Al paraíso

Hanya Yanagihara

Fragmento

cap-2

I

Había adquirido la costumbre de dar un paseo por el parque antes de cenar: diez vueltas, algunas noches tan lentas como le apeteciera, otras a paso vivo, y luego regresaba a los peldaños de la puerta de entrada y subía a su habitación para lavarse las manos y enderezarse la corbata antes de bajar de nuevo y sentarse a la mesa. Ese día, sin embargo, cuando iba a salir, la pequeña criada que le tendía los guantes se dirigió a él:

—El señor Bingham dice que le recuerde que hoy vienen a cenar su hermano y su hermana.

—Sí, gracias por recordármelo, Jane —repuso, como si en efecto se le hubiera olvidado, a lo que la muchacha hizo una leve reverencia y cerró la puerta tras él.

Debería haber ido más deprisa que si fuera dueño de su tiempo, pero se descubrió haciendo adrede todo lo contrario: caminando con paso tranquilo, reparando en cómo resonaba en el aire frío el decidido repiqueteo de los tacones de sus botas sobre los adoquines. El día había llegado a su término, casi, y el cielo tenía ese tono de tinta púrpura especialmente intenso que no era capaz de ver sin acordarse, con dolor, de cuando iba a la escuela y contemplaba cómo las sombras lo oscurecían todo y los contornos de los árboles se desvanecían ante él.

Pronto tendrían el invierno encima, y él solo se había puesto el abrigo fino, pero aun así siguió adelante con los brazos bien cruzados sobre el pecho y las solapas levantadas. Incluso después de que las campanas tocaran las cinco, agachó la cabeza y continuó andando, y no fue hasta terminar la quinta circunnavegación cuando, con un suspiro, dio media vuelta para dirigirse al norte por uno de los senderos que llevaban a la casa, subió los pulcros peldaños de piedra y vio que la puerta se abría antes incluso de que él llegara a lo alto, y que el mayordomo alargaba la mano para hacerse cargo de su sombrero.

—En el salón, señor David.

—Gracias, Adams.

Se detuvo ante las puertas de la estancia, se pasó las manos varias veces por el pelo —una costumbre nerviosa que tenía, igual que la de alisarse el rizo del flequillo cuando leía o dibujaba, o la de deslizar el índice bajo la nariz cuando pensaba o esperaba su turno ante el tablero de ajedrez, o cualquier otra de la serie de tics a los que era dado— antes de volver a suspirar y abrir ambas puertas a un tiempo con un gesto que transmitía un aplomo y una convicción que, por supuesto, no poseía. El grupo al completo se volvió para mirarlo, pero con indiferencia, ni contentos ni consternados de verlo. Era una silla, un reloj, un chal echado sobre el respaldo del sofá; algo que el ojo había registrado tantas veces que la mirada pasaba por alto, algo cuya presencia resultaba tan familiar que ya se había esbozado e incorporado a la escena antes de que se alzara el telón.

—Otra vez tarde —dijo John sin darle oportunidad de abrir la boca, aunque con un tono suave con el que no parecía querer regañarlo, si bien con John nunca se sabía del todo.

—John —lo saludó David haciendo caso omiso del comentario de su hermano y estrechándole la mano, igual que a su marido, Peter—. Eden... —Le dio un beso primero a su hermana y luego a la mujer de esta, Eliza, en la mejilla derecha—. ¿Dónde está el abuelo?

—En la bodega.

—Ah.

Todos continuaron de pie en silencio y, por un instante, David sintió el apuro que con frecuencia le provocaba que ellos tres, los hermanos Bingham, no tuvieran nada que decirse —o que, más bien, no supieran cómo hacerlo— si no estaban en presencia de su abuelo, como si lo único que justificara la existencia del otro en sus vidas no fuera el hecho de compartir la misma sangre o el mismo pasado, sino él.

—¿Un día ajetreado? —preguntó John, dirigiéndole una mirada fugaz pero con la cabeza inclinada sobre su pipa, así que David no pudo interpretar la intención del comentario.

Cuando dudaba, solía adivinar el verdadero propósito de su hermano observando el rostro de Peter; Peter hablaba menos pero era más expresivo, y a menudo David pensaba que ambos funcionaban como una sola unidad comunicativa: Peter iluminaba con los ojos y la mandíbula lo que decía John, o John articulaba los ceños, las muecas y las leves sonrisas que afloraban a la cara de Peter; sin embargo, en esa ocasión Peter se mantuvo igual de circunspecto que lo había sido la voz de John, por lo que no le sirvió de ayuda y se vio forzado a contestar como si la pregunta careciera de segundas intenciones, lo cual tal vez fuera cierto.

—No demasiado —dijo, y la realidad contenida en esa respuesta, su obviedad, su irritabilidad, resultó tan cruda e incontestable que de nuevo pareció que la sala se sumía en el silencio, y que incluso John se avergonzaba de haber formulado aquella pregunta.

Así pues, David quiso intentar algo que hacía a veces, y que resultaba peor, que consistía en explicarse, en tratar de dar voz y forma a lo que eran sus días.

—He estado leyendo...

Ah, pero se libró de una humillación mayor porque ahí estaba su abuelo, que entró en el salón sosteniendo en alto una oscura botella de vino cubierta por una capa de polvo que parecía fieltro gris ratón y soltó una exclamación triunfal —¡la había encontrado!— antes incluso de reunirse con ellos y decirle a Adams que había un cambio de planes y que la decantara ya para tomarla con la cena.

—Vaya, mirad esto, en el tiempo que he tardado en dar con esa dichosa botella, aquí tenemos otra encantadora aparición —añadió, y obsequió a David con una sonrisa antes de volverse hacia el grupo para incluirlos a todos, como invitándolos a seguirlo al comedor, cosa que hicieron, donde disfrutarían de una de sus habituales cenas mensuales de domingo, los seis en sus sitios habituales alrededor de la mesa de roble resplandeciente (el abuelo en la cabecera, David a su derecha y Eliza a la de él, John a la izquierda del abuelo y Peter a la suya, Eden en el extremo contrario) y con su habitual conversación intrascendente y murmurada: novedades del banco, novedades de los estudios de Eden, novedades de los niños, novedades de las familias de Peter y Eliza.

Fuera, el mundo bramaba y ardía en llamas (los alemanes se internaban cada vez más en África, los franceses seguían abriéndose paso a mandobles en Indochina y, más cerca, los últimos horrores de las Colonias: tiroteos y ahorcamientos y palizas, inmolaciones, sucesos demasiado terribles para imaginarlos siquiera y, aun así, a la vez tan próximos), pero a ninguna de esas cosas, sobre todo a las más cercanas, se le permitía penetrar en la nube de las cenas del abuelo, en las que todo era suave y lo duro se volvía maleable; hasta el lenguado al vapor había sido cocinado con tal maestría que apenas había que tomarlo con la cuchara, pues las espinas se rendían ante el más delicado roce de la cubertería de plata. Y a pesar de ello, quizá más incluso por ello, era difícil impedir que el exterior se inmiscuyera, de manera que en el postre, un syllabub de vino de jengibre con la nata batida hasta conseguir una consistencia de ligerísima espuma de leche, David se preguntó si los demás estarían pensando, como él, en esa preciosa raíz de jengibre que alguien había encontrado y desenterrado en las Colonias y que había llegado hasta ellos, a los Estados Libres, donde Cook la había comprado a un precio desorbitado; ¿a quién habían obligad

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