Cuentos tardíos 1919-1953

Thomas Mann

Fragmento

cap-1

Señor y perro[1]

Un idilio

DOBLA LA ESQUINA

Cuando la bella estación hace honor a su nombre y el gorjear de los pájaros consigue despertarme temprano, por haber terminado yo mi jornada anterior a una hora discreta, me gusta salir media horita al aire libre, sin sombrero y antes del desayuno, para dar una vuelta por la alameda que se extiende ante mi casa, o aun por los parques, más alejados, para tomar el aire fresco de la mañana y participar un poco de los goces de las límpidas horas primeras, antes de que me absorba el trabajo. Desde la escalinata, modulo entonces un silbido de dos tonos, nota fundamental y cuarta baja, como las que inician la melodía del segundo tiempo de la Inacabada de Schubert, una señal que podría pasar por la versión musical de un apelativo bisílabo. Al instante, y mientras me encamino hacia la verja del jardín, se oye, apenas perceptible al principio, pero aproximándose e intensificándose rápidamente, un tintineo suave, comparable al que produciría la placa de identificación al golpear contra el metal de un collar y, cuando me vuelvo, veo a Bauschan, que dobla la esquina en carrera desenfrenada, precipitándose hacia mí como si quisiera derribarme. El esfuerzo le hace contraer un poco el labio inferior, con lo que descubre, brillantes al sol de la mañana, dos o tres de sus caninos anteriores, de un blanco magnífico.

Viene de su caseta, situada allí detrás, bajo la galería apoyada sobre pilares, donde habrá permanecido echado, sumido en un breve sueño matinal tras la noche agitada, hasta que lo ha despabilado mi dítono silbido. La perrera tiene cortinas de tela basta y está encamada con paja, razón por la cual Bauschan suele llevar alguna que otra brizna adherida a la piel, un tanto hirsuta de estar echado, o incluso entre los dedos, aspecto que me recuerda cada vez al viejo conde de Moor, tal como lo vi un día, en una representación teatral en extremo impresionante, cuando sale de la mazmorra del hambre con una paja entre dos dedos de los míseros pies, enfundados en una malla. Instintivamente, me coloco de lado contra el bólido, en posición de defensa, pues la aparente intención del animal de lanzarse entre mis piernas y derribarme engañaría a cualquiera; pero, en el último instante, poco antes del choque, sabe frenarse y detenerse, cosa que no deja de ser una prueba magnífica de su autodominio, tanto corporal como psíquico; y entonces comienza en silencio, pues hace parco uso de su voz, tan sonora como expresiva, una complicada danza de salutación en torno a mí, consistente en una combinación de pataleos, en un desmedido menear el rabo (que no se limita al movimiento de este órgano propiamente dicho, sino que se comunica vivamente a toda la parte abdominal, hasta las costillas) y en ciertas contracciones ondulantes de su cuerpo, sumadas a ágiles y briosas cabriolas y rotaciones sobre su eje: manifestaciones todas que, ¡hecho notable!, trata de ocultar a mi mirada, ya que traslada el escenario al lado opuesto cada vez que me vuelvo a contemplarlo. Pero en cuanto me inclino y extiendo la mano, de un brinco se coloca a mi lado y, apretándose contra mi pantorrilla, se queda estático cual una estatua. Allí permanece, apoyado contra mí, clavadas las fuertes patas en el suelo, levantada la cara hacia la mía, mirándome a los ojos desde abajo, de través, y mientras yo le doy unos golpecitos en la paletilla, acompañados de cariñosas palabras pronunciadas a media voz, su inmovilidad respira la misma concentración y la misma pasión que sus anteriores expansiones bulliciosas.

Es un perdiguero alemán de pelo corto, si no se toma la denominación demasiado al pie de la letra y se entiende con cierto escepticismo; porque, en realidad, Bauschan no es un perdiguero tal como lo describen los libros con todos los pelos y señales. Para serlo le faltaría, ante todo, tal vez un poco de corpulencia, pues, hay que insistir en esto, su talla es decididamente inferior a la de un podenco; además, sus patas delanteras no son del todo rectas, sino algo curvadas hacia fuera, por lo cual difícilmente responde a la figura ideal del pura raza. Una ligera tendencia a la papada, es decir, a ese repliegue de la piel que, a modo de saco, se forma en el cuello y que puede prestar una notable expresión de dignidad, le sienta a las mil maravillas; y, con todo, los especialistas inexorables lo tacharían de defectuoso, porque en el perdiguero, según me dicen, la piel del cuello debe aparecer lisa en torno a la garganta. El pelaje de Bauschan es muy hermoso: color óxido en el fondo, atigrado de negro. Pero lleva también no poco blanco, dominante en el pecho, las patas y el vientre, mientras todo el chato hocico aparece bañado de negro. Sobre el amplio cráneo, así como en las frescas orejas, el negro forma con el pardo un bello dibujo aterciopelado; pero lo más atractivo de su figura lo constituye el remolino, pincel o borla en que se retuerce el blanco pelo del pecho, sobresaliendo horizontalmente como la arista de la coraza de una antigua armadura. Por lo demás, la riqueza de colores algo arbitraria de su piel puede ser «inadmisible» para quien anteponga las leyes de la raza a los valores personales, porque el perdiguero clásico puede presentar manchas de un color uniforme, pero no atigrado. Pero lo que más impide una clasificación esquemática de Bauschan es una cierta vellosidad colgante de las comisuras de la boca y en la parte inferior del hocico, que podría llamarse, no sin cierta apariencia de razón, bigote o mostacho, y que, estudiado con detenimiento, hace pensar, de cerca o de lejos, en el tipo del grifón.

Pero sea perdiguero o grifón, ¡qué hermoso y buen animal es Bauschan, cuando, rígidamente apoyado en mi rodilla, levanta hacia mí su mirada llena de concentrada devoción! Ante todo, es bello el ojo, dulce e inteligente, si bien tal vez un poco vidrioso. El iris es de un pardo rojizo, el mismo color del pelo, pero, de hecho, solo consiste en un estrecho anillo delimitado por el amplio círculo de la negra y luminosa pupila y el blanco del ojo, en el cual se anega. La expresión de la cabeza, una expresión de comprensiva probidad, revela la virilidad de su ser moral, que la constitución del cuerpo ratifica en lo físico: el curvado tórax, bajo cuya piel lisa y flexible se dibujan marcadamente las costillas; los apretados muslos, las inervaciones venosas de las patas, los pies fuertes y bien conformados, todo ello señal de brío y virtud viril, de campesina sangre cazadora; sí, el perro de caza y el perro de muestra prevalecen con fuerza en la personalidad de Bauschan; es un auténtico perdiguero, si se quiere conocer mi opinión, pese a que no debe su existencia a ningún acto de endogamia altiva; y esto, precisamente, puede ser el sentido de las palabras, por lo demás asaz embrolladas y sin ordenación lógica, que le dirijo al tiempo que le acaricio la paletilla.

Sigue de pie, mirando, atento al tono de mi voz, impregnada de acentos de decidida aprobación de su existencia, con los cuales subrayo enfáticamente mi discurso. Y, de repente, adelantando la cabeza y abriendo y cerrando rápidamente los labios, salta hacia mi cara, como si intentara arrancarme la nariz; pantomima que, evidentemente, quiere ser la respuesta a mis palabras e, indefectiblemente, me hace retroceder entre risas, cosa que Bauschan también sabe de antemano. Es una especie de beso aéreo, medio caricia, medio cuchufleta; una maniobra

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