Señor y perro[1]
Un idilio
DOBLA LA ESQUINA
Cuando la bella estación hace honor a su nombre y el gorjear de los pájaros consigue despertarme temprano, por haber terminado yo mi jornada anterior a una hora discreta, me gusta salir media horita al aire libre, sin sombrero y antes del desayuno, para dar una vuelta por la alameda que se extiende ante mi casa, o aun por los parques, más alejados, para tomar el aire fresco de la mañana y participar un poco de los goces de las límpidas horas primeras, antes de que me absorba el trabajo. Desde la escalinata, modulo entonces un silbido de dos tonos, nota fundamental y cuarta baja, como las que inician la melodía del segundo tiempo de la Inacabada de Schubert, una señal que podría pasar por la versión musical de un apelativo bisílabo. Al instante, y mientras me encamino hacia la verja del jardín, se oye, apenas perceptible al principio, pero aproximándose e intensificándose rápidamente, un tintineo suave, comparable al que produciría la placa de identificación al golpear contra el metal de un collar y, cuando me vuelvo, veo a Bauschan, que dobla la esquina en carrera desenfrenada, precipitándose hacia mí como si quisiera derribarme. El esfuerzo le hace contraer un poco el labio inferior, con lo que descubre, brillantes al sol de la mañana, dos o tres de sus caninos anteriores, de un blanco magnífico.
Viene de su caseta, situada allí detrás, bajo la galería apoyada sobre pilares, donde habrá permanecido echado, sumido en un breve sueño matinal tras la noche agitada, hasta que lo ha despabilado mi dítono silbido. La perrera tiene cortinas de tela basta y está encamada con paja, razón por la cual Bauschan suele llevar alguna que otra brizna adherida a la piel, un tanto hirsuta de estar echado, o incluso entre los dedos, aspecto que me recuerda cada vez al viejo conde de Moor, tal como lo vi un día, en una representación teatral en extremo impresionante, cuando sale de la mazmorra del hambre con una paja entre dos dedos de los míseros pies, enfundados en una malla. Instintivamente, me coloco de lado contra el bólido, en posición de defensa, pues la aparente intención del animal de lanzarse entre mis piernas y derribarme engañaría a cualquiera; pero, en el último instante, poco antes del choque, sabe frenarse y detenerse, cosa que no deja de ser una prueba magnífica de su autodominio, tanto corporal como psíquico; y entonces comienza en silencio, pues hace parco uso de su voz, tan sonora como expresiva, una complicada danza de salutación en torno a mí, consistente en una combinación de pataleos, en un desmedido menear el rabo (que no se limita al movimiento de este órgano propiamente dicho, sino que se comunica vivamente a toda la parte abdominal, hasta las costillas) y en ciertas contracciones ondulantes de su cuerpo, sumadas a ágiles y briosas cabriolas y rotaciones sobre su eje: manifestaciones todas que, ¡hecho notable!, trata de ocultar a mi mirada, ya que traslada el escenario al lado opuesto cada vez que me vuelvo a contemplarlo. Pero en cuanto me inclino y extiendo la mano, de un brinco se coloca a mi lado y, apretándose contra mi pantorrilla, se queda estático cual una estatua. Allí permanece, apoyado contra mí, clavadas las fuertes patas en el suelo, levantada la cara hacia la mía, mirándome a los ojos desde abajo, de través, y mientras yo le doy unos golpecitos en la paletilla, acompañados de cariñosas palabras pronunciadas a media voz, su inmovilidad respira la misma concentración y la misma pasión que sus anteriores expansiones bulliciosas.
Es un perdiguero alemán de pelo corto, si no se toma la denominación demasiado al pie de la letra y se entiende con cierto escepticismo; porque, en realidad, Bauschan no es un perdiguero tal como lo describen los libros con todos los pelos y señales. Para serlo le faltaría, ante todo, tal vez un poco de corpulencia, pues, hay que insistir en esto, su talla es decididamente inferior a la de un podenco; además, sus patas delanteras no son del todo rectas, sino algo curvadas hacia fuera, por lo cual difícilmente responde a la figura ideal del pura raza. Una ligera tendencia a la papada, es decir, a ese repliegue de la piel que, a modo de saco, se forma en el cuello y que puede prestar una notable expresión de dignidad, le sienta a las mil maravillas; y, con todo, los especialistas inexorables lo tacharían de defectuoso, porque en el perdiguero, según me dicen, la piel del cuello debe aparecer lisa en torno a la garganta. El pelaje de Bauschan es muy hermoso: color óxido en el fondo, atigrado de negro. Pero lleva también no poco blanco, dominante en el pecho, las patas y el vientre, mientras todo el chato hocico aparece bañado de negro. Sobre el amplio cráneo, así como en las frescas orejas, el negro forma con el pardo un bello dibujo aterciopelado; pero lo más atractivo de su figura lo constituye el remolino, pincel o borla en que se retuerce el blanco pelo del pecho, sobresaliendo horizontalmente como la arista de la coraza de una antigua armadura. Por lo demás, la riqueza de colores algo arbitraria de su piel puede ser «inadmisible» para quien anteponga las leyes de la raza a los valores personales, porque el perdiguero clásico puede presentar manchas de un color uniforme, pero no atigrado. Pero lo que más impide una clasificación esquemática de Bauschan es una cierta vellosidad colgante de las comisuras de la boca y en la parte inferior del hocico, que podría llamarse, no sin cierta apariencia de razón, bigote o mostacho, y que, estudiado con detenimiento, hace pensar, de cerca o de lejos, en el tipo del grifón.
Pero sea perdiguero o grifón, ¡qué hermoso y buen animal es Bauschan, cuando, rígidamente apoyado en mi rodilla, levanta hacia mí su mirada llena de concentrada devoción! Ante todo, es bello el ojo, dulce e inteligente, si bien tal vez un poco vidrioso. El iris es de un pardo rojizo, el mismo color del pelo, pero, de hecho, solo consiste en un estrecho anillo delimitado por el amplio círculo de la negra y luminosa pupila y el blanco del ojo, en el cual se anega. La expresión de la cabeza, una expresión de comprensiva probidad, revela la virilidad de su ser moral, que la constitución del cuerpo ratifica en lo físico: el curvado tórax, bajo cuya piel lisa y flexible se dibujan marcadamente las costillas; los apretados muslos, las inervaciones venosas de las patas, los pies fuertes y bien conformados, todo ello señal de brío y virtud viril, de campesina sangre cazadora; sí, el perro de caza y el perro de muestra prevalecen con fuerza en la personalidad de Bauschan; es un auténtico perdiguero, si se quiere conocer mi opinión, pese a que no debe su existencia a ningún acto de endogamia altiva; y esto, precisamente, puede ser el sentido de las palabras, por lo demás asaz embrolladas y sin ordenación lógica, que le dirijo al tiempo que le acaricio la paletilla.
Sigue de pie, mirando, atento al tono de mi voz, impregnada de acentos de decidida aprobación de su existencia, con los cuales subrayo enfáticamente mi discurso. Y, de repente, adelantando la cabeza y abriendo y cerrando rápidamente los labios, salta hacia mi cara, como si intentara arrancarme la nariz; pantomima que, evidentemente, quiere ser la respuesta a mis palabras e, indefectiblemente, me hace retroceder entre risas, cosa que Bauschan también sabe de antemano. Es una especie de beso aéreo, medio caricia, medio cuchufleta; una maniobra que le es propia desde que era cachorro y que nunca observé en ninguno de sus antecesores. Por lo demás, se disculpa enseguida con meneos de cola, breves reverencias y una marcada actitud, entre cohibida y alegre, por la libertad que se ha tomado. Luego, por la puerta del jardín, salimos al campo.
Un rumor como el del mar nos rodea, pues mi casa se halla emplazada a corta distancia del río, cuya rápida corriente salta espumante sobre llanas terrazas. Solo nos separan de él la alameda, una franja de prado cercada y plantada de jóvenes arces y un camino elevado, bordeado de corpulentos temblones, extraños gigantes de un género parecido al sauce, cuya blanca lana, portadora de la semilla, cubre cual nieve toda la comarca a principios de junio. Aguas arriba del río, en dirección a la ciudad, un grupo de zapadores trabaja en el tendido de un puente de pontones. Los pasos de las pesadas botas golpeando sobre las planchas y los gritos de mando de los oficiales resuenan por doquier. De la orilla opuesta nos llegan ruidos de actividades industriales, pues allí, un trecho más abajo, funciona una fábrica de locomotoras a un ritmo acorde con las exigencias modernas y cuyos altos ventanales brillan toda la noche cual hornos en la oscuridad. Máquinas nuevas y bellamente pintadas efectúan pruebas y corren de un lado para otro; de vez en cuando, un silbato de vapor lanza su estrepitoso falsete; un sordo fragor de impreciso origen agita a ratos el aire, y de varias chimeneas se eleva el humo, arrastrado enseguida por un viento favorable hacia los bosques del fondo, pero que solo con dificultad logra cruzar el río. Y, de esta manera, en la diversidad medio urbana y medio campesina de esta comarca, se mezclan los ruidos de la naturaleza ensimismada con los de la laboriosidad humana, todo bajo el dominio del diáfano frescor de la mañana.
Cuando me pongo en marcha pueden ser las siete y media oficialmente, pero, según el sol, son las seis y media. Con las manos cruzadas a la espalda, bañado por un sol suave, desciendo por la alameda cruzada por las alargadas sombras de los álamos y, aun cuando no veo el río, oigo, sin embargo, su paso amplio y acompasado; susurran dulcemente los árboles y el aire se llena de penetrantes chirridos, piar, gorjeos y sentidos trinos de pájaros canoros; bajo el cielo de un azul húmedo vuela un avión procedente del Este, rígida ave mecánica que avanza sin trabas, con su zumbido de cadencias cambiantes, sobre la tierra y el río; mientras, Bauschan alegra mi vista con sus largos y gráciles saltos a uno y otro lado de la baja cerca que limita el césped. En realidad salta porque sabe que me complace, pues con frecuencia lo he estimulado con gritos y palmadas a que saltara la valla, elogiándolo cuando ha correspondido a mis deseos; y también ahora se me acerca, casi después de cada salto, para que le diga que es un atrevido y elegante saltador, a lo cual responde con un brinco hasta la altura de mi rostro, y me ensucia, con la humedad del hocico, el brazo que he avanzado para protegerme. Pero un segundo propósito de esos ejercicios es una toilette gimnástica matinal; pues con aquellos movimientos se alisa el hirsuto pelaje y se sacude las briznas de paja del viejo Moor, que lo afean.
Sienta bien salir así tan de mañana, remozados los sentidos, purificada el alma por el baño saludable y el largo trago nocturnal del Leteo. Miras con robusta confianza la jornada que comienza; pero, en tu felicidad momentánea, vacilas en empezarla, al sentirte señor de un intervalo extraordinario, sin exigencias ni problemas, entre el sueño y el día, y que es como una recompensa a tu conducta moral. La ilusión de una vida metódica, sencilla, concentrada, autocontemplada, esta ilusión de pertenecerte totalmente, te hace feliz; pues el hombre se siente inclinado a considerar el estado anímico de cada momento como el verdadero, característico y constante de su vida, sea alegre o turbado, apacible o apasionado y, principalmente, a elevar en su fantasía a la categoría de hermosa ley e inquebrantable costumbre, todo feliz ex tempore, mientras, en realidad, está condenado a vivir en precario y moralmente al día. Y así crees tú también, al aspirar el aire matinal, en tu libertad y virtud, cuando deberías saber, y en el fondo sabes, que el mundo tiene dispuestas todas sus redes para enredarte en ellas y que probablemente mañana volverás a quedarte en cama hasta las nueve porque te habrás acostado a las dos, acalorado, la cabeza espesa, apasionadamente divertido... Sea, pues, así. Hoy eres el hombre probo y madrugador, el verdadero amo de ese perro de caza que, saltando de nuevo sobre la valla, se alegra al ver que hoy pareces dispuesto a vivir con él, en vez de hacerlo con el mundo dejado atrás.
Seguimos la alameda cosa de cinco minutos, hasta el lugar donde deja de ser avenida para continuar paralelamente al río, convertida en árido desierto pedregoso. Dejándolo a nuestra espalda, tomamos por una carretera en construcción, amplia, dotada, como la alameda, de un camino para bicicletas, con piso de fina grava que, torciendo hacia la derecha y abriéndose paso a través de parcelas de bosque algo más bajas, conduce a la ladera que limita nuestra orilla por el este y que es el escenario vital de Bauschan. Cruzamos luego una segunda carretera que se adentra entre el bosque y los prados, a la que le espera un futuro parecido, flanqueada más arriba, del lado de la ciudad y la parada del tranvía, por casas de alquiler; y un sendero descendiente nos lleva a un terreno bellamente urbanizado, especie de jardín de balneario, pero desierto como toda la región a aquella hora, con bancos de reposo en los caminos que, a trechos, se ensanchan para dar lugar a glorietas, lugares adecuados para jugar los niños y espaciosos rasos de césped en los cuales crecen, agrupados artísticamente, árboles viejos y bien formados —olmos, hayas, tilos y álamos plateados—, de ramas tan bajas que únicamente se divisa una breve porción de sus troncos sobre la hierba. Disfruto de esta plantación tan bien cuidada, por la que no podría pasear con más libertad si fuera mía. Nada le falta. Hasta los senderos de guijarros, que descienden por las suaves laderas cubiertas de hierba, están provistos de desagües de cemento. Y hay perspectivas profundas y simpáticas en todo aquel verdor, cerrado por la arquitectura de una de las villas que, desde ambos lados, miran hacia acá.
Allí paseo un rato por los caminos mientras Bauschan, ladeando centrífugamente el cuerpo, embriagado del placer de la tierra llana, recorre los céspedes en bulliciosas carreras desordenadas o, con un ladrido, mezcla de indignación y placer, se lanza en persecución de un pajarillo que, hipnotizado por el terror o quizá para provocarlo, revolotea ante sus narices. Pero en cuanto me siento en un banco, allí está él enseguida, instalado a mis pies. Pues es una ley de su vida el correr únicamente cuando me ve en movimiento, pero mantenerse quieto tan pronto como adopto una actitud de reposo. Es algo que no parece necesario, pero no por ello Bauschan cambiará su costumbre.
Tiene algo de singular, de íntimo y gracioso a la vez, cuando lo siento echado sobre mi pie, al que comunica el calor febril de su cuerpo. Gozo y simpatía mueven mi pecho, como siempre me ocurre en su compañía, cuando lo contemplo. Tiene una manera ostensiblemente campesina de sentarse, vueltos los omóplatos hacia fuera y las patas asimétricamente recogidas hacia dentro. En esta postura, su figura parece más pequeña y maciza de lo que es en realidad, y su blanco mechón de pelo, al proyectarse hacia delante en su pecho, produce un efecto cómico. Pero la cabeza, dignamente echada hacia atrás, contrarresta, con la alta atención que respira, todo efecto desagradable que pudiera causar su pose desgarbada... Hay tanta quietud, que también nosotros permanecemos silenciosos. El rumor del río llega hasta aquí muy apagado. Los leves y misteriosos movimientos a nuestro alrededor adquieren importancia y avivan los sentidos: el ligero crujido de una lagartija que se arrastra, el aleteo de un pájaro, el topo que escarba la tierra. Las orejas de Bauschan están todo lo tensas que permite la musculatura de un perro de orejas gachas. Inclina la cabeza para aguzar el oído y las aletas de su húmeda nariz negra se mueven sin descanso mientras olfatea con agudeza.
Luego se echa, siempre en contacto con mi pie. Yace de perfil, en la actitud antiquísima y armónica del animal sagrado, de la esfinge, la cabeza y el pecho erguidos, los músculos tensos, las patas simétricamente estiradas. Como tiene calor, abre las fauces, con lo cual toda la inteligencia reflejada en su rostro se pierde en la bestialidad; los ojos pestañean y se achican y, entre los blancos y robustos colmillos, cuelga, larga y fofa, la rosada lengua.
CÓMO ADQUIRIMOS A BAUSCHAN
Una dama agradablemente gordinflona y de ojos negros, que, asistida por una hija asimismo de ojos negros y complexión robusta y sana, regentaba una posada de montaña en las cercanías de Tölz, nos deparó el conocimiento de Bauschan y su adquisición. Hace de esto dos años y el animal tenía entonces medio. Anastasia —tal es el nombre de la posadera— sabía que nos vimos obligados a matar a nuestro Percy, un perro pastor escocés, aristócrata inofensivo y desequilibrado que, a una edad ya avanzada, se vio atacado por una penosa y desfigurante enfermedad cutánea; y así llevábamos ya un tiempo sin guardián. Por eso nos comunicó un día por teléfono, desde lo alto de sus montañas, que tenía en casa, en calidad de pensionista y para la venta, un perro que satisfaría todas nuestras exigencias, al cual podíamos ir a ver a cualquier hora.
Como los niños apremiaban con su curiosidad, y la de los mayores no le iba a la zaga, al día siguiente del aviso de Anastasia emprendimos la ascensión, encontrando a la aldeana en su espaciosa cocina impregnada de cálidos y suculentos vapores, donde, arremangada y mostrando los redondos brazos y con el cuello del vestido desabrochado, preparaba con encendido y sudoroso rostro la cena de sus huéspedes, ayudada por su hija, que iba de acá para allá con reposada diligencia. Fuimos amablemente acogidos; comentó en tono elogioso que no hubiésemos diferido la visita y nos hubiéramos puesto enseguida en camino. En respuesta a nuestras miradas interrogantes, Resi, la hija, nos condujo a la mesa de la cocina, donde, apoyando las manos en las rodillas, pronunció unas lisonjeras palabras de aliento dirigidas a algún punto debajo de la mesa. Allí, atado con un gastado cordel a una de las patas, estaba un ser que nos había pasado inadvertido hasta entonces en la llameante penumbra del recinto, pero ante cuyo aspecto nadie hubiera podido reprimir una lastimera carcajada.
Allí estaba, incorporado sobre sus inseguras patas, el rabo entre las patas, los pies juntos, curvada la espalda, temblando. Tal vez temblando de miedo, pero a uno le producía la impresión de que era la falta de carne que lo abrigase, ya que aquel menguado ser estaba reducido al esqueleto: el tórax, marcado por las costillas, y la columna vertebral, cubierta de un mezquino pellejo y sustentado todo sobre cuatro zancos. Tenía gachas las orejas —posición muscular que extingue inmediatamente en la fisonomía de un perro todo asomo de inteligente alegría y que en su cara, por lo demás absolutamente infantil todavía, lograba este efecto de modo tan pleno que no expresaba sino estupidez y miseria, a la par que un insistente ruego de compasión—, a todo lo cual hay que añadir que aquello que hoy podría llamarse bigote o mostacho parecía en proporción mucho más desarrollado y contribuía a prestar a su aspecto general, ya asaz miserable, un matiz de agria melancolía.
Todos nos agachamos para dirigirle palabras de consuelo y aliento a aquella imagen de aflicción. Y, en medio del compasivo alborozo de los niños, Anastasia, desde su cocina, iba dando explicaciones sobre el carácter de su pupilo. Provisionalmente, lo llamaba Lux, y era hijo de buenos padres, decía la mujer con voz agradable y reposada. A la madre la había conocido personalmente, y del padre no había oído sino alabanzas. Lux había nacido en una alquería de Huglfing y, solo por determinados motivos, deseaban sus dueños desprenderse de él, siempre y cuando el precio ofrecido fuera razonable; por eso lo habían traído, considerando el mucho movimiento y tráfico de la casa. Habían venido en su carrito, y Lux había recorrido valientemente los veinte kilómetros trotando entre las ruedas posteriores. Anastasia pensó enseguida en nosotros, sabiendo que estábamos a la espera de un buen perro, y tenía la seguridad de que nos decidiríamos por él. Si nos decidíamos, todos estarían servidos. Por nuestra parte, quedaríamos seguramente muy satisfechos, el animal no se encontraría ya solo en el mundo, sino que habría hallado un hogar confortable y, en cuanto a ella, Anastasia, respiraría tranquila al pensar en la bestezuela. No debíamos dejarnos predisponer contra él por su aspecto en aquel momento, instaba la mujer. El ambiente nuevo y extraño lo cohibía y le quitaba la confianza en sí mismo; pero en breve tiempo demostraría que era descendiente de unos padres excelentes.
—Sí, pero era patente que no existía gran afinidad entre ellos.
—Claro que sí, ¡los dos eran animales estupendos! —El cachorro poseía las mejores virtudes; de esto respondía ella, la señora Anastasia. Además no estaba viciado, y era parco en sus necesidades, circunstancia que pesa también hoy en día. Hasta la fecha, se había mantenido casi exclusivamente con pieles de patatas. Repitió que nos lo llevásemos a casa, a prueba, sin compromiso; que si no resolvíamos adoptarlo, ella se lo quedaría y nos devolvería el dinero. Lo dijo sin temor y sin importarle que le tomásemos la palabra: conociendo al perro y a nosotros, o sea, a ambas partes, estaba persuadida de que le cogeríamos cariño y que no pensaríamos en separarnos de él.
Y aún añadió muchas otras razones del mismo tenor, con su habla agradable, fluida y tranquila, sin olvidar ni un momento su fogón, del cual, de vez en cuando, se elevaban con mágico efecto las llamas. Finalmente se acercó a nosotros y abrió con ambas manos la boca de Lux para mostrarnos sus hermosos dientes y, por otros motivos que ella se sabría, el paladar rosado y estriado. A la pregunta formulada con aire de experto, de si había tenido ya el moquillo, declaró con leve impaciencia que no podía contestarme. Y en cuanto a lo que llegaría a crecer, me respondió sin titubeos que alcanzaría la talla del difunto Percy. Siguieron aún muchos dimes y diretes, muchas calurosas porfías por parte de Anastasia, apoyada por las súplicas de los niños y, por parte nuestra, mucha perplejidad propiciatoria. Pedimos por fin un breve plazo para pensarlo, plazo que nos fue graciosamente concedido, y así emprendimos el camino del valle, pensando y contrastando nuestras impresiones.
Pero a los niños les había llegado al alma aquel saco de miserias con cuatro patas y, en cuanto a los adultos, en vano tratábamos de hacer como si nos burlásemos de su poco discernimiento y ausencia de criterio: el caso es que también nosotros sentíamos el dardo clavado en el corazón y veíamos claramente que iba a sernos difícil borrar de nuestra memoria la imagen de aquel pobre Lux. ¿Qué sería de él si lo rechazábamos? ¿A qué manos iría a parar? En nuestra fantasía se alzaba una misteriosa y espantosa figura: la del matarife, de cuyas horribles garras habíamos salvado un día a Percy mediante un par de caballerescas balas del armero y una honorable sepultura al borde del jardín. Si queríamos abandonar a Lux a un destino incierto y tal vez pavoroso, debíamos haber evitado conocerlo y estudiar su rostro infantil con sus pelos y bigotes; pero, ya que sabíamos de su existencia, nos parecía como si hubiésemos contraído una responsabilidad que difícilmente y solo violentándonos podríamos eludir. Así ocurrió que al tercer día emprendimos de nuevo la ascensión de aquella suave estribación de los Alpes. No era que nos hubiésemos decidido a comprarlo, pero bien veíamos que aquello, dadas las circunstancias concurrentes, no podía tener otra salida.
Esta vez, Anastasia y su hija estaban sentadas frente a frente, bebiendo café en la parte estrecha de la mesa de la cocina. Entre ambas estaba sentado el llamado provisionalmente Lux, sentado ya tal como acostumbra hoy a sentarse, contorneadas las paletillas al estilo campesino y adelantadas las patas, con un minúsculo ramillete de flores silvestres asomando tras el collar de gastado cuero, lo cual realzaba notablemente su figura y le prestaba de alguna manera el aspecto de un apuesto rapaz aldeano endomingado, o de un novio rústico. La joven, vistosa también con su ceñido corpiño campesino, lo había adornado de aquel modo, según dijo, para que hiciese una entrada digna en su nueva casa. Y madre e hija afirmaron que no habían albergado la más mínima duda de que volveríamos para llevarnos a nuestro Lux, y que lo haríamos aquel mismo día precisamente.
Así, nada más hubimos entrado, todo ulterior debate se hizo imposible. Anastasia nos expresó su agradecimiento a su agradable manera por la paga y señal que le entregamos, y que ascendía a diez marcos. Era evidente que nos lo entregaba más por nuestro interés que por el suyo propio o el de los dueños; su objeto era dar al pobre Lux un valor positivo y material que se quedase grabado en nuestra mente. Así lo comprendimos y entregamos gustosos el dinero. Lux fue desatado de la pata de la mesa, recibí el cabo de la cuerda y los más cordiales deseos y promesas acompañaron a nuestra comitiva al salir de la cocina de Anastasia.
No fue una marcha triunfal aquella hora de camino de regreso que efectuamos con nuestro nuevo huésped, tanto menos cuanto que, con el movimiento, no tardó el galán en perder el ramillete. En las miradas de los que encontrábamos leíamos una expresión de regocijo, pero también de burlón menosprecio, manifestaciones que se fueron multiplicando cuando nuestra ruta nos condujo a través de pueblos, máxime cuando era preciso recorrerlos en toda su longitud. Para colmo, nos dimos pronto cuenta de que Lux padecía, probablemente desde hacía tiempo, de una diarrea que nos forzaba a efectuar frecuentes paradas a la vista de los aldeanos. Nosotros nos colocábamos entonces en torno a él, formando un círculo protector de sus íntimas miserias, mientras nos preguntábamos si no sería aquello ya el moquillo, que exteriorizaba sus malignos síntomas, vana preocupación, como lo probaría el tiempo, y que tuvo la virtud de poner de manifiesto el hecho de que nos hallábamos ante una naturaleza sana y robusta que, hasta el momento presente, ha desafiado victoriosamente toda clase de pestes y epidemias.
No bien hubimos llegado, fueron convocadas las sirvientas, con objeto de que trabasen conocimiento con el nuevo familiar y formulasen su modesta opinión sobre él. Bien se notaba su voluntad de manifestar admiración; pero, cuando lo hubieron mirado de cerca y leído la perplejidad en nuestros rostros, se echaron a reír a carcajada suelta y, volviendo las espaldas al infeliz que miraba tristemente, se alejaron de él con gestos despectivos. Esta actitud nos afirmó en la duda acerca de si comprenderían el sentimiento humanitario que nos había movido a soltar unas monedas a Anastasia, y así dijimos que el perro nos había sido regalado; acto seguido condujimos a Lux a la terraza, donde se le ofreció un banquete de recepción integrado por enjundiosos restos.
La pusilanimidad le hizo rechazar todo aquello. Si bien olió los bocados que se le ofrecían, se mantuvo tímidamente a distancia, incapaz de persuadirse de que pudiesen serle destinados cortezas de queso y huesos de pollo. En cambio, no rechazó el almohadón relleno de algas que, para comodidad suya, había sido colocado en el zaguán y sobre el cual se echó a descansar con las patas encogidas bajo el cuerpo, mientras nosotros, en las habitaciones interiores, discurríamos y, finalmente, concertábamos, el nombre que habría de llevar en adelante.
Al día siguiente volvió a negarse a comer, pero luego hubo un tiempo en que devoraba, sin distinción ni medida, cuanto se ponía al alcance de su hocico; hasta que ya, por fin, se acomodó, en las cosas de régimen alimenticio, a una regla discreta y a una manifiesta dignidad. Con esto hemos trazado someramente el proceso de su aclimatación y aburguesamiento. No voy a perderme en una descripción detallada de este proceso, el cual sufrió un paréntesis con el momentáneo extravío de Bauschan. Después de llevarle al jardín, los niños le habían quitado la cuerda, para que tuviese libertad de movimiento; y he aquí que en un momento de descuido, el animal, deslizándose por el hueco existente entre la puerta del vallado y el suelo, había puesto pies en polvorosa. Su desaparición provocó consternación y tristeza, cuando menos en la esfera de los señores, ya que las criadas mostraron evidente inclinación a tomarse a la ligera la pérdida de un perro regalado, o, peor aún, ni siquiera se avinieron a considerar el caso como una pérdida. El teléfono se puso a funcionar tempestuosamente entre nuestra casa y la posada de Anastasia, donde esperábamos hallar al tránsfuga; pero en vano; no le habían visto y hubieron de transcurrir aún otros dos días antes de que la hostelera nos comunicara que había recibido aviso de Huglfing de que Lux se encontraba allí, en su casa natal, donde compareciera hora y media antes. Sí, allí estaba; el idealismo de su instinto le había vuelto al mundo de las peladuras de patatas, haciéndole superar, en solitarias jornadas, con viento y tormenta, los veinte kilómetros de camino que un día recorriera entre las ruedas del carro. Y así sus primitivos dueños hubieron de enganchar nuevamente el pequeño vehículo para volver a poner al animal en manos de Anastasia; y dos días más tarde nos encaminábamos nosotros nuevamente en busca del descarriado, al que encontramos atado a la pata de la mesa como la vez anterior, desgreñado y escuálido, salpicado del barro del camino. La verdad es que al notar nuestra presencia dio señales de reconocernos y de gozo. Entonces, ¿por qué abandonarnos?
Siguió un tiempo en que era patente que se había borrado de su memoria la alquería, sin que hubiera conseguido acostumbrarse todavía a nosotros, por lo que, en lo profundo de su alma, era un ser sin dueño, algo así como una hoja a merced del viento.
Por aquel entonces, cuando se salía con él, había que vigilarle estrechamente, ya que manifestaba una fuerte tendencia a romper solapadamente el débil lazo de simpatía que entre nosotros existía y lanzarse a los bosques donde, a buen seguro, habría vuelto a la existencia errante e independiente de sus salvajes antecesores. Nuestro cuidado le preservó de tan oscura suerte y le mantuvo aferrado al nivel de civilización alcanzado por su especie —en el curso de milenios, al lado del hombre; y, después, un cambio de residencia que nos llevó a la ciudad o a sus arrabales, contribuyó de modo decisivo y de una vez a apegarle a nosotros e incorporarle decididamente a nuestra sociedad.
ALGUNOS DATOS SOBRE LA VIDA
Y CARÁCTER DE BAUSCHAN
Un hombre del valle del Isar me había dicho que esta clase de perros pueden llegar a hacerse fastidiosos, ya que nunca quieren separarse del amo. Con ello quedé prevenido para no tomar como excesivamente personal en su origen la pegajosa fidelidad que muy pronto Bauschan comenzó a mostrar, y así me fue también más fácil refrenarla e incluso rechazarla en el grado en que me pareció necesario. En este caso, se trata de un instinto patriarcal del perro, heredado desde remotos tiempos, que le lleva, por lo menos en las especies viriles y amantes de la vida al aire libre, a ver y venerar en el hombre, en el cabeza de la casa y de la familia, a su absoluto señor, al protector del rebaño, al soberano indiscutido; a encontrar su dignidad en una actitud especial de rendido vasallaje hacia él, al tiempo que mantiene para con los demás moradores de la casa un sentido de independencia mucho más acusado. En esta disposición de ánimo se manifestó Bauschan ya casi desde el primer día, pendiente de mi persona, fijos en mí los ojos en que brillaba la fidelidad como pidiendo órdenes, órdenes que yo prefería no dar, ya que muy pronto descubrí que la virtud de la obediencia no era precisamente su fuerte; y así se me pegaba a los talones, visiblemente convencido de que su inseparabilidad de mí radicaba en la naturaleza sagrada de las cosas. Por supuesto que dentro del círculo familiar su sitio era siempre a mis pies, nunca a los de nadie más. Era también cosa resuelta que cuando, en ocasión de nuestras salidas, yo me separaba de mis acompañantes para tomar otro camino cualquiera, se juntaba a mí y seguía mis pasos. Permanecía asimismo a mi lado cuando yo trabajaba y si encontraba cerrada la puerta del jardín, entraba por la ventana abierta con un brusco y alarmante salto, llenando la habitación de guijarros y echándose, con un sonoro suspiro, debajo del escritorio.
Sin embargo, todo ser viviente impone una especie de respeto, demasiado intenso para que ni siquiera la presencia de un perro pueda dejar de estorbarnos cuando nos interesa estar solos; y en tales ocasiones Bauschan me estorbaba de modo palpable. Se acercaba a mi silla, meneaba la cola y, dirigiéndome miradas ávidas, comenzaba a patalear provocativamente. El más mínimo movimiento acogedor de mi parte traía como consecuencia que, incorporándose sobre las patas traseras, pusiese las delanteras sobre el brazo de la butaca, se apretase luego contra mi pecho, provocase mi risa con sus aéreos besos y pasase finalmente a la exploración de la tabla de la mesa, seguramente con la esperanza de encontrar en ella algo comestible, ya que yo me inclinaba tan insistentemente encima; y con su ancha y peluda pata de cazador me borroneaba lo escrito. Al mandarle con voz enérgica que se echase, obedecía y no tardaba en dormirse. Pero no bien se había dormido empezaba a soñar. Entonces se le veía efectuar movimientos de carrera con las cuatro patas alargadas, a la par que dejaba percibir un ladrido ventrílocuo y como procedente de otro mundo. No es de extrañar que aquello me agitara y distrajera, pues, en primer lugar, resultaba inquietante y, en segundo, me pesaba sobre la conciencia. Aquella vida en sueños era con toda evidencia un sustitutivo artificial del correr y cazar de verdad que su naturaleza le proporcionaba, porque el placer del movimiento al aire libre no guardaba, en su existencia a mi lado, las proporciones que requerían su sangre y sus sentidos. Esto me afectaba, pero, como no había otra solución, intereses superiores me hicieron sacudirme de encima aquellas preocupaciones, amén que podía justificarme ante mí mismo diciendo que, cuando hacía mal tiempo, me llenaba de barro la habitación y me rompía, además, las alfombras con las zarpas.
Así, le fue prohibida por principio la estancia en las habitaciones y la permanencia a mi lado mientras yo me hallara en la casa, aunque con ciertas excepciones. Comprendió muy pronto la naturaleza de la prohibición y se sometió a aquella ley contranatural, ya que era voluntad inescrutable del dueño y señor de la casa. La separación de mí, que, principalmente en invierno se lleva la mayor parte del día, no es más que un alejamiento, pero en modo alguno una verdadera separación y ruptura de relaciones. No está a mi lado, a mis órdenes, pero es precisamente en cumplimiento de un mandato, la negación de un estar conmigo, y no puede hablarse de una vida independiente que Bauschan lleve sin mí durante esas horas. Bien veo, a través de la puerta vidriera de mi cuarto, cómo participa en los juegos de los niños en el pequeño prado de delante de la casa, con una pose bonachona y torpemente bufona; pero de vez en cuando se acerca a la puerta, y no pudiendo verme porque se lo impiden los cortinajes de tul, empieza a husmear por el resquicio para asegurarse de mi presencia, para luego sentarse en la escalera, vuelta la espalda a la habitación y en actitud vigilante. Como lo veo también desde mi mesa deambulando por el camino alto, entre los viejos álamos, errante y pensativo. Pero estos paseos no son sino un modo de matar el tiempo, sin orgullo, placer ni vida, y no cabe pensar ni remotamente que Bauschan pueda entregarse por propia iniciativa a los goces soberanos de la caza, a pesar de que nadie se lo impediría y de que mi presencia no es absolutamente necesaria para ello, según se verá más adelante.
Su vida empieza cuando yo salgo, pero ¡ay!, con frecuencia ni entonces empieza aún. Pues, al abandonar yo la casa, se pregunta si tomaré hacia la derecha, alameda abajo, hacia donde se va al campo abierto y a la soledad de nuestras tierras de cacería o hacia la izquierda, rumbo a la estación del tranvía, para dirigirme a la ciudad, y únicamente en el primer caso el acompañarme tiene sentido para Bauschan. Al principio se venía conmigo aun cuando yo optaba por el mundo, miraba con sorpresa el vehículo que avanzaba con estrépito y me seguía, reprimiendo violentamente su pavor, subiéndose de un brinco, con fiel y ciega confianza, a la plataforma repleta de pasajeros. Pero una tempestad de general indignación le echaba de nuevo abajo y entonces se decidía a emprender un galope a la par del estruendoso carruaje, que apenas guardaba ningún parecido con aquel carrito entre cuyas ruedas trotara él hacía tiempo. Mantenía animosamente la carrera mientras esta duraba y difícilmente le habrían fallado los pulmones. Pero a aquel hijo del campo le desconcertaba el tráfico ciudadano; se metía entre las piernas de las personas, perros desconocidos le acosaban y acometían, un tumulto de olores extraños que jamás había sentido, le irritaba y descomponía los sentidos; las esquinas de las casas, impregnadas de esencias de vieja aventura, le atraían irresistiblemente; se quedaba rezagado y, si bien volvía a dar alcance al tranvía, solía ser otro, aun cuando exactamente igual al perdido. Bauschan echaba a correr a ciegas en la dirección equivocada, se sumergía cada vez más en aquel mundo loco y extraño y hasta al cabo de un par de días no conseguía regresar, hambriento y molido, a la paz de la lejana casa junto al río, a la cual también había vuelto su amo.
Esto ocurrió dos y hasta tres veces; luego Bauschan renunció, optando finalmente por ceñirse a acompañarme cuando yo tomaba por la izquierda. En el acto se da cuenta de lo que me propongo cuando aparezco a la puerta de casa: la tierra de caza o el mundo. Salta de la estera que hay bajo el arco protector del portal, donde ha estado esperándome. Y en el instante de pegar el salto ya ha adivinado mis intenciones: mi vestimenta se las revela, el bastón que llevo, e incluso mi cara y actitud, la mirada, que le roza apenas, fría y atareada, o que va derecha a él, convocándole. Ha comprendido. Se lanza de cabeza escalera abajo en dirección al portal y emprende una danza amenizada por mil rotaciones, presa de mudo entusiasmo, cuando la salida le parece segura; en tanto que se agacha, encoge las orejas, su mirada se apaga, se vuelve un montón de cenizas y aflicciones, por decirlo así, cuando la esperanza fenece, y sus ojos se llenan de la expresión de tristeza asustada del pecador, esa tristeza que la infelicidad pone en la mirada de hombres y animales.
A veces no puede resignarse a creer lo que sin embargo ve y sabe, es decir, que por aquel día no hay que pensar en la caza. Su deseo es demasiado fuerte y entonces niega los síntomas, pretende no haberse dado cuenta del bastón ciudadano, del atavío burgués de mi persona. Se precipita conmigo por la puerta, se pone a saltar, fuera, sobre su eje; intenta atraerme hacia la derecha, a cuyo efecto emprende un galope en aquella dirección a la par que vuelve hacia mí la cabeza y se empeña en pasar por alto el fatídico no con que respondo a sus esfuerzos. Cuando me ve tomar realmente por la izquierda, vuelve y me sigue a lo largo del vallado del jardín, jadeando a pleno pulmón, profiriendo breves gritos agudos y confusos provocados por la sobreexcitación de su yo íntimo; y empieza a saltar a uno y otro lado del cercado del contiguo parque municipal, a pesar de tratarse de una verja bastante alta que le hace gemir en el aire por el temor de herirse. Salta obedeciendo a una especie de desesperado regocijo que quiere negar los hechos y también para sobornarme, ganarme con su habilidad. Pues todavía no es absolutamente imposible, pese a todas las apariencias, que, al llegar al extremo del parque abandone el camino de la ciudad, tuerza de nuevo a la izquierda y, dando un ligero rodeo por el buzón de Correos cuando tengo cartas que echar, le lleve al campo. Esto sucede alguna que otra vez, pero muy raramente; y cuando también esta esperanza falla, entonces Bauschan se sienta y deja que me marche.
Allí queda sentado, en su torpe actitud aldeana, en medio de la carretera, siguiéndome con la mirada hasta que he remontado toda la alameda. Si vuelvo la cabeza para observarle, aguza las orejas, pero no viene; no vendría ni que le llamase o silbase, pues sabe que sería en vano. A la salida del paseo puedo verle aún sentado a lo lejos, un minúsculo punto oscuro y desgarbado en medio de la vía, me da un vuelco el corazón y subo al tranvía con un peso en la conciencia. Ha esperado tanto tiempo, y ¿quién ignora las torturas de la espera? Su vida es esperar... la próxima salida al campo, y esta espera comienza en cuanto ha descansado de la vez anterior. Hasta durante la noche espera, pues su sueño se distribuye entre las veinticuatro horas completas de la rotación solar, y varias siestas sobre la alfombra de hierba del jardín, mientras el sol calienta la piel, o tras la cortina de la perrera, le ayudan a acortar las ociosas horas del día. Resulta de ello que su sueño nocturno es irregular y carece de unidad; una y otra vez se lanza a vagar en la oscuridad por el patio y el jardín donde, echándose ora acá ora allá, sigue esperando. Espera la visita repetida del sereno con su linterna, cuya ronda acompaña, a pesar de saberlo, con escandalosos ladridos de alarma; espera el momento en que palidecerá el cielo, aquel en que cantará el gallo en el corral lejano, el despertar de la brisa matinal en los árboles y que se abra la puerta de la cocina, para poder entrar a calentarse junto al hogar.
Pero yo creo que el martirio del aburrimiento nocturno es leve comparado con el que ha de sufrir Bauschan, especialmente si hace buen tiempo, sea invierno o verano, cuando el sol le llama al espacio libre, el ansia de intenso movimiento le tensa todos los músculos y el amo, sin el cual no es posible concebir en una salida con todas las de la ley, sigue sin abandonar su sitio detrás de la puerta vidriera. El inquieto cuerpecillo de Bauschan, donde tan activa y febrilmente late la vida, está completamente descansado y hasta en exceso, y ¡quién piensa ya en dormir! Comparece en la terraza ante mi puerta y, con un suspiro salido de lo más hondo de su ser, se deja caer sobre la grava y, apoyando la cabeza sobre las patas, dirige al cielo una mirada de paciente víctima. Esto no dura más allá de unos segundos; después, cansado y recansado de aquella postura, la abandona por insostenible. Todavía puede hacer algo. Puede bajar los escalones, acercarse a una de las tuyas piramidales que flanquean los arriates de rosales, levantar la pata..., la de la derecha, que hay que cambiar todos los años porque se muere corroída, gracias a los hábitos de Bauschan. Baja, pues, y hace aquello a que no le impele ninguna necesidad real, pero que siempre es un alivio momentáneo a su preocupación. Permanece largo rato, a pesar del resultado totalmente nulo de su acción, sostenido sobre tres patas; tanto, que la cuarta empieza a temblar en el aire y Bauschan se ve forzado a pegar un brinco para mantener el equilibrio. Luego se incorpora de nuevo sobre los cuatro miembros, y no ha resuelto nada. Mira apático las ramas del grupo de fresnos por entre los cuales se deslizan ligeros, gorjeando, dos pájaros; los persigue con la mirada cuando echan a volar raudos como flechas y luego se vuelve con ademán de encogerse de hombros ante aquella existencia fácil y pueril. Se estira y despereza como si quisiera descoyuntarse y en verdad que lo hace a conciencia, en dos tiempos; extiende primero los miembros anteriores, con lo que alza al aire la parte trasera; y a continuación esta, estirando hasta el máximo las patas posteriores; y a cada tiempo abre desmesuradamente la boca en un bestial bostezo. Una vez terminada esta pantomima, que no puede dar realmente más de sí, porque cuando uno se ha estirado según todas las de la ley, nada más puede hacerse de momento, Bauschan se queda entonces quieto, apesadumbrado y con la mirada baja. Seguidamente empieza a girar lentamente sobre sí mismo, como si quisiera echarse pero no supiera aún cómo; pero al fin cambia de parecer y, con paso indolente, se encamina al centro del cuadro de césped para tenderse de espaldas con un movimiento repentino, casi salvaje, deseoso de restregarse y refrescarse el lomo en un vigoroso balanceo sobre la hierba recientemente cortada. Aquello debe de producir una intensa sensación de bienestar, pues el animal tiende convulsivamente las patas mientras se revuelca y, presa de la excitación y del placer, pega mordiscos al aire en todas direcciones. Y con tanta más pasión saborea el placer, apurando el cáliz hasta el fondo, cuanto que sabe que aquello no puede durar, que no puede uno revolcarse así más de diez segundos, y que luego sobrevendrá, no aquella fatiga agradable que resulta de un esfuerzo espontáneo y alborozado, sino el desencanto y el redoblado tedio con que se paga la embriaguez, la disipación aturdidora. Permanece un momento tumbado de costado, vueltos los ojos y como muerto; luego se incorpora para sacudirse. Se sacude como solamente sus congéneres saben hacerlo, sin temer una conmoción cerebral; se sacude de manera que chasquea y castañetea, que las orejas le golpean las quijadas y los labios se le despegan de los blancos y relucientes caninos. ¿Y después? Después se queda inmóvil y rígido, como ajeno al mundo, clavado en el lugar, sin saber ya qué otra cosa emprender ni qué hacer consigo mismo. En estas circunstancias suele apelar a algún recurso extremo: sube a la terraza, llega hasta la vidriera y, con las orejas gachas y auténtica actitud de mendigo, levanta titubeando una de las patas delanteras y araña la puerta; una sola vez y muy suavemente, pero esta pata tímida y temerosamente levantada, este arañazo delicado y único por el que se ha decidido una vez agotados todos sus recursos, me conmueven profundamente y me levanto para abrirle y permitirle la entrada en mi estancia, a pesar de que no ignoro que a nada bueno puede conducir, pues enseguida se pone a saltar y a bailar con el propósito de incitarme a viriles empresas, resultando de todo ello innumerables arrugas en la alfombra, revuelo general en la habitación y pérdida total de mi quietud y tranquilidad.
Pero júzguese ahora si me ha de ser fácil marcharme en tranvía después de haber visto a Bauschan esperándome de este modo y dejarle plantado allá, en la avenida de los álamos, un triste e insignificante punto. En verano, cuando el día es muy largo, el infortunio no es tan grande, pues es posible que por lo menos mi paseo del anochecer me lleve al campo, con lo cual Bauschan, aunque tras una enfadosísima espera, obtendrá una compensación y, suponiendo que tenga la suerte del cazador, podrá lanzarse en persecución de una liebre. Pero en invierno no hay que contar con nada el día en que me marcho ya avanzada la mañana: es preciso entonces enterrar por veinticuatro horas toda esperanza, ya que cuando llega el momento de mi segunda salida la noche ha cerrado ya hace rato, las tierras de caza se hallan sumergidas en tinieblas inaccesibles y yo me veo forzado a dirigir mis pasos hacia regiones iluminadas por la luz artificial, aguas arriba, por carreteras y parques urbanizados, todo lo cual no reza con la naturaleza y la mentalidad sencilla de Bauschan y, si al principio me acompañaba, pronto renunció a hacerlo, quedándose en casa. No es solo que echase en falta la luz para su libertad de movimiento, es que, además, el claroscuro le volvía asustadizo, su mente se embrollaba y se sentía receloso ante un hombre o un arbusto; la flotante esclavina de un agente de la autoridad le hacía saltar a un lado, acosando con el valor del espanto al pacífico funcionario, quien, no menos asustado que él, se vengaba del sobresalto sufrido con un torrente de amenazadores denuestos dirigidos a mí y a Bauschan, amén de muchos otros contratiempos y desazones que nos ocurrían cada vez que me acompañaba de noche o con niebla. A propósito del guardia, he de decir aquí que existen tres categorías de hombres que Bauschan no puede sufrir en absoluto: policías, frailes y deshollinadores. No los tolera, y arremete contra ellos con furiosos ladridos cada vez que aciertan a pasar por delante de la casa o donde quiera que caigan bajo su campo visual.
Por lo demás, el invierno es la estación en que el mundo pone a prueba con la máxima osadía nuestra libertad y virtud, y reduce a los últimos límites nuestra existencia regularmente recogida, una existencia de retiro y tranquila concentración; y es así que la ciudad me llama con harta frecuencia por segunda vez, incluso de noche, pues la sociedad hace valer sus derechos. Muy tarde, a medianoche, un último tranvía me deposita en la penúltima parada de su trayecto, e incluso se da el caso de que efectúe el recorrido a pie cuando, más avanzada la hora, no hay ya medios de transporte disponibles, y así llego distraído, algo achispado, fumando, insensible a la fatiga natural y rodeado de una falsa despreocupación por todas las cosas. Luego ocurre que mi hogar, mi vida auténtica y tranquila, sale a mi encuentro precisamente en la figura de Bauschan, y lo hace, no ya sin reproches ni resquemores, sino acogiéndome con la mayor alegría, y dándome la bienvenida e introduciéndome en mi propia casa. En plena oscuridad, acompañado del rumor del río, tuerzo por la alameda, y a los pocos pasos siento ya algo que se agita y danza en silencio a mi alrededor; al principio, pasaban unos minutos hasta que me daba cuenta de lo que sucedía. «¿Bauschan?», preguntaba en las tinieblas... Entonces, aquel bailar y agitarse aumentan y degeneran en frenesí parecido a un trance, sin romper el silencio, hasta que, en el momento en que me detengo, siento sobre la pechera del abrigo las leales, aun cuando húmedas y sucias patas, y algo que jadea y pega lengüetazos ante mi cara, por lo que he de inclinarme y acariciar aquella paletilla flaca y mojada por la nieve o la lluvia ... Sí, ha venido a buscarme al tranvía, el pobre; al corriente, como siempre, de mis actividades, se ha puesto en camino, cuando ha creído llegada la hora, para ir a esperarme a la estación; tal vez me ha esperado largo rato, bajo la nieve o la lluvia, y su gozo al dar finalmente conmigo nada sabe de resentimiento por mi cruel infidelidad, pese a que hoy le he descuidado por completo y que han sido vanas todas sus esperanzas e ilusiones. Le dirijo muchas alabanzas mientras le doy golpecitos amistosos y amablemente le hago promesas para el día siguiente, le prometo (es decir, no tanto a él como a mí mismo) que la próxima mañana, con toda seguridad y haga el tiempo que quiera, saldremos los dos de caza y con todos estos proyectos se evaporan mis mundanas veleidades, la seriedad y probidad vuelve a mi ánimo y a la idea de las tierras de caza y su soledad se asocian otras ideas de deberes más altos, íntimos y maravillosos...
Pero voy a citar más rasgos del carácter y la personalidad de Bauschan, con objeto de presentarlo ante los ojos del lector de buena voluntad en toda la viveza posible. Tal vez el modo más acertado sea compararlo con el difunto Percy, pues difícilmente cabría imaginar un contraste más absoluto, dentro de una sola y misma especie, que el existente entre estas dos naturalezas. Hay que sentar ante todo el hecho de que Bauschan goza de plena salud anímica, mientras que Percy, como ya dije y como ocurre con frecuencia en perros de raza, estuvo loco toda su vida, el prototipo de la imposibilidad sobrecriada. De esto he tratado ya antes, en términos más generales. Aquí voy a limitarme a oponerle Bauschan con su condición llana y popular, que se revela, por ejemplo, en las salidas o los recibimientos, en que las manifestaciones de sus sentimientos se mantienen por completo dentro de la esfera de lo razonable y de una sana cordialidad, sin rozar siquiera los límites del histerismo, límites que la conducta de Percy sobrepasaba en tales ocasiones de una manera con frecuencia indignante.
Pero no termina aquí todo el contraste existente entre los dos seres; en realidad, es mucho más embrollado y complejo. Bauschan es duro como el pueblo, pero es también sentimental como este; mientras que su noble predecesor, con más ternura y sensibilidad, poseía un alma incomparablemente más firme y orgullosa y, a pesar de toda su extravagancia, superaba en mucho al aldeanillo en autodisciplina. Si destaco esta mezcolanza de contrastes, de rudeza y blandura, delicadeza y firmeza, no lo hago en el sentido de un dogmatismo aristocrático, sino única y exclusivamente en honor a la verdad. Bauschan, por ejemplo, es el hombre íntegro y viril capaz de pasarse las noches más frías de invierno a la intemperie, es decir, sobre la paja y tras las cortinas de su caseta. Una incontinencia de orina le impide aguantar siete horas ininterrumpidas en un recinto cerrado sin ensuciarse; y así hubo que decidirse a dejarle fuera aun en la estación menos hospitalaria, confiando con razón en lo robusto de su salud. Si alguna, muy rara vez, tras una noche particularmente helada, ha salido a recibirme no solo con los bigotes fabulosamente escarchados, sino incluso algo resfriado y con la tos seca y monosilábica característica de los perros, ya a las pocas horas había superado la irritación sin desagradables consecuencias. ¿Quién se hubiera aventurado a exponer a Percy, el aristócrata de sedoso pelo, a los rigores de semejantes noches? Por otra parte, Bauschan experimenta verdadera angustia ante todo dolor, aun el más leve, y responde con una sensiblería tal que despertaría cierta irritación, si no desarmase precisamente por su ingenua campechanía que tanta gracia hace. Continuamente, mientras va hurgando por entre la maleza, le oigo chillar porque se le ha clavado una espina o le ha herido una rama disparada; y si, al saltar una valla, se lastima un poco el vientre o se disloca un pie, aquello provocará un clásico clamor de héroe clásico caído, un llegarse a mí renqueando sobre sus tres patas, un llorar y lamentarse inconsolablemente, y ello con tanta mayor vehemencia cuanto más compasivamente uno trata de consolarlo; todo esto para que, un cuarto de hora más tarde, salte y corra de nuevo con la ligereza de antes.
De manera muy distinta andaban las cosas con Percival.
Este apretaba los dientes. Temía el látigo, como lo teme Bauschan, y por desgracia hubo de probarlo con más frecuencia que este, pues, en primer lugar, cuando él vivía, era yo más joven y arrebatado que ahora, y en segundo, su atolondramiento solía traducirse en una actitud insolente y perversa que reclamaba la disciplina y obligaba a recurrir al castigo. Así, pues, cuando yo, agotada la paciencia, descolgaba del clavo la correa, él se refugiaba, encogiéndose lo más posible, debajo de la mesa o del banco; pero cuando caía un latigazo y otro y otro, sus labios no exhalaban ni un grito de dolor, todo lo más un grave gemido en el caso de ser el golpe demasiado duro; el compadre Bauschan, en cambio, chilla y alborota, llevado de plebeya cobardía, en cuanto me ve levantar el brazo. En una palabra, nada de amor propio, nada de severidad para consigo. Por lo demás, su comportamiento raramente da lugar a intervenciones punitivas, sobre todo desde que, y de ello hace mucho tiempo, he dejado de exigirle cosas contrarias a su naturaleza y que, si se las reclamara, podrían conducir a un choque.
Así, por ejemplo, nunca le pido que haga acrobacias; sería inútil. No es un sabio, ni un saltimbanqui, ni un payaso; es un cazador lleno de vitalidad, pero no un profesor. Ya resalté que es un saltador excelente. Cuando la ocasión lo requiere, desafía cualquier obstáculo; si es demasiado alto para poder salvarlo de un brinco, lo acomete trepando y se deja caer del lado opuesto, pero el caso es que lo consigue. Pero es preciso que se trate de un obstáculo auténtico, es decir, de tal naturaleza que sea imposible deslizarse por debajo o colarse a su través; de otro modo, Bauschan consideraría una insensatez el saltar por encima. Una pared, un foso, una verja, un vallado compacto, estos son obstáculos verdaderos; pero una percha atravesada, un palo mantenido horizontalmente, no lo son, y así no es posible saltarlos sin ponerse en estúpida contradicción consigo mismo y con las cosas. Bauschan se niega a hacerlo. Intenta persuadirle para que efectúe un salto sobre una de esas trabas irreales; en tu cólera no te quedará, al fin, más recurso que agarrarle por el cuello y echar al otro lado al escandaloso chillón, que, realizada la gesta, pondrá cara de haberte complacido y celebrará el acontecimiento con bailoteos y ladridos de entusiasmo. Lisonjéale o pégale, lo mismo da: existe aquí una resistencia mental a la pura habilidad acrobática, resistencia que de ninguna manera lograrás quebrantar. No es descortesía, puesto que aprecia la satisfacción del amo. Si lo deseo o se lo ordeno, no ya solo por impulso propio, saltará sobre una cerca cerrada y escuchará satisfecho las alabanzas y las gracias que le expresaré por ello. Por encima de la percha o del bastón no saltará; pasará corriendo por debajo, aunque le mates. Cien veces te pedirá que le perdones, que seas indulgente, que tengas compasión, pues teme al dolor, le teme hasta la cobardía; pero no habrá miedo ni dolor capaces de obligarle a realizar una acción, que, aunque desde el punto de vista corporal sería un juego de niños, representa evidentemente para él una imposibilidad moral. Exigírselo no significa colocarle ante el dilema de saltar o no saltar; esta cuestión está ya decidida de antemano y la orden equivale al palo, sin más. Pues pedirle lo incomprensible y, como incomprensible, irrealizable, no es, a sus ojos, sino un pretexto para la bronca, una quiebra de la amistad y una excusa para unos azotes; en realidad es ya el principio de todo esto. Tal es el criterio de Bauschan por lo que veo, y me parece dudoso que se trate de un caso de contumacia. Esta puede quebrarse a fin de cuentas; es más: debe quebrarse; pero él sellaría con la muerte su resistencia a una acrobacia pura y simple.
¡Alma admirable! Tan allegada y no obstante tan extraña, tan distante, tan diferente en algunos aspectos que nuestra palabra es incapaz de hacer justicia a su lógica. ¿Cómo explicar, por ejemplo, el proceso que tiene lugar, temible, enervante en sus detalles y ceremonias, tanto para los actores como para los espectadores, cuando dos perros se encuentran, traban conocimiento o simplemente se limitan a observarse mutuamente? Cien veces mis correrías con Bauschan me hicieron testigo de semejantes encuentros! o mejor diré: me forzaron a ser testigo angustiado; y cada vez, mientras duró la escena, me resultó incomprensible su conducta, tan diáfana siempre; me fue imposible penetrar en los sentimientos, las leyes, las costumbres ancestrales que hay en el fondo de esta actuación. De hecho, el encuentro al aire libre de dos perros que no se conocen constituye uno de los espectáculos más penosos, excitantes y fatales que cabe imaginar, pues tiene algo de demoniaco y singular. En él impera una sujeción para la cual no existe nombre determinado; no pueden pasar de largo, es una situación terriblemente desconcertante.
Y no hablo ya del caso en que una de las partes se halle encerrada en su hacienda, tras una valla: tampoco entonces es posible darse cuenta del estado de ánimo de los dos; pero, comparativamente, la cosa es menos dificultosa. Se olfatean mutuamente desde gran distancia y de pronto Bauschan se me acerca, como en demanda de protección, dejando oír un gimoteo expresivo de un apuro y pena imposibles de describir con palabras, mientras el forastero, el recluido, empieza a ladrar furiosamente, con lo que finge tener un carácter de enérgica vigilancia, aunque de vez en cuando resuenan entre sus alaridos unos gemidos muy parecidos a los de Bauschan, una especie de gemido angustioso, un celoso lagrimeo, un grito de apuro. Nos acercamos al lugar, llegamos a él. El perro desconocido nos ha aguardado detrás del vallado, allí está echando pestes y deplorando su impotencia, pegando rabiosos saltos para franquear el muro y dando trazas —¡cualquiera sabe hasta qué punto va ello en serio!— de despedazar a Bauschan si llega a alcanzarlo. Y, a pesar de esto, Bauschan, que podría continuar a mi lado y pasar de largo, se acerca al vallado; se ve forzado a hacerlo, lo haría aun contra mi orden expresa; si no lo hiciera, vulneraría leyes innatas mucho más profundamente arraigadas e invulnerables que mi prohibición. Se acerca, pues, e inicia con aire humilde y quietamente reservado aquella acción propiciatoria con la cual, como muy bien sabe, se logra siempre un cierto apaciguamiento y pasajera reconciliación del otro, si este, por su parte, efectúa otro tanto desde el lado opuesto, aunque sin cesar en sus denuestos y lloriqueos en voz baja. A continuación emprenden ambos una furibunda persecución a lo largo del vallado, uno de la parte de acá, el otro de la parte de allá, mudos y siempre juntos. Dan media vuelta simultáneamente al llegar al extremo de la cerca para lanzarse con furia en dirección contraria y volverse, y nuevamente echar a correr. De pronto, al llegar al centro, se quedan parados, como clavados al suelo, pero no paralelamente al muro, sino perpendicularmente a él, tocándose con sus narices. Así permanecen un buen rato para, tras él, reanudar su extraña e inútil carrera, hombro a hombro, a uno y otro lado de la valla. Finalmente, el mío, haciendo uso de su libertad, se aleja. ¡Este sí que es un instante espantoso para el prisionero! No lo soporta, ve una vileza inaudita en el hecho de que al otro se le ocurra marcharse tan tranquilamente; se enfurece, echa espuma por la boca, se comporta como loco de rabia, reanuda su embravecida carrera de un extremo a otro de su prisión, amenaza con saltar el muro para degollar al traidor y le persigue con los insultos más soeces. Bauschan oye todo aquello y se siente muy afectado, como lo demuestra su aire quieto y perplejo; pero no se vuelve, sino que se aleja a un ligero trote, mientras, a nuestra espalda, las atroces imprecaciones van trocándose de nuevo y poco a poco en gimoteos y extinguiéndose.
Así suele discurrir la escena cuando uno de los actores se encuentra encerrado. Empero, aumenta de intensidad y llega al colmo cuando el encuentro se produce en condiciones de igualdad, libres los dos; resulta muy poco agradable describirlo; es la cosa más deprimente, desconcertante y crítica del mundo. Bauschan, que un momento antes iba saltando completamente despreocupado, se viene a mí, se me acerca ceremoniosamente con aquel lamento, aquel gemido que le brota de lo más hondo del alma y que nadie podría decir qué estado anímico expresa, pero que yo reconozco enseguida y del cual deduzco la proximidad de un perro desconocido. He de aguzar la vista: es verdad, allí viene y ya lejos se ve, por su porte perplejo y excitado, que también él ha divisado al otro. Mi propio embarazo apenas si va en zaga al de los dos; el incidente me resulta de lo más desagradable. «¡Márchate! —le digo a Bauschan—. ¿Por qué a mis piernas? ¿No podéis despachar vuestros asuntos entre vosotros a cierta distancia?», y procuro ahuyentarlo con el bastón; pues si la cosa degenera en un mordisqueo, extremo probable, tanto si comprendo el motivo como si no, el drama se desarrollará a mis pies y tendré que pasar a una irritación fastidiosísima. «¡Márchate!», le digo por lo bajo. Pero Bauschan no se marcha; firme y asustado se aprieta contra mí, y solo un instante se acerca a un árbol, lateralmente, para realizar el sacrificio, mientras el forastero, por lo que veo, hace lo mismo a lo lejos. La distancia se ha reducido ahora a unos veinte pasos y la tensión es terrible. El desconocido se ha echado sobre el vientre, agachado como un ocelote, alargada la cabeza, y en esta actitud de bandolero aguarda la llegada de Bauschan con la intención manifiesta de saltarle a la garganta en el momento oportuno. Sin embargo, esto no sucede, ni Bauschan parece esperarlo; de todos modos, se dirige, cierto que temblando convulsivamente y con el corazón en un puño, recto al rival al acecho; y lo haría, tendría que hacerlo fatalmente aunque yo le dejase ahora y, tomando por cualquier sendero, lo abandonase a todos los peligros de la situación. Por opresivo que sea para él el encuentro, no existe modo de evitarlo. Va como hechizado, está ligado al otro, los dos están ligados mutuamente por una fuerza compleja y oscura ante la que no se pueden resistir. Hemos llegado ahora a una distancia de dos pasos.
Entonces el otro se levanta lentamente como si nunca se hubiese dado aires de tigre de la selva; allí está como Bauschan, míseros y perplejos están el uno frente al otro sin que puedan pasar de largo. Bien quisieran; ambos vuelven la cabeza, miran tristemente de soslayo, sobre ambos parece pesar un sentimiento de culpabilidad común. Y así pasan con cuidado y arrastrándose, nerviosos y con melancólica circunspección, flanco contra flanco, olfateándose mutuamente el misterio de la procreación. Comienzan entonces a gruñir y yo llamo a Bauschan en voz baja por su nombre, pues es este el momento en que va a decidirse si la cosa degenerará en reyerta o si se superará toda aquella conmoción. Aquí tenemos la pelea; no sabe cómo ni, menos aún, por qué; al punto se han convertido los dos en un ovillo, un furioso tumulto del que salen los más atroces alaridos de bestias enfurecidas. Entonces es preciso que intervenga con el bastón para prevenir una desgracia; he de intentar agarrar a Bauschan por el collar o por la piel del cuello con objeto de levantarlo al aire mientras el otro se cuelga a él con ensañamiento... y vivo yo qué sé cuántos sustos más que me hacen temblar durante una considerable parte del resto del paseo. También puede suceder que, tras tanto aparato y espectacularidad, quede todo en nada y se resuelva como por encanto. Sea como fuere, resulta difícil alejarse del lugar; aun cuando no se muerdan, existe algún vínculo misterioso que les ata fuertemente. Ya parece que han pasado uno por delante del otro, ya no titubean, flanco contra flanco, sino que se hallan casi en línea recta, en direcciones opuestas; no se ven, apenas si vuelven ligeramente las respectivas cabezas, mirándose de soslayo, el globo del ojo vuelto cuanto es posible. Pero, a pesar de existir ya distancia entre ellos, continúa obrando aquel lazo tenaz y triste, y ninguno sabe si ha sonado ya el momento de la liberación. Los dos quisieran irse y, sin embargo, ninguno se atreve a desligarse, retenido únicamente por quién sabe qué imperativo de conciencia. Hasta que, al fin, el hechizo se quiebra, el lazo se rompe y Bauschan se aleja, redimido, el corazón aligerado, cual si le devolviesen la vida.
Hablo de estas cosas para destacar lo muy inasequible y extraño, en circunstancias determinadas, de la naturaleza de un amigo tan íntimo. Entonces me siento inquieto y confuso; lo observo todo sacudiendo la cabeza, y me cuesta mucho comprenderlo. Por lo demás conozco muy bien su ser íntimo, entiendo con simpatía todas las manifestaciones del mismo, sus gesticulaciones, su proceder, todo... ¡Qué bien conozco, para limitarme a un solo ejemplo, aquel bostezar lastimero, tan expresivo, cuando una salida le ha decepcionado por demasiado breve o por haber resultado un fracaso deportivo: cuando he comenzado tarde mi jornada, y solo poco antes de la hora de comer he salido con Bauschan unos minutos para regresar enseguida. Entonces viene conmigo, caminando a mi lado entre bostezos. Es un bostezar desvergonzado, descortés, a plena quijada, bestial, acompañado de un plañidero sonido gutural de expresión ofensivamente aburrida. «Vaya amo que tengo», parece querer decir. «Por la noche he ido a buscarlo al puente, y ahora se sienta detrás de la puerta de vidrio y me hace esperar el paseo, estoy que me muero de aburrimiento, pero cuando al final se decide a salir, lo hace para volver enseguida antes de que haya podido olfatear siquiera una pieza. ¡Ah! ¡Valiente amo! Esto no es un amo. ¡Vaya un amo miserable!».
Tal dicen sus bostezos con brutal franqueza; imposible fuera no entender su sentido. También veo que, en el fondo, tiene razón, y que estoy en deuda con él, por lo que alargo la mano para consolarle con unos golpecitos en el lomo y unas caricias. Pero él no aprecia los mimos en estas circunstancias, no se deja conquistar y reanuda sus bostezos, más descortésmente aún si cabe, y se aparta de la mano, pese a que, a diferencia de Percy y de acuerdo con su sensiblería, es muy amante de las caricias. Lo que más aprecia es que le rasquen suavemente la garganta y tiene una manera cómicamente enérgica de llevarle a uno de la mano a aquella región mediante breves movimientos de cabeza. Pero el hecho de que nada quiera saber ahora de halagos depende, aparte de su desencanto del momento, de que, hallándose en movimiento, es decir, que estando yo también en movimiento, no tiene aquello sentido ni interés para él. Entonces se encuentra en una disposición de ánimo demasiado viril para disfrutarlo, si bien las cosas cambian en cuanto me siento. Entonces es sumamente receptivo a las amabilidades y su modo de corresponder a ellas es de una impertinencia pegajosamente romántica.
Cuando, sentado en una silla en la esquina del muro del jardín, o sobre la hierba, apoyada la espalda contra un árbol predilecto, estoy leyendo algún libro, me gusta interrumpir aquella ocupación espiritual para ponerme a hablar y jugar con Bauschan. ¿Que qué le digo? Por lo general pronuncio su nombre, el sonido que significa para él más que otro cualquiera, porque le designa a él mismo, y por eso ejerce sobre todo su ser un efecto electrizante; espoleo y enciendo su conciencia del yo al asegurarle y darle a entender, al repetirlo con entonaciones diferentes, que él se llama y es Bauschan y, si prosigo un rato el proceso, puedo sumirlo en un verdadero arrobamiento, en una especie de exaltación de identidad, por lo que empieza a girar sobre sí mismo y a dirigir al cielo sonoros y jubilosos ladridos arrancados de la orgullosa opresión de su pecho. O bien nos entretenemos, golpeándole yo la nariz y tratando él de atraparme la mano al suelo con la boca, como cuando caza una mosca. Esto nos hace entrar a los dos ganas de reír... sí, también Bauschan no puede más que reírse, cosa que constituye para mí, que me estoy riendo en aquel momento, el espectáculo más maravilloso y emocionante del mundo. Es conmovedor ver cómo, bajo el efecto de la broma, su descarnada mejilla de animal empieza a temblar; cómo aparece, en el rostro negruzco de la criatura, la expresión fisonómica de la risa humana, o por lo menos un reflejo borroso, torpe y melancólico de ella, y se esfuma de nuevo para dejar lugar a las características del espanto y la perplejidad y reaparecer otra vez tirando de su boca...
Pero basta de esto, no quiero seguir perdiéndome en detalles. De otro modo me preocuparía la extensión que amenaza tomar, contra mis intenciones, este pequeño retrato. Voy a presentar a mi héroe, sin más dilaciones, en su magnificencia y en su elemento, en el ambiente en el que su personalidad cobra todo su realce y que mejor realza todas sus dotes: el ambiente de la caza. Pero antes necesito presentar al lector el escenario de tales diversiones, describirle nuestro coto privado, nuestro paisaje junto al río, puesto que guarda estrecha relación con la persona de Bauschan y es para mí tan querido, familiar y trascendente como él mismo; ese, lógicamente y sin más justificaciones novelísticas, será el título que habrá que emplear para su descripción.
EL BOSQUE
En los jardines de nuestra pequeña y sin embargo espaciosa colonia destacan por doquier, sobrepasando los tejados y diferenciándose claramente de las delicadas plantaciones recientes, árboles gigantescos, testigos de la vegetación original, de la flora primitiva de estas comarcas. Son el orgullo y la gloria de esta joven urbanización; se les ha respetado cuidadosamente y conservado siempre que ha sido factible y en aquellos casos en que, al medir y cercar las parcelas, se originaba un conflicto con algunos de ellos, es decir, cuando ocurría que uno de estos troncos patriarcales revestidos de plateado musgo acertaba al alzarse en la precisa línea de demarcación, la valla se desviaba de manera que formase un pequeño seno a su alrededor con el fin de incluirlo en el jardín, o se dejaba en el cemento de un muro una cortés solución de continuidad, dentro de la cual se eleva hoy el viejo, propiedad a la vez particular y pública, las ramas, ya peladas y cargadas de nieve, ya ataviadas con un follaje diminuto y tardío.
Pues son ejemplares de fresnos, árbol que como pocos ama la humedad; con lo cual queda dicho algo definitivo acerca del carácter fundamental de nuestra región. No ha transcurrido aún mucho tiempo desde que el humano ingenio lo convirtiera en tierra cultivable y apta para la colonización, hará cosa de quince años, no más. Antes, esto era una selva pantanosa, un verdadero nido de mosquitos, donde los sauces, álamos y otros árboles similares se reflejaban en estanques de pútridas aguas. Toda la región es aluvial; a escasos metros bajo el suelo se encuentra una capa impermeable: por eso la superficie ha sido siempre pantanosa y en todas sus cavidades aparecía agua. Se procedió a la desecación ahondando el cauce del río. Aunque no entiendo en cosas de ingeniería, la operación consistió, en esencia, en obligar a circular el agua que no podía absorberse por filtración, con lo cual ahora numerosos riachuelos subterráneos se vierten en el río y así la superficie del suelo ha cobrado firmeza, por lo menos en una gran parte; pues, cuando se conoce el lugar como lo conocemos yo y Bauschan se sabe que, aguas abajo, en el espesor de la maleza, existe más de una hondonada cubierta de cañaverales, que recuerda la condición primitiva de estos parajes, discretos lugares contra cuyo frescor nada puede el verano más ardiente y en los cuales gusta uno respirar un momento en esos tórridos días.
Pero, por encima de todo, la comarca ha conservado su curioso carácter, su carácter original, incluso desde que el negocio de la venta de parcelas se ha apoderado de ella; aquel sello que hace que, ya a primera vista, se distinga de las orillas de los torrentes con sus bosques de coníferas y musgosos prados; y en todas partes, incluso fuera de los jardines, la vegetación primitiva y original mantiene marcada supremacía sobre la posteriormente introducida y aclimatada. En avenidas y parques públicos sigue viviendo el castaño de Indias, el arce de rápido crecimiento, e incluso el haya y toda clase de arbustos de adorno y, sin embargo, nada de esto es originario de aquí, lo mismo que los álamos que se alzan en líneas y estéril virilidad. He citado al fresno entre los árboles autóctonos; está muy difundido y se le encuentra en todas las edades, ora gigante centenario, ora tierno retoño brotando a montones, cual maleza, de entre los guijarros; y es el que, juntamente con el álamo plateado y el temblón, el abedul y el sauce, confieren al paisaje su sello peculiar. Pero todos estos son árboles de hoja pequeña y la pequeñez de la hoja, la delicadeza del follaje en árboles de dimensiones con frecuencia gigantesca, confiere un carácter especial y llamativo a la región. Constituye una excepción el olmo, que extiende su amplia hoja al sol, dentada como por acción de la sierra y de anverso brillante y pegajoso, así como también la gran cantidad de plantas trepadoras que, abrazándose por doquier al ramaje de los troncos jóvenes, mezclan y confunden con el suyo su follaje. La figura esbelta del aliso forma bosquecillos en las hondonadas. El tilo, en cambio, aparece raramente, y el roble y el pino puede decirse que se hallan totalmente ausentes. Con todo, algunos se alzan en diversos lugares de la ladera oriental, el límite de nuestra región, donde, siendo el terreno de constitución distinta, comienza un tipo de vegetación diferente, que es precisamente la habitual. Allí se levantan sus negras masas hacia el cielo, mirando cual centinela a nuestra depresión.
Desde lo alto de la cuesta al río no hay más de quinientos metros, lo he medido con mis pasos. Es posible que, aguas abajo, la faja costera se ensanche un poco a modo de abanico, pero en todo caso el desnivel es insignificante; lo verdaderamente notable, sin embargo, es la variedad de paisaje concurrente en una zona tan estrecha, aun cuando del espacio disponible a lo largo del río se haga un uso tan moderado como hacemos Bauschan y yo, que solo raras veces extendemos nuestras correrías hasta más allá de lo que permiten un par de horas, contando ida y vuelta. Pero la variedad de las perspectivas, el hecho de que pueda uno disponer sus paseos de modo que no resulten nunca monótonos e iguales y de que el paisaje, a pesar de una larga familiarización con él, no produzca la impresión de estrechez y angostura, se debe a que se halla dividido en tres regiones o zonas totalmente distintas entre sí, pudiendo uno dedicarse a recorrerlas una por una o bien unirlas sucesivamente utilizando múltiples senderos transversales: la región del río con las inmediaciones de su orilla en primer lugar, la de la ladera en el lado opuesto y, en el centro, la zona forestal.
Esta última abarca la mayor parte de la anchura, junto con el parque, el mimbreral y la vegetación de la ribera. Estoy buscando un nombre capaz de expresar más gráficamente y con mayor precisión que la palabra bosque esta maravillosa región, sin que, según me parece, acierte a dar con él. No se trata en modo alguno de un bosque en el sentido ordinario del vocablo, es decir, un recinto con suelo de musgo y hojarasca, ocupado por columnas de árboles de similar corpulencia. Los árboles de nuestro distrito son de todas las edades y tamaños; hay entre ellos gigantescos patriarcas de las familias de las salicáceas y del álamo que se alzan principalmente a lo largo del río, aunque también en el interior; vienen luego otros ya bastante desarrollados, que podrán contar de diez a quince años; y finalmente una legión de arbolillos, planteles silvestres de un semillero natural de jóvenes fresnos, abedules y alisos que, sin embargo, no producen impresión de escualidez por la circunstancia, que ya cité, de hallarse espesamente recubiertos de plantas trepadoras, con lo que, en conjunto, dan una imagen de exuberancia casi tropical. No obstante las miro con recelo, y me temo que dificulten el crecimiento de sus sostenedores, pues en los años que llevo viviendo aquí no creo haber visto crecer a muchos de esos delgados troncos.
Las especies arbóreas son pocas y estrechamente emparentadas. El aliso es de la familia del abedul; el álamo, a fin de cuentas, no difiere gran cosa del sauce. E incluso cabría sostener la tesis de que todos ellos están emparentados con este último ya que, como saben los técnicos forestales, la naturaleza de los árboles se presta en extremo a la adaptación, al sello del ambiente que le rodea, a una cierta imitación de la predominancia de líneas y formas del lugar en que se desenvuelve. Ahora bien, reinando aquí la mágica línea del sauce, endiabladamente disforme, los demás árboles tratan visiblemente de modelar su figura según la de este fiel compañero