La bajamar

Aroa Moreno Durán

Fragmento

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MATÍAS

No les enseñaban a nadar. A pesar de vivir en la ría. El agua estaba muy fría porque era noviembre. El agua estaba negra. Los peces arañaban calor de la superficie. Cuando el niño se cansó de mover los brazos y se hundió, ya nadie pudo ver más. Todavía se levantaba un poco de espuma cuando el otro niño dijo desde el pretil que un perro se había caído. Después, se arrepintió y pidió ayuda.

Una pescadora, acercándose a la ría, gritó que nadie se tirara. Ya que nadie se tire o serán dos los cuerpos. Y nadie se tiró. Los pescadores de las escaleras no levantaron la cabeza de los nudos. Las barcas siguieron recibiendo brochazos de pintura. La fábrica escupía su humo negro en la parte nueva. Algunas contraventanas se cerraron. Un carguero removió la bahía.

Entonces, la pescadora clavó el remo en el agua una vez y otra. Pero no pudo cruzar por debajo del puente porque la marea estaba muy alta y el agua lo golpeaba con el vaivén de las olas. Las vecinas apretaron los cuerpos unos a otros y se acercaron al borde agarradas de los brazos. Todas las manos se fueron a la boca. Todas recorrieron las calles buscando a sus hijos para aliviarse. Se oyeron los nombres de los chicos por todo el pueblo. Luego se fueron callando. Y se fueron marchando a sus casas.

Al niño grande su madre lo agarró del codo y lo arrastró por la calle. No lo miraba. Solo los dedos índice y pulgar demasiados clavados en la carne: Tú no te mueves hoy. Y tú te callas.

De vez en cuando, el crío daba la vuelta y todavía le parecía estar oyendo la bronca, la discusión por quién usaba los salabardos. El niño pequeño había cortado en casa las cabezas de los cinco chicharros con una tijera y los había echado a la arpillera. Estaba sentado con los pies colgando sobre el canal del pueblo, que se llena de agua con las mareas altas y deja descubierto el fondo con las bajas. Más de dos metros entre subida y bajada. El niño estaba a punto de lanzar la cuerda cuando apareció el otro. Y el otro le dijo que él, que era mayor, pescaría. Déjame pescar a mí. Tú no sabes. No, son míos, le respondió el pequeño. Y se agarró fuerte a las redes. El crío grande, sin pensarlo, empujó al pequeño y el pequeño cayó al agua.

Y no les enseñaban a nadar.

Aquella tarde nadie rondó la ría. Ninguno paseó por sus bordes. La pescadora sí miró durante todo el día el agua negra de la bahía. No es verdad que lo buscara, pero cuando fue bajando la marea, pasó varias veces por encima del sitio y miró hacia abajo y miró hacia todas partes.

Ya se estaba poniendo el sol cuando una mujer salió corriendo de una calle. Una mujer que había descubierto cinco peces muertos y sin cabeza sobre la mesa de la cocina. Y unas tijeras abiertas. Una sola de todas las mujeres que no encontraba esa noche a su hijo pequeño. Una vestida de negro que descendió urgente por la calle y se arrodilló junto a la orilla y metió los brazos hasta el codo en el agua moviéndolos en un intento de despejar la oscuridad.

Y entonces se partió en dos. Y entonces la mujer ya no fue más esa mujer. Y el cauce, como un espejo, expandió el sonido del grito por toda la bahía hasta la bocana del puerto como un altavoz de la muerte. Los vecinos temblaron. Pero cada uno adentro de su casa.

A la bajamar, sobre el fondo de cieno, boca abajo y con las manos abiertas sobre el suelo negro, el niño pequeño quedó al descubierto.

El juez fue a preguntar esa noche a la mujer qué hacían con el chico grande. Lo mismo me da, respondió mientras restregaba con un trapo la mancha de sangre aún fresca de los pescados.

Toda la casa olía a podrido.

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MAREA BAJA

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2

LA ESCALA

(Adirane)

Jon baja a su encuentro por el paseo de Francia. Lleva un abrigo oscuro. ¿No hace demasiado calor? Ella no llega a saber si los pantalones son vaqueros o si los zapatos están gastados. Porque no tiene mucho tiempo para mirarle. Lo que sí trae son esos dos ojos puestos en la cara. ¿Acaso no es eso caminar?: lo que va haciendo. Estar cada vez menos lejos.

¿No respondió con un sí a su mensaje pidiéndole que fuera a buscarla después de tanto tiempo? ¿No preguntó adónde llegas, si al pueblo o a la ciudad? ¿No ha conducido por una carretera diferente después del trabajo? ¿No se llama a eso, piensa, premeditación? ¿Es que no ha ido dejando el mar a su derecha, a su mujer atrás, todos los diminutivos del afecto sobre la mesa, los años envueltos dos veces en papel de estraza? Verduras asadas, agendas, botas de montaña. Está segura de que usan azafrán a menudo.

Tiene que haber pensado en ella en estos días, al menos, un instante, y tal vez haberse excitado camino de la oficina, en la calle, debajo de ese abrigo y debajo del pantalón.

Cuando están a tres pasos ya no quedan árboles detrás de los que esconderse y la ciudad se ve tan perfecta que esta podría ser su última tarde antes del fin del mundo.

Se dan el primer abrazo, ella se pone de puntillas, clavándose en su hombro, no llega a respirarle.

¿Por qué has venido?

¿Adónde?, dice ella, apretando, ¿aquí? Y echa de la boca todo el peso de la pregunta.

La saturación de la dopamina ya ha colapsado las articulaciones y se descuelga el macuto de los hombros, se saca la chamarra negra con torpeza, y se queda fría al segundo.

La bajamar ha descubierto el fondo del río y una gaviota rebusca en la orilla entre las piedras cubiertas de verdín.

¿Tomamos algo?, le pregunta, ¿tienes tiempo?

Tengo. Le dije a Nora que llegaría para cenar, responde Jon.

Empiezan a caminar sin rumbo en dirección al mar, cruzan el último de los puentes sobre el río, no quiere apurar los minutos, solo que todo sea un ficticio atropello de las palabras felices, un vuelo abajo de la falda. No quiere llegar a ninguna parte.

Los dos han seguido enviándose mensajes de vez en cuando y él escribe frases hechas disparando sin apuntar, poesía trillada sobre la distancia, y ella nunca se espanta, sino que hay días, cuando le conviene, que siente ternura, porque le parece que los axiomas más perversos, en esa pantalla, son la verdad pura. Después de tantos años y tantos correos siempre intentando quedar en tablas, que nadie acabe de levantar la voz, salir indemnes: Hola, Jon. Hola, Adi. Ayer vi a tu madre. Qué tal el monte. Beso grande.

A ella ahora no le importa que él le cuente que son los vecinos los que limpian el agua de la ría cada mes en el pueblo, que su padre no se encuentra ya bien, que ya no le acompaña al caserío, o que tiene un perro mediano blanco y negro de pelo largo que su mujer y él recogieron en alguna parte y que duerme entre ellos cada noche.

Adirane no pregunta acerca de nad

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