballos recorriendo las calles y, al otro lado de su puerta, el trajín de las criadas yendo con cubos y escobas de aquí para allá.
Los lunes siempre le resultaban deprimentes. Despertaba con el terror de la noche anterior todavía sin diluir, y normalmente intentaba levantarse temprano, antes aún que el abuelo, para poder sentir que también él se incorporaba al torrente de actividad que impulsaba la vida de la mayoría de la gente, que también él, igual que John o Peter o Eden, tenía obligaciones que atender o, igual que Eliza, lugares a los que acudir, en vez de saberse ante un día tan indefinido como cualquier otro, uno que debía empeñarse en llenar por su cuenta y riesgo. No era cierto que no tuviera nada: al menos nominalmente era el director de la fundación benéfica del banco, y quien aprobaba los desembolsos a los diferentes individuos y causas que, vistos de forma colectiva, componían una especie de historia familiar —los combatientes de la resistencia que encabezaban la campaña meridional, las instituciones benéficas que trabajaban para alojar y reunir a los fugitivos, el grupo que fomentaba la educación del Negro, las organizaciones que se ocupaban del abandono y la desatención infantil, las que educaban a las pobres masas clamorosas de inmigrantes que llegaban a diario a sus costas, todas esas gentes con las que algún que otro miembro de la familia se había encontrado a lo largo de su vida y que lo habían conmovido y a quienes ahora ayudaban de alguna forma—; y sin embargo, su responsabilidad solo alcanzaba a dar el visto bueno a los cheques y a la cuenta mensual de ingresos y gastos que su secretaria, una eficiente joven llamada Alma que en la práctica dirigía ella sola la fundación, ya había entregado a los contables y a los abogados de la empresa; él únicamente estaba allí para aportar su apellido en tanto Bingham. También trabajaba de voluntario en tareas diversas, tales como las que realizaría una persona bien formada y todavía joven, o casi: preparaba paquetes de gasas y vendas y ungüentos de hierbas para los combatientes de las Colonias, tejía calcetines para los pobres, impartía una clase semanal de dibujo en la escuela de expósitos que financiaba su familia. Pero, en conjunto, las horas dedicadas a todos esos empeños y actividades sumaban tal vez una semana de cada mes, de manera que el resto del tiempo lo pasaba en soledad y sin otra ocupación. En ocasiones tenía la sensación de que solo estaba esperando a que su vida se consumiera, de modo que al final del día se metía en la cama con un suspiro, consciente de haber conseguido dejar atrás un pedacito más de su existencia y avanzado otro centímetro en dirección a su conclusión natural.
Esa mañana, sin embargo, se alegró de haberse despertado tarde porque todavía no sabía muy bien cómo asimilar lo sucedido la noche anterior, y agradeció poder reflexionar sobre ello con la mente más clara. Pidió huevos con una tostada y té, que comió y bebió en la cama mientras leía el periódico matutino —otra purga en las Colonias de la que no se especificaban detalles; un tedioso ensayo de un filántropo excéntrico muy conocido por sus opiniones, a menudo radicales, que volvía a exponer el argumento de que los privilegios de la ciudadanía debían extenderse también al Negro que había vivido en los Estados Libres ya antes de que estos se fundaran; un largo artículo, el noveno en otros tantos meses, para conmemorar el décimo aniversario de la finalización del puente de Brooklyn y cómo había cambiado el tráfico comercial de la ciudad, esta vez con grandes y detalladas ilustraciones de sus pilones imponentes cerniéndose sobre el río—, y luego se lavó y se vistió y salió de casa al tiempo que informaba a Adams de que comería en el club.
Hacía un día fresco y soleado que, estando la mañana avanzada, irradiaba una energía alegre y jovial: era lo bastante temprano para que todo el mundo siguiera mostrándose aplicado y optimista —ese podía ser el día en que la vida diera el grato giro con que soñaban desde hacía tiempo, que se toparan de pronto con un dinero caído del cielo o que los conflictos meridionales cesaran, o simplemente que esa noche tuvieran dos lonchas de beicon en lugar de una para cenar—, y todavía no lo bastante tarde para que esas esperanzas hubieran quedado frustradas una vez más. Cuando caminaba, por regla general lo hacía sin un destino concreto en mente, dejaba que sus pies decidieran la dirección, y en ese momento torció a la derecha para enfilar la Quinta Avenida y al pasar saludó con la cabeza al mozo de cuadra, que estaba enganchando el caballo pardo en las caballerizas de delante de la cochera.
La casa: ahora que ya no se encontraba en su interior, esperaba ser capaz de estudiarla con algo más de objetividad, aunque ¿de qué serviría? Ni siquiera había pasado en ella la primera parte de su infancia, ni él ni ninguno de sus hermanos —ese honor le había correspondido a una mansión, grande y fría, algo más al norte, al oeste de Park Avenue—, pero sí había sido allí donde ellos y él, y sus padres antes, se habían reunido en todos los acontecimientos familiares importantes, y cuando sus padres murieron, cuando se los llevó la enfermedad, fue a esa casa a donde se trasladaron los tres. En el hogar de su infancia tuvieron que abandonar cualquier objeto que fuera de tela o de papel, cualquier cosa que pudiera albergar una pulga, cualquier cosa que pudiera arder; recordaba haber llorado por un muñeco de crin de caballo que le encantaba, y a su abuelo prometiéndole que le compraría otro, y cuando los tres entraron en sus respectivas habitaciones de Washington Square, allí estaban sus antiguas vidas recreadas en fiel detalle: sus muñecos y juguetes y mantas y libros, sus alfombras y trajes y abrigos y cojines. Al pie del emblema de Bingham Brothers se leían las palabras Servatur Promissum —«Una Promesa Cumplida»—, y en ese momento los hermanos constataron que también iban dirigidas a ellos, que su abuelo mantendría todo lo que les dijera, y durante las más de dos décadas que habían estado a su cargo, primero como niños y luego como adultos, nunca había faltado a esa promesa.
El control de su abuelo sobre la nueva situación en que tanto él como ellos se encontraron de pronto era tan completo que se produjo lo que solo más adelante recordaría como un cese casi inmediato del duelo. Por supuesto, no debió de ser así, ni para él ni para sus hermanos ni para el abuelo, a quien de repente le habían arrebatado a su único hijo, pero David quedó tan pasmado ante lo que ahora consideraba la solidez, la totalidad de su abuelo y del mundo que había creado para ellos que ya no era capaz de imaginar esos años de ninguna otra forma. Era como si, desde que nacieron, el abuelo hubiera estado planeando convertirse algún día en su tutor e instalarlos en una casa donde antes había vivido solo, acostumbrada únicamente a sus ritmos, y no que la situación le hubiera sobrevenido. Más adelante, David tendría la sensación de que la casa, espaciosa ya de por sí, había abierto habitaciones nuevas, de que alas y espacios habían aparecido como por arte de magia para acomodarlos, de que el cuarto que acabó considerando (y consideraba) suyo se había materializado por pura necesidad en lugar de haber sido reformado para convertirlo en lo que era y no lo que había sido, una salita auxiliar con poco uso. A lo largo de los años, el abuelo diría que sus nietos le habían dado sentido a la casa, que sin ellos no habría sido más que un batiburrillo de salas, y era mérito del hombre que los tres, David incluido, lo aceptaran como cierto, que hubieran llegado a creer realmente que ellos le habían otorgado a la casa —y, por lo tanto, a la vida misma del abuelo— algo esencial y poco común.
Suponía que todos ellos pensaban en la casa como si fuera suya, pero a él le gustaba imaginar, siempre, que era su guarida particular, un lugar en el que no solo vivía, sino donde lo entendían. Ahora, como adulto, de vez en cuando era capaz de verla tal como lo hacían los extraños: sus interiores componían una colección bien organizada, sin dejar de ser excéntrica, de objetos que el abuelo había ido reuniendo en sus viajes por Inglaterra y el Continente, e incluso las Colonias, donde había pasado una temporada durante un breve periodo de paz; pero la impresión que persistía por encima de todo era la que se había formado de niño, cuando podía pasarse horas yendo de una planta a otra, abriendo cajones y armarios, mirando bajo las camas y los sofás, sintiendo los suelos de madera frescos y suaves bajo sus rodillas desnudas. Guardaba un vivo recuerdo de cuando era un muchachito y una mañana se quedó en la cama hasta tarde, contemplando una franja de luz que entraba por la ventana mientras comprendía que aquel era su hogar, y del sosiego que esa revelación le transmitió. Incluso más adelante, cuando se vio incapaz de salir de la casa, de su habitación, cuando su vida se redujo a tan solo su cama, jamás pensó en ella como algo que no fuera un santuario; sus paredes no solo mantenían alejados los terrores del mundo, sino que lo sostenían a él mismo en pie. Y de pronto iba a ser suya, y él de ella, y por primera vez sintió que la casa era agobiante, un lugar del que quizá no lograra escapar ya jamás, un lugar del que era dueño y esclavo.
Tales eran los pensamientos que lo ocuparon el tiempo que tardó en llegar a la calle Veintidós, y aunque ya no le apetecía entrar en el club —un círculo que frecuentaba cada vez menos por reticencia a encontrarse con sus antiguos compañeros de clase—, el hambre lo llevó hasta allí dentro, donde pidió té y pan con fiambres y comió, deprisa, antes de salir y dirigirse de nuevo al norte, un paseo en el que recorrió todo Broadway hasta el extremo meridional de Central Park antes de dar media vuelta y regresar a casa. Para cuando llegó a Washington Square, pasaban de las cinco y el cielo volvía a teñirse de ese azul oscuro y solitario, y ya solo le dio tiempo de cambiarse y arreglarse antes de oír que, abajo, su abuelo hablaba con Adams.
No había esperado que el abuelo mencionara lo sucedido la noche anterior, no con el servicio rondando por allí, pero, incluso después de retirarse a la sala de estar y quedarse a solas con sus copas, el abuelo siguió hablando únicamente del banco y de la actividad de ese día, y de un cliente nuevo de Rhode Island, propietario de una flota de barcos considerable. Matthew llegó con el té y un bizcocho con una gruesa cobertura de vainilla; Cook, que sabía que a David le gustaba, lo había decorado por encima con virutas de jengibre confitado. Su abuelo devoró su trozo con rapidez y elegancia, pero David fue incapaz de disfrutarlo tanto como otras veces, ya que estaba demasiado expectante ante lo que pudiera comentar el anciano sobre la conversación de la noche anterior, y también porque temía decir algo inconveniente sin querer, desvelar de algún modo sus sentimientos contradictorios y parecer desagradecido. Al cabo, sin embargo, su abuelo le dio dos caladas a la pipa sin mirarlo y empezó a hablar:
—Bueno, tengo otro asunto que comentar contigo, David, pero con toda la agitación de anoche, evidentemente, no pude hacerlo.
Era su oportunidad de darle las gracias una vez más, pero el abuelo la desestimó con un gesto de la mano que se llevó también el humo de su tabaco.
—No hace falta que me lo agradezcas. La casa es tuya. Al fin y al cabo, te encanta.
—Sí —empezó a decir David, puesto que era cierto, aunque todavía pensaba en los extraños sentimientos que lo habían asaltado ese día mientras reflexionaba a lo largo de numerosas manzanas acerca del motivo por el que la perspectiva de heredar la casa no le transmitía seguridad, sino más bien una especie de pánico—. Pero...
—Pero ¿qué? —preguntó el abuelo, mirándolo a su vez con expresión extraña.
David, preocupado por si le había parecido vacilante, se apresuró a continuar:
—Lo siento por Eden y John, nada más.
A lo que el abuelo volvió a agitar la mano.
—A Eden y a John no va a pasarles nada —aseguró enérgicamente—. No tienes que preocuparte por ellos.
—Abuelo —dijo, y sonrió—, tú tampoco tienes que preocuparte por mí.
A lo que su abuelo no repuso nada, y entonces ambos se sintieron incómodos, tanto por la mentira como por su magnitud, tan desproporcionada que ni siquiera los buenos modales exigían una rectificación.
—He recibido una proposición de matrimonio para ti —anunció su abuelo al fin, rompiendo ese silencio—. Una buena familia: los Griffith, de Nantucket. Empezaron como constructores navales, por supuesto, pero ahora poseen su propia flota, además de un negocio de pieles, pequeño pero lucrativo. El nombre de pila del caballero es Charles; está viudo. Su hermana, viuda también, vive con él y juntos crían a los tres hijos de ella. Él pasa la temporada de comercio en la isla y el invierno en el Cabo.
»No conozco a la familia personalmente, pero gozan de una posición muy respetable; participan bastante en el gobierno local, y el hermano del señor Griffith, con quien su hermana y él dirigen el negocio, es el jefe de la asociación de comerciantes. Tienen otra hermana más, que reside en el Norte. El señor Griffith es el mayor; sus padres aún viven, y fueron los abuelos maternos del señor Griffith quienes empezaron el negocio. La proposición le llegó a Frances a través de su abogado.
Supuso que debía decir algo.
—¿Cuántos años tiene el caballero?
El abuelo carraspeó.
—Cuarenta y uno —reconoció.
—¡Cuarenta y uno! —exclamó David con más vehemencia de lo que habría querido—. Disculpa —añadió—. Pero... ¡cuarenta y uno! ¡Caray, si es un anciano!
Al oír eso, el abuelo sonrió.
—No tanto —dijo—. No para mí, ni para la mayor parte del mundo. Pero, sí, es mayor. Que tú, cuando menos. —Y entonces, al ver que David no decía nada, añadió—: Hijo, ya sabes que no pretendo que te cases si no lo deseas, pero es algo que hemos comentado, algo en lo que has expresado interés. De otro modo no habría considerado siquiera la oferta. ¿Prefieres que le diga a Frances que rechazas la proposición? ¿O quieres concertar un encuentro?
—Siento que me estoy convirtiendo en una carga para ti —murmuró David al fin.
—No —repuso el abuelo—. En una carga no. Como siempre he dicho, ningún nieto mío tiene por qué casarse a menos que lo desee. Pero sí pienso que podrías considerarlo. No tenemos por qué darle a Frances una respuesta inmediata.
Guardaron silencio. Era cierto que habían pasado muchos meses —un año, quizá, o más— desde que recibiera la última proposición o hubiera despertado interés de algún tipo, aunque no sabía si era por haber rechazado las últimas dos ofertas con tanta premura e indiferencia, o porque a la postre había corrido la voz de sus reclusiones entre la alta sociedad, algo que el abuelo y él se habían esforzado por ocultar con tanta diligencia. Era cierto que la idea del matrimonio le inspiraba cierto temor, y sin embargo, ¿no era también preocupante que esa última proposición llegara de una familia a la que no conocían? Sí, tendría una condición y un estatus adecuados —en caso contrario, Frances no habría osado mencionárselo al abuelo—, pero también significaba que ellos dos, el abuelo y Frances, habían decidido empezar a considerar posibilidades procedentes de fuera del círculo de conocidos de los Bingham, de las personas con quienes se relacionaban, esas cincuenta y tantas familias que habían construido los Estados Libres y entre quienes no solo sus hermanos y él, sino también sus padres y el abuelo antes que ellos, habían pasado toda la vida. Peter pertenecía a esa pequeña comunidad, igual que Eliza, pero de pronto era evidente que el primogénito de los Bingham, de casarse, tendría que encontrar a su cónyuge fuera de ese círculo exclusivo, tendría que dirigirse a otro grupo de personas. Los Bingham no miraban por encima del hombro ni eran arrogantes, no eran la clase de personas que no se relacionaban con comerciantes y vendedores, con gentes que habían emprendido una nueva vida en el país siendo una cosa y, gracias a su trabajo y su inteligencia, se habían convertido en otra. La familia de Peter sí, pero ellos no. Y sin embargo, David no podía evitar sentir que los había decepcionado, que su presencia deslustraba el legado que tanto se habían esforzado por erigir sus antepasados.
Con todo, también sentía que, pese a lo que decía su abuelo, sería inapropiado rechazar la proposición de buenas a primeras: él era el único responsable de su situación actual, y, como dejaba bien claro la aparición de los Griffith, sus opciones se reducían, a pesar de su apellido y del dinero de su abuelo. Así pues, le dijo a su abuelo que aceptaría la cita, y este —con lo que era, ¿o no?, una expresión de alivio mal disimulada— contestó que se lo comunicaría a Frances enseguida.
Tras aquello se sintió cansado, así que se excusó y subió a su habitación. Aunque ya no se parecía en nada a la que había sido cuando él llegó para ocuparla, la conocía tan bien que era capaz de recorrerla incluso a oscuras. Una segunda puerta conducía a lo que fuera el cuarto de juegos de sus hermanos y él, y que ahora era su estudio, y fue allí a donde se retiró con el sobre que le había entregado el abuelo antes de subir a acostarse. Contenía un pequeño grabado del hombre, Charles Griffith, y lo estudió con atención a la luz de la lámpara. El señor Griffith era rubio, tenía cejas finas y un rostro redondeado y de facciones amables, además de un bigote poblado, aunque no en exceso; David vio que era corpulento incluso en ese retrato que solo mostraba la cara, el cuello y el principio de los hombros.
De repente lo invadió el pánico, fue a la ventana y la abrió, deprisa, para respirar el aire frío y limpio. Reparó en que era tarde, más de lo que había creído, y todo estaba tranquilo a sus pies. ¿De verdad tenía que plantearse su marcha de Washington Square tan poco después de haber imaginado con angustia que quizá nunca pudiera abandonar la casa? Giró sobre sus talones y contempló la sala intentando visualizar cuanto contenía —las estanterías de libros; el caballete; el escritorio, con sus papeles y tintas y el retrato enmarcado de sus padres; la chaise longue, que tenía desde sus años de universidad, con los ribetes de color escarlata ya aplastados y ajados por la edad; el chal con bordados de cachemir y tejido en una lana suavísima, que el abuelo le había regalado hacía dos navidades tras encargarlo especialmente a la India; todo ello dispuesto para su comodidad o su deleite, o ambas cosas— reubicado en una casa de madera de Nantucket, junto con él.
Pero fue en vano. El lugar de aquellos objetos estaba allí, en esa casa. Era como si hubieran brotado de la casa misma, como si fueran algo vivo que se marchitaría y moriría si se trasplantaba a otro lugar. Y pensó entonces si acaso no sucedería lo mismo con él. ¿No era él también algo que la casa, pese a no haberlo engendrado, sí había criado y alimentado? Si se marchaba de Washington Square, ¿cómo iba a saber nunca cuál era su lugar en el mundo? ¿Cómo podía abandonar esas paredes que lo habían contemplado impasibles e impertérritas durante sus diferentes etapas? ¿Cómo abandonar esos suelos, sobre los que oía a su abuelo a altas horas de la noche, cuando le llevaba un caldo de huesos y los medicamentos en los meses que era incapaz de salir de su habitación? No siempre era un lugar feliz. En ocasiones había sido horrible. Pero ¿cómo iba a sentir tan totalmente suyo ningún otro lugar?
III
Una vez al año, la semana antes de Navidad, a los pupilos de la Escuela e Institución Benéfica Hiram Bingham los invitaban a un almuerzo en una de las salas de juntas de Bingham Brothers. Había jamón, dulces, manzanas estofadas, natillas y, al terminar, Nathaniel Bingham, su benefactor y el propietario del banco, se acercaba a saludarlos en persona acompañado por dos de sus empleados, ambos antiguos alumnos de esa misma escuela, que ofrecían la promesa de una vida adulta que todavía era (y seguiría siéndolo, por desgracia, para la mayoría de ellos) demasiado remota y abstracta para poder visualizarla. El señor Bingham daba un breve discurso que los animaba a ser aplicados y obedientes, y luego los niños formaban dos filas y todos recibían, de uno de los empleados, una barrita plana y gruesa de caramelo de menta.
Los tres hermanos asistían a ese almuerzo, y el momento preferido de David no era ver la expresión de los rostros de los niños cuando se encontraban ante el festín, sino más bien la cara que ponían cuando entraban en el vestíbulo del banco. Entendía su respeto reverencial porque él tampoco dejaba nunca de experimentarlo: el inmenso suelo de mármol plateado, pulido hasta sacarle brillo; las columnas jónicas talladas en esa misma piedra; la grandiosa cúpula del techo, con relucientes incrustaciones que configuraban un mosaico; los tres murales que ocupaban las tres paredes enteras, pintados hasta tan arriba que prácticamente se veía uno obligado a adoptar una posición suplicante para verlos bien. El primero retrataba a Ezra, el padre de su tatarabuelo, héroe de guerra, distinguiéndose en la batalla contra Gran Bretaña a favor de la independencia; el segundo, a su tatarabuelo Edmund marchando hacia el norte, a Nueva York, con algunos de sus compañeros utopistas de Virginia para fundar lo que acabaría conociéndose como los Estados Libres; el tercero, a su bisabuelo Hiram, a quien no había conocido, fundando Bingham Brothers y siendo investido alcalde de Nueva York. Todos los paneles mostraban, en un segundo plano y ejecutadas en marrones y grises, escenas de la historia tanto de la familia como del país: el sitio de Yorktown, donde Ezra había luchado, y su esposa y sus hijos pequeños en casa, en Charlottesville; Edmund casándose con su marido, Mark, y las primeras guerras con las Colonias, que los Estados Libres ganarían pero pagando un alto precio humano y económico; Hiram y sus dos hermanos, David y John, de jóvenes, desconocedores de que, de ellos tres, solo Hiram, el pequeño, llegaría a cumplir los cuarenta años y que solo él tendría un heredero, su hijo Nathaniel, el abuelo de David. En la parte baja de cada panel había una placa de mármol con una única palabra grabada —URBANIDAD, HUMILDAD, HUMANIDAD—, que junto con la frase del emblema del banco constituían el lema de la familia Bingham. El cuarto panel, el que quedaba por encima de las magníficas puertas principales que se abrían a Wall Street, estaba vacío, era una suave extensión en blanco, y allí quedarían inmortalizados algún día los logros del abuelo de David: cómo había convertido Bingham Brothers en la institución financiera más poderosa no solo de los Estados Libres, sino de toda América; cómo, hasta que ayudó a América a financiar su lucha en la guerra de la Rebelión y aseguró la autonomía de su país, había conseguido proteger la existencia de los Estados Libres de cualquier intento de desmantelarlos y acabar con los derechos de su ciudadanía; cómo había costeado el reasentamiento del Negro y ayudado a sus representantes libres, una vez que estaban en el país, a rehacer su vida en el Norte o el Oeste, igual que también a fugitivos de las Colonias. Cierto, Bingham Brothers ya no era la única institución ni, como argüirían algunos, la más potente de los Estados Libres, en especial con el reciente auge de los bancos judíos arribistas que habían empezado a establecerse en la ciudad, pero sí seguía siendo, y en eso todos convenían, la más influyente, la de mayor prestigio, la de mayor fama. Al abuelo de David le gustaba decir que, a diferencia de los recién llegados, Bingham no confundía ambición con codicia ni inteligencia con taimería; su responsabilidad era tanto para con los Estados mismos como para con la gente a la que servía. «El gran señor Bingham», llamaban los periódicos a Nathaniel, en ocasiones con burla, como cuando emprendía alguno de sus proyectos más ambiciosos —por ejemplo su propuesta, una década atrás, de promover el sufragio universal también en toda América—, pero casi siempre con sinceridad, pues el abuelo de David era, indiscutiblemente, un gran hombre, alguien cuyas hazañas y cuyo semblante merecían quedar inmortalizados sobre yeso, con el artista balanceándose de manera temeraria a gran altura sobre el suelo de piedra en un asiento hecho de cuerda y tabla e intentando no mirar abajo mientras aplicaba lustrosas pinceladas de pintura por la superficie.
No existían, empero, ni un quinto ni un sexto panel: no se había destinado ningún espacio para su padre, el segundo héroe de guerra de la familia, ni para sus hermanos y él. Aunque... ¿qué retrataría su tercio de panel? ¿A un hombre, en la casa de su abuelo, a la espera de que una estación se difuminara en la siguiente, de que le fuera revelado al fin el sentido de su vida?
Sabía que esa autocompasión, esa complacencia, resultaba poco atractiva e indecorosa, así que recorrió a grandes pasos el vestíbulo en dirección a las imponentes puertas de roble que había al fondo, donde el que era secretario de su abuelo, un hombre a quien sus hermanos y él habían conocido como Norris desde que tenían memoria, ya estaba esperándolo.
—Señor David —dijo—. Cuánto tiempo sin verle.
—Hola, Norris —contestó él—. Así es. Todo bien, espero.
—Sí, señor David. ¿Y usted?
—Sí, muy bien.
—El caballero ya está aquí. Lo llevaré con él. Su abuelo querrá verlo después.
Siguió a Norris por un pasillo con paneles de madera. Era un hombre estilizado y pulcro, de rasgos delicados y bien definidos, cuyo pelo, cuando David era joven, había sido de un dorado brillante, pero con las décadas se había descolorido hasta adoptar un tono apergaminado. Su abuelo era muy franco en cuanto a casi todos los asuntos de su persona y su vida familiar, pero con respecto a Norris se mostraba evasivo; todo el mundo daba por sentado que había algo entre Norris y su abuelo, pero, pese a la consabida tolerancia de Nathaniel Bingham por todas las clases sociales e igual de consabida escasa paciencia con las convenciones, jamás había presentado a Norris como su compañero ni había insinuado jamás, ni ante sus nietos ni ante nadie, que pudiera llegar a unirse legalmente a él. Norris entraba y salía de la casa con total libertad, pero no tenía allí cama ni habitación; desde que los niños Bingham eran muy pequeños, nunca se había dirigido a ellos sin anteponer a su nombre un «señorito» o «señorita», y hacía mucho que ellos habían dejado de sugerirle que lo hiciera; asistía a algunos acontecimientos familiares, pero nunca estaba invitado a participar en las conversaciones con el abuelo en el salón después de cenar, tampoco en Navidad ni en Pascua. David ni siquiera sabía con certeza dónde vivía el hombre —creía haber oído una vez, en algún lugar, que ocupaba un piso que el abuelo le había comprado cerca de Gramercy Park hacía años—, ni disponía de mayor información acerca de su lugar de procedencia ni de su familia, solo sabía que había llegado de las Colonias antes de que David naciera y que trabajaba como chico del carbón en Bingham Brothers cuando el abuelo lo conoció. En compañía de los Bingham se mostraba discreto y callado, pero también se encontraba a gusto; a ellos les resultaba tan familiar que a veces se olvidaban de él, su presencia se daba por sentada, pero su ausencia pasaba inadvertida.
Norris se detuvo entonces frente a una de las salas de reuniones privadas y abrió la puerta, y tanto el hombre como la mujer que la ocupaban se levantaron de sus sillas y se volvieron para verlo entrar.
—Los dejo a solas —dijo Norris, y cerró la puerta sin hacer ruido mientras la mujer se acercaba a él.
—¡David! —exclamó—. Hacía mucho que no te veía. —Se trataba de Frances Holson, abogada del abuelo desde siempre, que, junto con Norris, estaba al tanto de casi todos los detalles de las vidas de los Bingham. También ella era una constante, pero su lugar en el firmamento familiar era más significativo y recibía mayor reconocimiento; ella había concertado los matrimonios tanto de John como de Eden, y estaba decidida, o eso parecía, a hacer otro tanto con él—. David —continuó—, es un placer presentarte al señor Charles Griffith, de Nantucket y Falmouth. Señor Griffith, este es el joven de quien tanto ha oído hablar, el señor David Bingham.
No parecía tan mayor como David había temido y, pese a su tez clara, tampoco era rubicundo; Charles Griffith era alto y grandullón, pero con aplomo, ancho de hombros, y de torso y cuello gruesos. Llevaba una chaqueta de corte impecable, de lana suave y de calidad, y bajo el bigote asomaban unos labios bien definidos y todavía rosados, que en ese momento se curvaron en una sonrisa. No era apuesto, o no exactamente, pero irradiaba destreza, vigor y salud, que se combinaban para crear la apariencia de algo casi agradable.
Cuando habló, su voz también resultó ser atractiva, grave y algo pastosa, de una suavidad y delicadeza que contrastaban con la corpulencia y la fuerza que sugería su apariencia.
—Señor Bingham —dijo mientras se estrechaban la mano—. Es un placer conocerlo. He oído hablar mucho de usted.
—Y yo de usted —repuso él, aunque no sabía mucho más que la primera vez que oyera el nombre de Charles Griffith, casi seis semanas antes—. Muchas gracias por bajar hasta aquí. Espero que haya tenido buen viaje.
—Sí, sin contratiempos —contestó Griffith—. Y, por favor, llámeme Charles.
—Entonces tú debes llamarme David.
—¡Bueno! —intervino Frances—. Los dejaré a solas para que hablen de sus cosas, caballeros. David, avisa cuando terminéis y Norris acompañará al señor Griffith a la salida.
Esperaron a que se marchara y cerrara la puerta para sentarse. Entre ambos quedaba la mesita, con una bandeja de galletas de mantequilla y una tetera de lo que David, únicamente por el olor, sabía que era un Lapsang Souchong, carísimo y muy difícil de conseguir y el té preferido de su abuelo, reservado solo para las ocasiones más especiales. Sabía que esa era la forma que tenía su abuelo de desearle buena suerte, un gesto que lo conmovió al tiempo que lo entristeció. Charles ya tenía té, pero David se sirvió una taza y, al llevársela a los labios, Charles hizo lo propio y dieron un sorbo al unísono.
—Es bastante fuerte —comentó, pues era consciente de que a muchos el sabor de ese té les parecía demasiado intenso; Peter, que lo detestaba, lo describió una vez como «una fogata humeante en forma líquida».
Pero...
—Me gusta mucho —dijo Charles—. Me recuerda a la época que pasé en San Francisco; allí solía encontrarse con bastante facilidad. Era caro, por supuesto, pero no tan exclusivo como aquí, en los Estados Libres.
Eso le sorprendió.
—¿Estuviste viviendo en el Oeste?
—Sí. Fue, oh..., hará veinte años. Mi padre acababa de renovar el trato que teníamos con nuestros tramperos de pieles del Norte, y para entonces San Francisco, por supuesto, ya era rica. Se le ocurrió que debía trasladarme allí y abrir una oficina desde la cual realizar algunas ventas. Así que eso hice. Fue una experiencia maravillosa, la verdad; yo era joven y la ciudad estaba creciendo, no podría haber escogido mejor momento para vivir allí.
Eso le impresionó; nunca había conocido a nadie que de verdad hubiera vivido en el Oeste.
—¿Es cierto todo lo que se cuenta?
—En su mayoría. Allí se respira cierto aire de... de insalubridad, supongo. Y de libertinaje, sin duda. A veces no las tenías todas contigo: tanta gente tratando de abrirse camino por su cuenta, tanta gente queriendo hacerse rica, tanta gente destinada a ver sus sueños frustrados... Pero también resultaba liberador, a pesar de que nunca podías bajar la guardia. Allí, las fortunas eran tan efímeras como las personas: el hombre que te debía dinero podía desaparecer al día siguiente y no había forma de dar con él nunca más. Logramos mantener la oficina abierta tres años, pero entonces llegó el setenta y seis y, por supuesto, tuvimos que marcharnos en cuanto aprobaron las leyes.
—Aun así —repuso David—, te envidio. ¿Sabes que yo ni siquiera he estado en el Oeste?
—Pero has viajado mucho por toda Europa, según me ha contado la señorita Holson.
—Hice el Grand Tour, sí. Pero eso no tiene nada de libertino..., a menos que consideres libertino ver montones y montones de Canalettos, Tintorettos y Caravaggios.
Charles se echó a reír entonces, y después de eso la conversación fluyó con naturalidad. Siguieron hablando sobre sus respectivas correrías —Charles resultó ser un hombre muy viajado, sus negocios no solo lo habían llevado al Oeste y a Europa, sino también a Brasil y a Argentina—, y de Nueva York, donde Charles había vivido una vez y donde seguía manteniendo una residencia que visitaba a menudo. Mientras conversaban, David intentaba detectar el acento de Massachusetts que había percibido en muchos de sus compañeros de clase, con esas vocales planas y amplias, y esa peculiar cadencia galopante, pero no lo consiguió. Charles tenía una voz agradable aunque sin características reseñables, que desvelaba muy poco de sus orígenes.
—No quisiera parecerte demasiado atrevido por mencionarlo —dijo Charles—, pero en Massachusetts todos sentimos gran curiosidad, y desde hace mucho, por esta tradición de concertar matrimonios.
—Sí —repuso David, riendo sin ofenderse—. A los demás estados les ocurre lo mismo, y lo entiendo; es una práctica local, que se limita a Nueva York y Connecticut.
Los matrimonios concertados habían empezado a darse alrededor de un siglo antes entre las primeras familias que se establecieron en los Estados Libres como medio para crear alianzas estratégicas y consolidar su riqueza.
—Entiendo por qué se originó aquí, estas fueron siempre las provincias más ricas, pero ¿por qué crees que ha perdurado tanto?
—No sabría decirlo con certeza. Según la teoría que sostiene mi abuelo, se debe a que de esos matrimonios pronto surgieron dinastías importantes, de manera que su continuidad pasó a ser fundamental para la solidez financiera de los Estados. Habla del tema como podría hablarse del cultivo de árboles... —Charles rio ante aquel comentario, y a David le resultó agradable—. Se trata de conservar un entramado de raíces sobre el que la nación pueda prosperar y florecer.
—Bastante poético para un banquero. Y patriótico.
—Sí, mi abuelo es ambas cosas.
—Bueno, supongo que el resto de los estadolibrenses debemos agradecer nuestro continuo bienestar a vuestra querencia por los matrimonios concertados.
David sabía que lo decía para provocarlo, pero su voz era amable, así que le devolvió la sonrisa.
—Sí, supongo. Le daré las gracias a mi abuelo de tu parte, y de parte de tus conciudadanos de Massachusetts. ¿En Nueva Inglaterra nunca se conciertan? Había oído que sí.
—Sí, aunque con mucha menos frecuencia, y cuando lo hacemos es por motivos similares, para unir a familias de ideas afines, pero las consecuencias nunca son de tanto calado como aquí. Mi hermana pequeña arregló hace poco un matrimonio entre su criada y uno de nuestros marineros, por ejemplo, pero fue porque la familia de la criada tiene un pequeño negocio maderero y la del marinero una cordelería, y ambas deseaban unir sus recursos..., por no hablar de que los jóvenes se gustaban mucho, aunque eran demasiado tímidos para iniciar el proceso del cortejo por sí solos.
»Pero, como ya he dicho, son uniones irrelevantes para el resto del país. Así que, sí, por favor, agradéceselo a tu abuelo de nuestra parte. Aunque tengo la sensación de que también habría que darles las gracias a tus hermanos; la señorita Holson dice que sus matrimonios también fueron concertados.
—Sí, con familias con las que mantenemos una estrecha relación desde hace mucho. Peter, el marido de mi hermano John, es de la misma ciudad; Eliza, la mujer de Eden, de Connecticut.
—¿Tienen hijos?
—John y Peter tienen uno; Eden y Eliza, dos. Y tú ayudas a criar a tus sobrinos, según tengo entendido, ¿verdad?
—Sí, así es, y los quiero como si fueran mis hijos, aunque algún día me gustaría tener los míos propios.
David sabía que debía coincidir con él al respecto, que debía decir que también deseaba tener hijos, pero se vio incapaz. Sin embargo, Charles llenó con naturalidad el espacio que debería haber ocupado su respuesta y le habló de sus sobrinos, de sus hermanas y su hermano, de la casa de Nantucket, y la conversación volvió a fluir hasta que el caballero se levantó por fin, y David hizo lo propio.
—Debo marcharme ya —anunció Charles—, pero he pasado un rato muy agradable y me alegro mucho de que accedieras a conocerme. Regresaré a la ciudad dentro de dos semanas; espero que también accedas a que volvamos a vernos.
—Sí, desde luego —dijo él, y tocó la campanilla.
Se estrecharon la mano de nuevo antes de que Norris escoltara a Charles hasta la salida, tras lo cual David llamó a la puerta que había en el otro extremo de la sala y, después de oír una voz que lo invitaba a pasar, entró directamente en el despacho de su abuelo.
—¡Ah! —exclamó el hombre al tiempo que se levantaba del escritorio y le entregaba a su contable un fajo de papeles—. ¡Ya estás aquí! Sarah...
—Sí, señor, enseguida —dijo ella, y cerró la puerta sin hacer ruido al salir.
El abuelo rodeó el escritorio y tomó asiento en una de las dos sillas que había frente a él mientras indicaba a David que se sentara en la otra.
—Bueno —dijo el hombre—, no me andaré con rodeos, y tú tampoco deberías; estaba ansioso por verte y saber qué impresión te has llevado del caballero.
—Ha sido... —empezó a decir David, y titubeó—. Ha sido agradable —terminó al cabo—. Más de lo que imaginaba.
—Me gusta oírlo —comentó el abuelo—. ¿De qué habéis hablado?
Le refirió su conversación, aunque dejó para el final que Charles había vivido en el Oeste, y cuando lo mencionó vio que las plateadas cejas del patriarca se enarcaban.
—No me digas... —murmuró el anciano, y David supo lo que estaba pensando: que ese dato no aparecía en el informe que habían encargado sobre Charles Griffith, y, puesto que Bingham Brothers tenía acceso a las figuras más prominentes de todas las profesiones (médicos, abogados, investigadores), se preguntaba qué otras cosas desconocerían, qué otros misterios quedarían por descubrir—. ¿Volverás a verlo? —se interesó el abuelo cuando David terminó su relato.
—Regresará dentro de dos semanas y me ha preguntado si podíamos vernos de nuevo; le he dicho que sí.
Creía que esa respuesta satisfaría a su abuelo, pero, en cambio, el hombre se levantó con expresión meditabunda y se acercó a uno de los grandes ventanales, donde acarició con suavidad el borde de la larga y pesada cortina de seda mientras contemplaba la calle. Permaneció un momento así, en silencio, pero cuando dio media vuelta, había recuperado aquella apreciada y conocida sonrisa que siempre lograba que David se sintiera arropado, por agobiante que le resultara su existencia.
—Bueno —dijo el abuelo—, entonces es un hombre muy afortunado.
IV
Las semanas pasaron volando, como ocurría siempre en las postrimerías del otoño, y aunque nadie podía alegar que la llegada de la Navidad fuera inesperada, parecían estar condenados a que los pillara desprevenidos, por firmemente que el año anterior hubieran prometido disponerlo todo con suficiente antelación a fin de que ese Acción de Gracias los menús estuvieran decididos, los regalos de los niños comprados y envueltos, los sobres con el aguinaldo para el servicio cerrados y los adornos colgados.
Fue en mitad de esa actividad de principios de diciembre cuando David se citó por segunda vez con Charles Griffith; habían asistido a un concierto de las primeras obras de Liszt, interpretadas por la Orquesta Filarmónica de Nueva York, y luego habían ido paseando hasta un café situado en el extremo meridional del Central, donde David se detenía a veces a tomar café y pastelitos cuando salía a caminar por la ciudad. Como en la ocasión anterior, entablaron conversación con facilidad y charlaron sobre libros que habían leído, obras y exposiciones a las que habían asistido y sobre la familia de David, que era lo mismo que decir de su abuelo y, en menor medida, de sus hermanos.
Era consabido que los matrimonios concertados exigían una intimación apresurada y el consiguiente abandono de las convenciones clásicas, por lo que llevaban un rato conversando cuando David se atrevió a preguntar a Charles sobre su primer marido.
—Ah. Bien..., creo que ya sabes que se llamaba William —dijo Charles—, William Hobbes, y que murió hace nueve años. —David asintió—. Fue un cáncer. Se originó en la garganta, y se lo llevó muy rápido.
»Procedía de una familia de langosteros del Norte y trabajaba de maestro en una pequeña escuela de Falmouth... Nos conocimos poco después de mi regreso de California. Fue una época muy feliz para los dos; éramos jóvenes y aventureros, y yo aprendía a llevar el negocio familiar junto con mis hermanos. En verano, cuando no había escuela, me acompañaba a Nantucket, donde vivíamos todos juntos en la casa familiar: mi hermana, la que viene después de mí, con su marido y sus hijos; mi hermano con su mujer y las hermanas de esta; mis padres; mi otra hermana y su familia cuando bajaban a visitarnos. Un año, mi padre me envió a la frontera para que conociera a algunos tramperos que teníamos allí, y pasamos casi toda la temporada en Maine y Canadá con nuestros socios, yendo de un sitio a otro. Una tierra de una belleza excepcional.
»Creía que pasaría con él el resto de mi vida. Decidimos que seríamos padres más adelante, que tendríamos un niño y una niña. Iríamos a Londres, a París, a Florencia... Él era mucho más refinado, y yo quería ser quien le enseñara los frescos y las estatuas sobre los que William siempre había leído. Creía que sería quien lo acompañaría a esos museos. Era mi sueño: visitaríamos las catedrales, comeríamos mejillones junto al río, yo vería esos lugares que consideraba hermosos pero que nunca había sabido apreciar como lo haría él, pero esta vez los vería con él y, por lo tanto, sería como si los viera por primera vez.
»Cuando eres marino, o cuando has pasado bastante tiempo entre ellos, sabes que es una insensatez hacer planes, que Dios hace y deshace a su antojo y nuestros designios nada valen ante los suyos. Aun sabiéndolo, no pude resistirme. Aun sabiendo que cometía una imprudencia, no pude resistirme y di rienda suelta a mis sueños. Imaginé la casa que construiría para nosotros en lo alto de un acantilado, con vistas a las rocas y al mar, rodeada de lupinos.
»Pero entonces murió, y un año después le siguió el marido de mi hermana pequeña en la enfermedad del ochenta y cinco, y desde entonces, como sabes, he vivido con ella. Los tres años posteriores a que me arrebataran a William me consagré al trabajo, y en el trabajo encontré solaz. Aunque, curiosamente, cuanto más lejana queda su muerte, más pienso en él... Y no solo en él, sino en la compañía que nos hacíamos y en que siempre imaginé que sería así. Mis sobrinos ya casi son adultos, mi hermana está prometida, y durante estos últimos años me he dado cuenta de que... —Se interrumpió de pronto, ruborizado—. He hablado demasiado y con demasiada liberalidad —dijo, al cabo—. Te ruego que aceptes mis disculpas.
—No hay nada que disculpar —aseguró David con voz tranquila, a pesar de que le había sorprendido, que no incomodado, la franqueza de aquel hombre, la confesión velada de lo solo que se sentía.
Sin embargo, luego ninguno de los dos supo cómo retomar la conversación y la cita finalizó poco después; Charles le dio las gracias, como marcaba la etiqueta, pero no le propuso una tercera entrevista, y los dos recogieron los abrigos y los sombreros. Una vez en la calle, Charles partió hacia el norte en su coche de caballos, y David hacia el sur en el suyo, de vuelta a Washington Square. De camino a casa reflexionó sobre el extraño encuentro y concluyó que, a pesar de esa extrañeza, no había resultado desagradable; de hecho, ser depositario de la confianza de otra persona, que le hubieran permitido ser testigo de tal vulnerabilidad, había hecho que se sintiera relevante, pues no había otra palabra.
Así pues, estaba menos preparado de lo que debería cuando, acomodados en el salón tras la comida de Navidad (pato, con la piel crujiente e hinchada por el calor del horno, acompañado de grosellas como perlas carmesíes), John anunció con un deje triunfal:
—Bueno, David, he oído que te corteja un caballero de Massachusetts.
—No lo corteja —se apresuró a intervenir su abuelo.
—Entonces ¿se trata de una proposición? ¿Y bien? ¿Quién es el caballero?
David dejó que el abuelo lo retratara con cuatro pinceladas: armador y comerciante, el Cabo y Nantucket, viudo y sin hijos. Eliza fue la primera en decir algo.
—Parece un hombre encantador —comentó sin rebozo (¡la querida y alegre Eliza, con sus pantalones grises de lana y un largo pañuelo de seda de cachemira anudado al grueso cuello!) mientras el resto de la familia guardaba silencio.
—¿Y te trasladarías a Nantucket? —preguntó Eden.
—No lo sé —confesó David—. No me lo he planteado.
—Entonces no has aceptado —dijo Peter. Era una afirmación, no una pregunta.
—No.
—¿Y vas a hacerlo? —insistió su cuñado.
—No lo sé —repitió David, cada vez más nervioso.
—Pero si...
—Basta —terció el abuelo—. Es Navidad; además, es él quien decide, no nosotros.
La velada llegó a su fin poco después; sus hermanos fueron a recoger a los niños y a las niñeras a la habitación de John, que habían acondicionado como cuarto de juegos para los hijos de Eden y los suyos, y tras las despedidas y las palabras corteses de rigor, su abuelo y él volvieron a quedarse solos.
—Acompáñame —le pidió el abuelo, y David lo hizo, retomando el asiento que siempre ocupaba en la sala de estar del anciano: frente a este, algo a la izquierda—. No he querido entrometerme, pero reconozco que siento curiosidad; al fin y al cabo, ya os habéis visto dos veces. ¿Crees que el caballero tiene alguna posibilidad?
—Soy consciente de que debería saberlo, pero no es así. Eden y John se decidieron enseguida. Ojalá yo lo tuviera tan claro como les ocurrió a ellos.
—Olvídate de Eden y John. Ellos son ellos y tú eres tú, y no conviene precipitarse a la hora de tomar este tipo de decisiones. Lo único que se espera de ti es que consideres la oferta del caballero con toda seriedad, y que si la respuesta es negativa, lo pongas en su conocimiento de manera inmediata, o se lo comuniques a Frances para que lo haga ella, aunque, en verdad, después de dos citas, tendrías que hacerlo tú. En cualquier caso, debes tomarte tu tiempo, sin sentirte mal por ello. Cuando emparejaron a tus padres, tu madre tardó seis meses en aceptar. —Sonrió levemente—. Aunque no tienes por qué seguir su ejemplo.
David también sonrió, y al momento formuló la pregunta ineludible:
—Abuelo, ¿qué sabe de mí? —Al ver que el hombre no contestaba y continuaba concentrado en su vaso de whisky, insistió—: ¿Está al tanto de mis reclusiones?
—No —dijo el abuelo con rotundidad, levantando la cabeza de inmediato—. No sabe nada. Y no tiene por qué saberlo, no es asunto suyo.
—Pero... —balbuceó David— ¿callarlo no sería actuar de mala fe?
—Por supuesto que no. La mala fe implica ocultar algo significativo de manera intencionada, y no se trata de algo significativo, sino de una información que no debería afectar a su decisión.
—Tal vez no debería, pero ¿lo haría?
—Si lo hiciera, entonces no sería un hombre con quien valiera la pena casarse.
La lógica de su abuelo, irrebatible por lo general, era tan errada que, aun en el caso de que David acostumbrara contradecirlo, no lo habría hecho por miedo a echar por tierra la historia que el anciano edificara. Si sus reclusiones no revestían la menor importancia, entonces ¿por qué no debían divulgarse? ¿Y qué mejor manera de juzgar el verdadero carácter de Charles Griffith que contárselo todo sin faltar a la verdad? Además, si sus dolencias no eran realmente motivo de vergüenza, ¿por qué ambos se habían tomado la molestia de ocultarlas? Cierto, ellos tampoco conocían de antemano todo lo que habría convenido saber de Charles —tras la primera cita, el abuelo había lamentado no estar al tanto de la época que había pasado en San Francisco—, pero lo que sí conocían era simple e irrefutable. No existían pruebas de que Charles Griffith no fuera un hombre honorable.
Temía que su abuelo, sin ser consciente de ello, y proclive a sentirse insultado si alguien lo insinuara, hubiera decidido que las debilidades de David suponían una carga razonablemente asumible para Charles a cambio de desposarse con un Bingham. Cierto, Charles era rico —no tanto como los Bingham, cosa harto difícil—, pero era un nuevo rico. Cierto, era inteligente, pero no culto: no había estudiado en la universidad, no sabía latín ni griego y, sí, había viajado, pero no en búsqueda de conocimientos, sino por negocios. Cierto, tenía mundo, pero carecía de sofisticación. David no se consideraba alguien que diera importancia a ese tipo de cosas, pero se preguntó si sus defectos habrían llevado a su abuelo a concebirlos a Charles y a él como el debe y el haber de un libro mayor: sus dolencias como contrapartida de la falta de refinamiento de Charles; su escasa productividad como contrapartida de la edad avanzada de Charles. En la parte inferior, ¿acabarían cuadrando las dos columnas y aparecería un cero subrayado en tinta de puño y letra de su abuelo?
—Pronto empezará un nuevo año —comentó el anciano rompiendo el silencio—, y los años nuevos siempre son más reveladores que los pasados. Tomarás una decisión, y será un sí o un no, y los años continuarán acabando y empezando una y otra vez, decidas lo que decidas.
Con esas palabras, David comprendió que estaba despidiéndolo, así que se levantó y se inclinó para darle un beso de buenas noches antes de subir a su habitación.
El nuevo año casi se les echó encima sin que se dieran cuenta, y los Bingham volvieron a reunirse para celebrar su llegada. El último día del año, cumplían la tradición de invitar a los miembros del servicio a tomar una copa de champán con la familia en el comedor, y todos juntos —los nietos y bisnietos, las criadas y los lacayos, el cocinero, el mayordomo, el ama de llaves, el cochero y demás subordinados— se reunían alrededor de la mesa donde momentos antes las criadas habían dispuesto botellas de vino espumoso encajadas en recipientes de cristal llenos de hielo, arreglos de naranjas con clavo, platos de nueces tostadas y fuentes de pasteles de picadillo de fruta, para oír al abuelo brindar por el nuevo año.
—¡Seis años para el siglo veinte! —anunció con satisfacción, y el personal de servicio rio con nerviosismo porque no le gustaban los cambios ni la incertidumbre, y la idea de que acabara una época y empezara otra lo intimidaba, aun sabiendo que todo continuaría igual en la casa de Washington Square: David ocuparía la habitación de siempre, sus hermanos irían y vendrían y Nathaniel Bingham sería su señor por siempre jamás.
Unos días después del festejo, David tomó un coche de caballos para ir al orfanato. Era una de las primeras instituciones de su clase con que contaba la ciudad, y los Bingham habían sido sus principales benefactores desde su fundación, datada solo unos años después de la creación de los Estados Libres. A lo largo de las décadas, el número de residentes del orfanato disminuía o aumentaba según el momento de riqueza relativa o pobreza agravada que vivieran las Colonias; el viaje al norte era arduo y no estaba exento de dificultades, y muchos niños quedaban huérfanos cuando sus padres fallecían por el camino, en su huida a los Estados Libres. La peor época se había vivido tres décadas atrás, durante la guerra de Rebelión y justo a su fin, poco antes de que naciera David, cuando el número de refugiados alcanzó su cénit en Nueva York después de que los gobernadores de dicho Estado y Pensilvania enviaran a la caballería a la frontera meridional de este último para hallar y trasladar a los fugitivos de las Colonias, en misión humanitaria. Todos los niños sin padres a los que encontraban —así como algunos con padres, aunque claramente incapaces de hacerse cargo de ellos— eran enviados, dependiendo de su edad, o bien a una escuela de oficios, o bien a una institución benéfica de los Estados Libres, donde los ofrecerían en adopción.
Como la mayoría de aquella clase de organizaciones benéficas, la de Hiram Bingham daba acogida a muy pocos niños de corta edad, pues la demanda era tal que los adoptaban enseguida; salvo que estuvieran enfermos, fueran deformes o sufrieran algún retraso, pocas veces permanecían más de un mes en el orfanato. Los hijos de los hermanos de David procedían de dicha institución, y llegado el día en que David deseara un heredero, también él lo encontraría allí. El hijo de John y Peter era un huérfano colono, y a los de Eden y Eliza los habían rescatado de la chabola inmunda de una desdichada pareja de inmigrantes irlandeses que a duras penas podían alimentarlos. A menudo se entablaban debates acalorados, tanto en la prensa como en los salones, acerca de qué debía hacerse con el número creciente de inmigrantes que conseguían alcanzar las costas de Manhattan —en esos momentos, procedentes de Italia, Alemania, Rusia y Prusia, por no mencionar Oriente—; sin embargo, debían reconocer, aunque fuera a regañadientes, que los inmigrantes europeos proveían de niños a las parejas que deseaban tenerlos, lo que no ocurría solo en su ciudad, sino en todos los Estados Libres.
Tan encarnizada era la pugna por una criatura que hacía poco el gobierno había emprendido una campaña para animar a la gente a adoptar a niños mayores. Sin embargo, en general había resultado un fracaso; de todos era bien sabido, incluso de los propios niños, que los mayores de seis años tenían muy pocas posibilidades de encontrar un hogar, de ahí que la institución de los Bingham, igual que otras, se centrara en enseñar a sus tutelados a leer y hacer cuentas a fin de que estuvieran preparados para aprender un oficio. Cuando cumplieran catorce años, pasarían a ser aprendices de sastre, carpintero, costurera, cocinera o cualquier otra ocupación cuyo desempeño fuera esencial para preservar la prosperidad y el funcionamiento de los Estados Libres. O se unirían a la milicia o a la armada y servirían a su país de ese modo.
No obstante, mientras tanto eran niños, y en calidad de tales acudían a la escuela, como exigía la ley en los Estados Libres. La nueva filosofía en educación promulgaba que se convertirían en ciudadanos y adultos mejores y más sanos si se les enseñaba no solo lo indispensable para manejarse en la vida (matemáticas, lectura, escritura), sino también el arte, la música y el deporte. Por eso el verano anterior, cuando su abuelo solicitó su colaboración en la búsqueda de un profesor de arte para la institución, David sorprendió a todos, empezando por sí mismo, al ofrecerse a asumir dicha responsabilidad, pues ¿acaso no había estudiado arte muchos años? ¿No había estado buscando algo, una tarea útil, con que dar forma a sus días?
Impartía clases los miércoles a última hora de la tarde, poco antes de la cena de los niños, lo cual, al principio, le había hecho preguntarse si el motivo de sus risitas y su comportamiento inquieto era él o se debía a la proximidad de la hora de comer; incluso había contemplado la posibilidad de pedir a la gobernanta que le adelantara la clase, pero la mujer infundía temor en los adultos (aunque, curiosamente, un gran cariño en sus tutelados), y si bien se habría visto obligada a acceder a su petición, lo intimidaba demasiado para presentársela. Siempre había recelado de los niños, de esas miradas directas y resueltas que parecían verlo de una manera en que los adultos ya no se molestaban en conseguir o habían olvidado, pero con el tiempo primero acabó acostumbrándose a ellos y luego les tomó cariño, y con el paso de los meses ellos también fueron mostrándose más tranquilos y calmados en su callada presencia y se esforzaban por replicar sobre el papel con sus carboncillos el cuenco azul y blanco de estilo chino y con membrillos que David había dispuesto sobre un taburete, al frente del aula.
Ese día oyó la música antes incluso de abrir la puerta —algo conocido, una canción popular, una canción que no consideraba adecuada para los oídos infantiles—, y alargó la mano hacia el pomo, que giró con brusquedad; sin embargo, antes de que pudiera mostrar su enojo o consternación, de repente se vio asaltado por varias imágenes y sonidos que lo dejaron mudo y paralizado.
Allí, al frente del aula, se hallaba el destartalado piano, largo tiempo olvidado y relegado a un rincón de la clase, con la madera tan combada que el instrumento, suponía David, debía de estar desafinado. Sin embargo, lo habían reparado, limpiado y colocado en medio de la sala como si se tratara de un elegante piano de cola, y sentado a él había un joven, tal vez unos años menor que David, de cabello oscuro, engominado hacia atrás como si fuera de noche y estuviera en una fiesta, y rostro atractivo, animado y hermoso, un semblante que complementaba su bonita voz, con la que entonaba:
¿Por qué vives solo? ¿Por qué así estás?
¿No tienes hijos? ¿Tampoco un hogar?
Tenía la cabeza echada atrás, exponiendo el cuello, un cuello largo pero fuerte y flexible, como una serpiente, y David se quedó mirando el músculo que se movía en su garganta mientras cantaba, una perla que se deslizaba arriba y abajo:
Las luces brillaban en el salón,
la música entonaba un dulce son.
Llegó mi amada, mi amor, mi todo,
«Querría agua, ¿me traes un poco?».
A mi regreso, un hombre había,
cubriendo a besos a la amada mía.
Era de esas canciones que se oían en lugares de reputación dudosa, en teatros de variedades y minstrels, y por lo tanto muy inapropiada para cantársela a los niños, sobre todo a esos, que dadas sus circunstancias debían de sentir una inclinación natural hacia aquel tipo de entretenimientos sensibleros. Aun así, David se descubrió incapaz de articular palabra, tan cautivado como los niños por aquel hombre, por su voz dulce y grave. Solo había oído aquella canción interpretada a tiempo de vals, almibarada y lastimera, pero el joven la había transformado en algo alegre y animado, y la empalagosa historia —una niña le pide a su anciano tío soltero que le explique por qué nunca se ha enamorado, no ha tenido pareja ni ha formado una familia— se había convertido en algo chispeante y lleno de vida. En parte, David la odiaba porque intuía que tal vez llegara un día en que pudiera cantarla por experiencia propia, que en ella residía su destino inevitable; sin embargo, en esa versión, el protagonista parecía entonarla con desenfado y despreocupación, como si, lejos de considerarla un menoscabo, la soltería lo hubiera librado de un futuro sombrío.
Tras el final del baile, tras el primer albor,
tras la partida de todos, tras el último adiós,
más de un corazón roto hallarás, mi primor,
muchos anhelos se tuercen, tras el cotillón.
El joven acabó con una floritura, se levantó e hizo una reverencia ante los veintitantos niños allí reunidos, que habían estado escuchando extasiados y que en ese momento rompieron en ovaciones y aplausos. David envaró la espalda y se aclaró la garganta.
Al oír el carraspeo, el hombre lo miró y lo obsequió con una sonrisa, tan amplia y radiante que David volvió a aturullarse.
—Niños, creo que os he hecho llegar tarde a la clase siguiente —dijo—. No, nada de gruñidos, que es de mala educación. —David se ruborizó—. Id a buscar vuestros cuadernos de dibujo y nos veremos la semana que viene.
Sin dejar de sonreír, echó a andar en dirección a David, que seguía en la puerta.
—Permítame decirle que se trata de una canción muy extraña para unos niños —comentó, procurando por todos los medios sonar severo, pero, lejos de sentirse ofendido, el hombre rio como si David estuviera gastándole una broma.
—Supongo que sí —reconoció de buen talante, y a continuación, sin darle oportunidad de replicar, añadió—: Qué descortés por mi parte, no solo he hecho que se retrasara o, mejor dicho, he retrasado su clase, ¡porque usted ha llegado a tiempo!, sino que tampoco me he presentado. Soy Edward Bishop, el nuevo profesor de música de esta magnífica institución.
—Ya veo —contestó David, sin saber muy bien cómo había cedido las riendas de la conversación tan deprisa—. Bueno, debo decir que me ha sorprendido mucho oír...
—Y sé quién es usted —lo interrumpió el joven, aunque de manera tan encantadora, tan efusiva, que volvió a desarmarlo—. Es el señor David Bingham, de los Bingham de Nueva York. Supongo que no hace falta que añada lo de «Nueva York», ¿verdad? Aunque seguro que hay más Bingham en alguna parte de los Estados Libres, ¿no cree? Los Bingham de Chatham, por ejemplo, o los Bingham de Portsmouth. Me pregunto qué deben de sentir todos esos Bingham de menor importancia sabiendo que su apellido siempre remitirá a una sola familia, que no es la suya, y que, por lo tanto, están condenados a ser una decepción constante cuando les pregunten: «Ah, ¿de esos Bingham?», y se vean obligaos a responder, con una disculpa: «Oh, me temo que no, de los Bingham de Utica», y a ver la cara larga de su interlocutor.
David se quedó sin habla ante aquel discurso articulado con tanta alegría y agilidad, y respondió de manera forzada lo único que se le ocurrió:
—Nunca lo había pensado.
Lo cual provocó de nuevo la risa del joven, aunque se trató de una risa suave, como si David hubiera dicho algo ingenioso y hubieran compartido una confidencia.
—Bueno, señor David Bingham —dijo a continuación sin abandonar el tono alegre mientras posaba la mano en el brazo de David—, ha sido un placer conocerlo, y le pido disculpas de nuevo por alterar el horario.
Después de que la puerta se cerrara tras él, fue como si algo fundamental abandonara la habitación; los niños, que habían estado despiertos y atentos hasta ese momento, de pronto languidecieron, abatidos, e incluso David se sintió decaído, como si su cuerpo fuera incapaz de seguir representando la farsa de entusiasmo y rectitud que exigía una vida ejemplar.
Aun así, trató de sacar la clase adelante.
—Buenas tardes, niños —saludó, y recibió un tibio «Buenas tardes, señor Bingham» en respuesta mientras disponía sobre el taburete el bodegón del día: un jarrón vidriado de color cremoso en el que colocó varias ramas de acebo.
Como de costumbre, ocupó su lugar al fondo del aula, tanto para poder supervisar a los niños como para dibujar también si así lo deseaba. Sin embargo, ese día era como si el único objeto que ocupaba la habitación fuera el piano, situado detrás del taburete y su triste adorno floral; y a pesar de su aspecto maltrecho, parecía la pieza más hermosa y fascinante de la estancia: un faro, algo brillante y puro.
Miró a la alumna que tenía a la derecha, una niñita desaliñada de ocho años, y vio que no solo estaba esbozando (con poca traza) el jarrón y las flores, sino también el piano.
—Alice, solo hay que dibujar la naturaleza muerta —le recordó.
Ella alzó la carita demacrada en la que resaltaban sus grandes ojos y aquellos dos dientes protuberantes que parecían fragmentos de hueso.
—Lo siento, señor Bingham —susurró, y David suspiró.
¿Cómo no iba a querer incluir el piano cuando ni siquiera él era capaz de apartar los ojos del instrumento, como si también él albergara la esperanza de hacer aparecer al pianista con solo desearlo, como si su fantasma continuara en el aula?
—No pasa nada, Alice —dijo—. Empieza de nuevo en una hoja limpia.
A su alrededor, los demás niños estaban callados y huraños; incluso los oía moverse en sus asientos. Era absurdo que le afectara tanto, pero no podía evitarlo; creía que les gustaba su clase, o que al menos les gustaba casi tanto como a él había acabado gustándole enseñarles, pero tras presenciar su arrobamiento anterior, sabía que aquello había dejado de ser cierto, si es que lo había sido alguna vez. Él era como darle un mordisco a una manzana, pero Edward Bishop era esa manzana horneada en una tarta de corteza hojaldrada y mantecosa espolvoreada de azúcar, y después de probar algo así no había vuelta atrás.
Esa noche, a pesar del buen humor de su abuelo —¿acaso era todo el mundo tan feliz?—, se mostró huraño durante la cena, que apenas probó aunque habían servido su plato favorito, pichón asado y unos cardos guisados, y cuando el anciano le preguntó, como todos los miércoles, qué tal había sido la clase, se limitó a murmurar un «Bien, abuelo», cuando por lo general trataba de hacerlo reír contándole anécdotas de lo que habían dibujado los niños, de lo que le habían preguntado y cómo había repartido la fruta o las flores del bodegón entre los alumnos que lo habían hecho mejor.
Pero el abuelo pareció no darse cuenta de su introspección, o al menos decidió no comentar nada, y después de la cena, cuando subía fatigosamente la escalera que conducía a la sala de estar, David tuvo una ridícula visión de Edward Bishop y de lo que podría estar haciendo mientras él se preparaba para pasar otra noche en casa, cerca del fuego, sentado frente a su abuelo: el joven estaría en uno de esos locales que David solo había visitado una vez, con el largo cuello expuesto y la boca abierta como si entonara una canción, rodeado de otros hombres y mujeres jóvenes y apuestos, todos ataviados con sedas de vivos colores, y el ambiente sería festivo, y el aire olería a lirios y champán mientras, sobre sus cabezas, una araña de cristal tallado arrojaría trémulos destellos luminosos por toda la estancia.
V
Los seis días hasta la clase siguiente transcurrieron con mayor lentitud de lo habitual, y el miércoles David llegó tan pronto, animado por la expectativa, que decidió dar un paseo para tranquilizarse y hacer tiempo.
La institución ocupaba un edificio de planta cuadrada y grandes dimensiones, sencillo pero bien mantenido, situado en la esquina de la Doce Oeste con Greenwich Street, un emplazamiento que había ido perdiendo respetabilidad a lo largo de las décadas con la llegada, tres manzanas al norte y una al oeste, de los burdeles a esos barrios de la ciudad. Cada pocos años, los administradores de la escuela debatían si buscar una nueva ubicación, pero al final siempre decidían quedarse donde estaban, pues formaba parte de la idiosincrasia de la ciudad que polos evidentemente opuestos —los ricos y los pobres, los arraigados y los recién llegados, los inocentes y los delincuentes— vivieran muy cerca unos de otros, dado que no había suficiente espacio disponible para posibilitar las divisiones naturales. David bajó por Perry Street, dobló hacia el oeste y subió por Washington Street, pero tras completar el circuito dos veces, reconoció que hacía mucho frío incluso para él y se vio obligado a detenerse y a echarse el aliento en las manos mientras regresaba al coche de caballos para recoger el paquete que había llevado consigo.
Hacía meses que prometía a los niños dejarles dibujar algo fuera de lo habitual, pero ese día, cuando le entregó el objeto a Jane para que lo envolviera en papel y lo atase con cordel, comprendió que también esperaba que Edward Bishop lo viera cargando con algo tan extraño y aparatoso que despertara su curiosidad, incluso que lo acompañara para ver cómo lo desenvolvía, que quedara impresionado. Naturalmente, aquello no lo enorgullecía, como tampoco la emoción que lo embargaba cuando atravesó el vestíbulo de camino al aula, consciente de su respiración acelerada, del corazón en su pecho.
Sin embargo, cuando abrió la puerta no encontró nada —ni música, ni joven, ni arrobamiento—, solo a sus alumnos, jugando, peleándose y gritando, y, tras advertir su presencia, avisándose con empujones para guardar silencio.
—Buenas tardes, niños —saludó mientras se rehacía de la sorpresa—. ¿Dónde está vuestro profesor de música?
—Ahora viene los jueves, señor —oyó que contestaba uno.
—Ah —musitó, reparando tanto en su desilusión, esa cadena de hierro alrededor del cuello, como en la vergüenza que le producía.
—¿Qué hay en el paquete, señor? —preguntó otro alumno, y David se dio cuenta de que seguía apoyado contra la puerta, sujetando con manos inertes el objeto que acunaba en los brazos.
De pronto le pareció algo ridículo, una farsa, pero era lo único que les había llevado para dibujar, y no había nada más en el aula con que componer un cuadro, así que lo acercó a la mesa que había al frente de la sala y lo desenvolvió, con cuidado, para mostrarles la estatua: un duplicado en yeso de un torso romano de mármol. Su abuelo era dueño del original, comprado durante su propio Grand Tour, y había encargado una réplica cuando David aprendía a dibujar. No tenía ningún valor monetario, pero David lo había reproducido muchas veces a lo largo de los veintitantos años que hacía que lo tenía, y mucho antes de que viera el pecho de otro hombre, la escultura le había enseñado todo lo que sabía sobre anatomía, sobre cómo los músculos se superponen a los huesos, y la piel a los músculos, sobre el único y femenino pliegue que aparecía en un lado del abdomen cuando te agachabas en una dirección, sobre los dos surcos que, como flechas, apuntaban hacia la ingle.
Al menos había despertado el interés de los niños, que incluso parecían impresionados, y cuando lo depositó en el taburete, les habló de las estatuas romanas y de que la mayor expresión del talento de un artista se encontraba en la representación de la forma humana. Mientras observaba cómo dibujaban, mirando el papel primero y lanzando luego ojeadas breves y fugaces a la estatua, pensó en John, quien consideraba que aquellas clases eran una pérdida de tiempo. «¿Para qué educarlos en algo que no desempeñará ningún papel en sus vidas de adulto?», se preguntaba. John no era el único que pensaba de ese modo; incluso el abuelo, a pesar de la indulgencia que le profesaba, creía que se trataba de un pasatiempo peculiar, cuando no cruel, exponer a los niños a aficiones e intereses cuyo cultivo exigía un tiempo, y sobre todo un dinero, de los que probablemente nunca dispondrían. Sin embargo, David sostenía que les enseñaba algo para cuyo disfrute solo se necesitaba un pedazo de papel y un poco de tinta o un trozo de carboncillo; además, defendía ante su abuelo, si el servicio entendiera mejor el arte, si conociera su valor e importancia, tal vez sería más considerado y apreciaría más las obras que contenían las casas que limpiaban y cuidaban, ante lo cual el abuelo —quien a lo largo de los años había visto varias de sus posesiones destruidas sin querer a manos de criadas y lacayos torpes— no pudo por menos que reír y reconocer que tal vez tuviera razón.
Esa noche, después de acompañar un rato al abuelo, regresó a su habitación y recordó que por la tarde, sentado al fondo del aula dibujando junto a sus alumnos, había imaginado a Edward Bishop apoyado en el taburete, no el busto de yeso, y que tras dejar el lápiz se había obligado a pasearse entre los niños, examinando sus esbozos para distraerse.
Al día siguiente, jueves, estaba tratando de encontrar un motivo para volver a visitar la escuela cuando le notificaron que Frances deseaba verlo a fin de revisar una discrepancia que había aparecido en los libros de contabilidad relacionada con la fundación de los Bingham, la cual financiaba todos sus variados proyectos. Naturalmente, no tenía excusa para no estar disponible, y sabía que Frances también lo sabía, de manera que se vio obligado a acercarse hasta el centro de la ciudad, donde repasaron los libros hasta que descubrieron que una mancha había transformado un uno en un siete, y de ahí el descuadre. Un siete por un uno, qué error tan ridículo..., y, sin embargo, de no haberlo encontrado, habrían hecho llamar a Alma para que rindiera cuentas, y puede que los Bingham incluso hubieran prescindido de sus servicios. Cuando acabaron, aún habría tenido tiempo para llegar a la escuela antes de que terminara la clase de Edward, pero su abuelo le pidió que se quedara a tomar un té y, una vez más, no disponía de motivos para rechazar la invitación; su ocio era tan notorio que se había convertido en su propia cárcel..., en un horario, a falta de este.
—Pareces muy nervioso —observó el abuelo mientras le servía un poco de té—. ¿Te esperan en algún sitio?
—No, en absoluto —contestó.
Se marchó tan pronto como se lo permitió la buena educación, subió al carruaje y le pidió al cochero que se apresurara, por favor, aunque cuando llegaron a la Doce Oeste ya pasaban bastante de las cuatro y era poco probable que Edward siguiera rondando por allí, sobre todo con el frío que hacía. Sin embargo, ordenó al cochero que esperara y se dirigió al aula con paso decidido, cerrando los ojos y tomando aire antes de girar el pomo y soltándolo al no oír nada procedente del interior.
—Señor Bingham —oyó que alguien decía entonces—, ¡qué sorpresa verlo aquí!
A pesar de que había ido con la esperanza de que se produjera ese encuentro, al abrir los ojos y toparse con Edward Bishop, con la sonrisa radiante de siempre, los guantes en la mano y la cabeza ladeada como si acabara de formularle una pregunta, se descubrió incapaz de responder y su expresión debió de delatar en parte dicha confusión, porque Edward se acercó a él con un gesto repentino de preocupación.
—Señor Bingham, ¿se encuentra bien? —quiso saber—. Está usted muy pálido. Venga, siéntese en una de estas sillas, le traeré un poco de agua.
—No, no —consiguió musitar al fin—, estoy perfectamente. Es solo... Pensé que quizá me dejé aquí ayer el cuaderno de dibujo... Lo he estado buscando y al no encontrarlo... Pero ya veo que he debido de extraviarlo en alguna otra parte... Siento haberlo interrumpido.
—¡Pero si no me ha interrumpido! Perder el cuaderno de dibujo... Qué lástima, no sé lo que haría si perdiera el mío. Permítame que eche un vistazo.
—No se moleste —le pidió David con un hilo de voz.
Se trataba de una burda mentira, el aula disponía de tan pocos muebles que escaseaban los lugares donde pudiera encontrarse su cuaderno de dibujo imaginario, pero Edward ya se había puesto a buscarlo abriendo los cajones vacíos de la mesa que había al frente del aula, mirando en el armario vacío que se alzaba detrás de la mesa, junto a la pizarra, incluso agachándose, a pesar de las protestas de David, para echar un vistazo debajo del piano (como si David no hubiera visto de inmediato el cuaderno de dibujo —a salvo en su estudio— de haberse encontrado allí). Edward acompañaba la búsqueda con exclamaciones de preocupación y disgusto en solidaridad con David. Tenía una manera de expresarse muy afectada, histriónica y deliberadamente anticuada —con todos esos «¡Oh!» y «¡Ah!»—, pero resultaba menos irritante de lo que cabría esperar. Era un habla forzada y natural al mismo tiempo, y, lejos de sonar pretenciosa, parecía reflejar cierta sensibilidad artística, un asomo de vivacidad y buena disposición, como si Edward Bishop hubiera renunciado a mostrarse demasiado serio, como si la seriedad, esa con que la mayoría de las personas se enfrentan al mundo, fuera lo afectado, y no el entusiasmo.
—Pues parece que no está aquí, señor Bingham —anunció el joven al final, irguiéndose y mirándole a los ojos con una expresión, un atisbo de sonrisa, que David no supo interpretar.
¿Se trataba de un coqueteo, incluso de una seducción, una confirmación de los papeles que interpretaban en esa curiosa pantomima? ¿O era de carácter (lo más probable) jocoso, incluso burlón? ¿A cuántos hombres con planes y afectos ridículos habría soportado Edward Bishop en su corta vida? ¿Cómo de larga era la lista a la que David debía añadir su nombre?
Le habría gustado poner fin a aquel teatrillo, pero no sabía cómo. A pesar de ser su autor, comprendió demasiado tarde que no había elaborado una conclusión antes de empezar.
—Ha sido muy amable al buscarlo —dijo, desolado, bajando la vista al suelo—, pero estoy seguro de que sigue en casa y que no lo he encontrado por no haberlo dejado en su sitio. No debería haber venido... No quiero molestarlo más.
«Nunca más —se prometió—. Nunca más volveré a molestarte». Y aun así, permaneció donde estaba.
Se hizo un silencio, y cuando Edward habló, lo hizo con una voz distinta, menos excesiva, menos todo.
—No ha sido ninguna molestia, en absoluto —aseguró y, tras otra pausa, añadió—: Hace mucho frío en esta aula, ¿no cree?
(Lo hacía. La gobernanta no caldeaba el edificio durante las horas lectivas, pues, según aseguraba, ello aumentaba la concentración de sus tutelados y les enseñaba determinación. Los niños se habían acostumbrado al frío, pero los adultos no lo habían conseguido: no había maestro o miembro del personal que no fuera envuelto en abrigos y chales. David había visitado el instituto una vez a última hora de la tarde y le había sorprendido encontrarlo caldeado, incluso acogedor).
—Sí, siempre —contestó, aún abatido.
—Había pensado ir a tomar un café para entrar en calor —comentó Edward, y al ver que David no decía nada, pues una vez más este dudaba acerca de cómo interpretar aquella declaración, insistió—: Si le apetece, hay un café a la vuelta de la esquina.
Accedió incluso antes de saber que iba a hacerlo, antes de poder poner objeción alguna, antes de analizar el verdadero significado de la invitación, y acto seguido, para su sorpresa, Edward se abotonaba el abrigo, salían de la escuela y doblaban hacia el este para bajar por Hudson Street. No hablaron, aunque Edward canturreó algo por el camino, otra canción popular, y por un momento David no supo qué pensar. ¿Sería Edward todo fachada? Había dado por sentado que, detrás de las sonrisas y los gestos, de aquellos dientes blancos y perfectos, había una persona seria, pero ¿y si no era así? ¿Y si no era más que un frívolo, un hombre entregado al hedonismo?
Aunque ¿qué más daba si lo era?, se dijo a continuación. Le había propuesto ir a tomar un café, no matrimonio, pero al recordárselo pensó en Charles Griffith y en que no había vuelto a tener noticias suyas desde su último encuentro, antes de Navidad, y sintió que el calor ascendía por su cuello a pesar del frío.
Llegaron al café, que se asemejaba más a una especie de salón de té que a una cafetería: era un local estrecho y de suelo irregular, con mesas de madera tambaleantes y taburetes sin respaldo. La parte delantera hacía las veces de tienda, por lo que tuvieron que abrirse paso como pudieron entre la clientela que examinaba los distintos barriles de café en grano, flores de camomila desecadas y hojas de menta, los cuales servían en bolsitas de papel y pesaban en una balanza de latón los dos empleados chinos del establecimiento, que sumaban los números en un ábaco de cuentas de madera cuyo repiqueteo constante dotaba al lugar de su propia música de percusión. A pesar de todo, o tal vez gracias a ello, el ambiente era animado y agradable, y los dos hombres encontraron donde sentarse cerca de la chimenea, que cada dos por tres escupía chispas chisporroteantes que dibujaban espirales en el aire como si fueran fuegos artificiales.
—Dos cafés —le pidió Edward a la camarera, una chica oriental rolliza, que asintió y se alejó al trote.
Se miraron un momento a los ojos, sentados frente a frente, hasta que Edward sonrió, y David le sonrió a su vez, y sonrieron al ver que se sonreían, tras lo cual se echaron a reír los dos al mismo tiempo. Entonces Edward se inclinó hacia él, como si fuera a hacerle una confidencia, pero apenas había abierto la boca cuando entró un nutrido grupo de hombres y mujeres —estudiantes universitarios, a juzgar por el tono y el aspecto—, que se acomodaron en una mesa cercana a la suya sin interrumpir siquiera el debate que mantenían, el mismo que llevaba décadas estando de moda entre los jóvenes en edad universitaria, incluso desde antes de la guerra de Rebelión.
—Lo único que digo es que nuestro país no podrá considerarse libre hasta que acoja al Negro como ciudadano de pleno derecho —decía una guapa jovencita de facciones afiladas.
—Pero si es bien recibido —protestó el joven que tenía enfrente.
—Sí, pero solo si va de camino a Canadá o al Oeste. ¡No deseamos que se quede! Y cuando decimos que abrimos las fronteras a cualquier colono no nos referimos a él, ¡aun cuando está más perseguido que aquellos a quienes ofrecemos refugio! ¡Nos creemos mucho mejores que América y las Colonias, y no lo somos!
—Pero el Negro no es como nosotros.
—¡Por supuesto que lo es! ¡He conocido, bueno, yo no, mi tío, cuando viajaba por las Colonias, a varios de ellos que son exactamente como nosotros!
Varios estudiantes protestaron ante aquellas palabras, tras lo que intervino un joven de acento flemático y arrogante:
—Anna aún querrá hacernos creer que incluso había pieles rojas como nosotros y que no deberíamos haberlos erradicado, sino haberlos abandonado en su estado salvaje.
—¡Pero es que el Indio era como nosotros, Ethan! ¡Está más que documentado!
Toda la mesa recibió sus palabras a gritos y, entre el jaleo que organizaban, el repiqueteo de los ábacos, más contundente que antes, y el calor que desprendía el hogar que quedaba a su espalda, David empezó a sentirse mareado, lo que debió de traslucir su rostro, ya que Edward volvió a inclinarse sobre la mesa y le preguntó, casi a voz en cuello, si prefería ir a otro sitio, a lo que David contestó que sí.
Edward fue a buscar a la camarera para decirle que ya no era necesario que les sirvieran los cafés, y a continuación se abrieron paso junto a la mesa de los estudiantes y entre los clientes que esperaban bolsas de té y se encontraron de nuevo en la calle, que, a pesar de su vida y actividad, pisaron con alivio, pues les pareció espaciosa y tranquila.
—A veces hay mucho ruido en el café —dijo Edward—, sobre todo hacia el final de la tarde, tendría que haberlo recordado. Pero está bien, por lo general, de verdad.
—No lo dudo —murmuró David con educación—. ¿Conoce algún otro lugar cerca al que podamos ir?
Aunque llevaba seis meses dando clase en la escuela, no era un barrio por el que soliera pasear. Sus visitas a esa zona de la ciudad eran breves y tenían un propósito, y se consideraba demasiado mayor para frecuentar los pubs y los cafés baratos que atraían a los estudiantes hasta aquellas calles.
—Bueno, podríamos ir a mi piso —dijo Edward al cabo de un momento—, si no le importa. Está muy cerca.
A David le sorprendió la invitación, pero también se sintió complacido ya que ¿acaso no era justamente ese tipo de comportamiento lo que lo había atraído de Edward desde el principio? El atisbo de un espíritu libre, aquella despreocupada indiferencia ante las convenciones, aquella dispensa de viejos formalismos y modos de conducta. Edward era moderno y, en su presencia, David se sentía igual; tanto era así que aceptó de inmediato, envalentonado por la irreverencia de su nueva amistad, y Edward, tras asentir con la cabeza como si hubiera esperado esa respuesta (a pesar del aturdimiento momentáneo de David ante su propia audacia), le mostró el camino y echó a andar calle arriba hasta que doblaron por Bethune Street. La flanqueaban viviendas elegantes, casas nuevas de ladrillo rojo en cuyas ventanas parpadeaban velas —solo eran las cinco de la tarde, pero el anochecer empezaba a perfilarse a su alrededor—; sin embargo, Edward continuó caminando y las dejó atrás hasta llegar a un gran edificio, destartalado y en otros tiempos señorial, muy cerca del río, una de aquellas mansiones en las que se criara el abuelo de David, aunque en malas condiciones, con una puerta de madera hinchada de la que Edward tuvo que tirar varias veces para poder abrirla.
—Cuidado con el segundo escalón, falta una parte —avisó antes de volverse hacia David—. No es Washington Square, no se lo negaré, pero es mi casa.
Lo dijo a modo de descargo, pero la sonrisa —¡esa sonrisa radiante!— convirtió sus palabras en algo distinto: no tanto en un alarde, quizá, como en una declaración de principios.
—¿Cómo sabe que vivo en Washington Square? —preguntó él.
—Es de dominio público —contestó Edward, aunque la respuesta parecía insinuar que, en cierta manera, vivir en Washington Square era mérito de David, algo digno de felicitación.
Una vez en el interior (tras haber evitado el enojoso segundo escalón), David vio que la mansión había sido reconvertida en una casa de huéspedes: a la izquierda, donde debería encontrarse el salón, había una especie de sala de desayunos con media docena de mesas de estilos diferentes y una docena de sillas, cada una también de su estilo. Saltaba a la vista que los mu