Cuentos tempranos 1893-1912

Thomas Mann

Fragmento

cap-1

Visión[1]

Al genial artista Hermann Bahr

Cuando mecánicamente me lío otro cigarrillo y los polvillos marrones caen tambaleantes con un ligero chispeo sobre el papel secante amarillento del cartapacio, me parece poco probable que siga despierto. Y cuando la brisa vespertina, cálida y húmeda, que entra por la ventana abierta a mi lado, formando tan raras nubecillas de humo y llevándolas desde el reino de la lámpara de pantalla verde hasta la pálida oscuridad, estoy seguro de que ya sueño.

Entonces, naturalmente, la situación se vuelve grave, pues esta impresión da rienda suelta a la fantasía. Detrás de mí el respaldo de la silla cruje de un modo sorprendentemente misterioso y de repente un escalofrío recorre todos mis nervios. Esto me estorba desagradablemente en mi profundo estudio de los caprichosos signos dibujados por el humo que yerran a mi alrededor y sobre los cuales yo ya estaba casi decidido a escribir un manual.

Pero ahora la tranquilidad se va al traste. Todos los sentidos se agitan en un movimiento frenético. Febril, nervioso, desvariado. Cada sonido es un gruñido. Y confundido con todo, aumenta lo olvidado. Lo en otro tiempo grabado en el sentido de la vista, que extrañamente se repite; además, con la sensación de entonces.

¡Con qué interés observo que mi mirada se ensancha ávida cuando abraza el sitio en la oscuridad! Aquel sitio del que destaca una liviana forma plástica cada vez con más claridad. ¡Cómo la absorbe! Cierto que solo imagina, pero feliz. Y cada vez percibe más. Es decir, cada vez se va dando más; se hace más; se hechiza cada vez más…, más…, más.

Ahora está ahí, claramente visible, igual que antes, la imagen, la obra de arte del azar, surgida del olvido, recreada, formada, pintada por la fantasía, la artista fabulosamente desprovista de talento.

No es grande: pequeña. Tampoco un todo en realidad, pero sí completa como antes. Sin embargo, desvaneciéndose en la oscuridad, hacia todas partes. Un universo. Un mundo. Dentro palpita la luz y un profundo sentimiento. Pero ningún sonido. Nada penetra allí del riente ruido de alrededor. Probablemente ahora no alrededor, pero entonces sí.

Abajo, un damasco deslumbrante; lo atraviesan hojas y flores trabajadas, dentadas y redondas y onduladas. Encima, transparente y achatada y luego esbelta y destacada, una copa de cristal, medio llena de oro pálido. Enfrente, soñadora, una mano extendida. Los dedos rodean separados el pie de la copa. Sujetado en uno de ellos, un aro de plata vieja. Encima, sangra un rubí.

Cuando, después de la delicada muñeca, la mano quiere convertirse en brazo in crescendo, desaparece en el todo. Un dulce enigma. Soñadora e inmóvil descansa la mano de la muchacha. Solo cuando una vena azul claro serpentea suavemente por su fatigada blancura, palpita la vida, late la pasión lenta e intensa. Y cuando mi mirada la siente, se vuelve más y más rápida, más y más impetuosa, hasta convertirse en un espasmo suplicante: déjalo…

Pero mi mirada pesa grave y con cruel voluptuosidad, como entonces. Pesa sobre la mano en la que palpita trémula la lucha con el amor, la victoria del amor… como entonces…, como entonces…

Despacio se desprende del fondo de la copa una perla y flota hacia arriba. Al llegar a la zona de luz del rubí, llamea roja encarnada y se apaga de repente en la superficie. Allí todo desaparece, como estorbado, por más que la mirada se esfuerce en restaurar, dibujándolos, los blandos contornos.

Ahora se ha perdido; desvanecido en la oscuridad. Exhalo un profundo suspiro, profundo, pues me doy cuenta de que lo había olvidado. Como también entonces…

Cuando me reclino cansado, aparece un dolor convulsivo. Pero ahora lo sé tan cierto como antes. Sí me amas…

Y es por eso por lo que ahora puedo llorar.

cap-2

La caída

Los cuatro volvíamos a estar juntos.

Esta vez el anfitrión era el pequeño Meysenberg. Las cenas en su taller siempre tenían un encanto especial.

Era una habitación extraña, decorada en un estilo único: el de las extravagancias de artista. Jarrones etruscos y japoneses, abanicos y dagas españoles, sombrillas chinas y mandolinas italianas, conchas africanas y pequeñas estatuas antiguas, abigarradas figurillas rococó y vírgenes cerosas, viejos grabados y trabajos surgidos del propio pincel de Meysenberg: todo ello diseminado por la habitación sobre mesas, estanterías, consolas y paredes; por si fuera poco, estas últimas, al igual que el suelo, estaban cubiertas por gruesas alfombras orientales y descoloridas sedas bordadas, dispuestas en combinaciones tan estridentes que parecían señalarse unas a otras con el dedo.

Nosotros cuatro —es decir, el pequeño e inquieto Meysenberg con sus rizos castaños, Laube, un economista jovencísimo, rubio e idealista que no cesaba de pontificar dondequiera que estuviese sobre la incuestionable legitimidad de la emancipación femenina; el doctor en Medicina Selten y yo—, nosotros cuatro, pues, nos habíamos acomodado en asientos de lo más variopinto en torno a la pesada mesa de caoba que ocupaba el centro del taller y llevábamos un buen rato haciendo los honores al excelente menú que el genial anfitrión había compuesto para nosotros... Aunque hay que decir que tal vez prestábamos una atención aún mayor a los vinos. Una vez más, Meysenberg no había querido reparar en gastos.

El doctor estaba sentado en una gran silla de coro tallada a la antigua de la que, con su habitual agudeza, no cesaba de burlarse. Era el irónico del grupo. Cada uno de sus gestos despectivos estaba cargado de experiencia vital y de desdén por el mundo. Era el mayor de los cuatro y rondaría la treintena. También era el que más había «vivido» de todos.

—Un tanto libertino —decía Meysenberg—, pero divertido.

Es verdad que al doctor se le podía apreciar cierto «libertinaje» en la cara. Tenía un peculiar brillo borroso en los ojos y su negra y corta cabellera ya delataba un pequeño claro en la coronilla. El rostro, rematado por una perilla, mostraba unos rasgos burlescos que descendían de la nariz a las comisuras de la boca y que a veces incluso le procuraban cierto aire de amargura.

Como solía suceder, para cuando llegó el roquefort ya nos hallábamos sumidos en las «conversaciones profundas». Selten las llamaba así, con el desdeñoso sarcasmo de un hombre que, como él decía, hacía tiempo que había decidido convertir en su única filosofía el disfrute, sin preguntas ni escrúpulos, de esta vida terrenal que con tan poca consideración nos ha montado ese director de escena de ahí arriba, para terminar encogiéndose de hombros y preguntar:

—¿Y eso es todo?

Pero Laube, que a través de hábiles rodeos había conseguido meterse de nuevo en su elemento, ya estaba otra vez fuera de sí y gesticulaba desesperadamente en el aire desde su profunda butaca tapizada.

—¡De eso se trata! ¡De eso se trata! ¡La ignominiosa posición social de la hem

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