La tierra de las mujeres

Sandra Barneda

Fragmento

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x «Las arrugas de la piel son ese algo indescripti­ ble que procede del alma».

Simone de Beauvoir

«El que no sabe aullar no encontrará su manada». Clarissa Pinkola

«Digan lo que digan, la Tierra se mueve».
Galileo Galilei

I x x x na ráfaga de viento huracanado las arrojó al suelo sin tiempo de frenar la caída.
—¿Estáis bien?

Las niñas miraron a su madre sin contestar, con los ojos bien abiertos y cierta insatisfacción. La pequeña Adele levantó una mano llena de barro. Kate huyó del barrizal de un salto y descargó toda su rabia, gritándole a ese vien­ to endemoniado una infinidad de exabruptos. Aprovechó para cargar contra su madre y rebelarse una vez más por estar allí, en contra de su voluntad.

—This is a shit and you know it!

No era el lugar más adecuado para un rifirrafe con Kate, estaba cansada por el largo viaje y hasta el moño de

* —Esto es una mierda y lo sabes.

La Tierra de las Mujeres escuchar a su hija protestar por todo desde que salieron de Nueva York. ¡Cierto! No había sido el mejor de los comienzos, pero se negaba a que fuera el presagio de su estancia en aquel remoto lugar. Se levantó, sacudiéndose con dignidad el vestido empapado de barro, agarró la ma­ leta y, contra el viento, reanudó la marcha. ¡Cierto! Iban demasiado cargadas, con unas maletas poco adecuadas para caminos de tierra y excesivamente pizpiretas para un lu­ gar como ese, que olía a excremento de animal. Kate y Ade­ le tardaron en reaccionar, pero al ver que su madre se alejaba y las dejaba en medio de aquel descampado, reem­ prendieron la marcha. Kate terminó cargando con la ma­ leta de su hermana; la pequeña siempre conseguía sacar lo mejor de ella. Era su debilidad y no podía verla sufrir. Avanzaron por una carretera asfaltada de doble dirección, por donde pasaban los coches a toda velocidad.

—¡Kate! No sueltes a tu hermana y cuidado con los coches. ¿Me haaas oíiido?

El viento suspendió en el aire las protestas estériles de Kate. De nada le había servido toda la cadena de argu­ mentos para evitar estar allí, con su hermana y su madre, lejos de sus amigas, de su casa, de su habitación y de sus Gotham Girls. Eso era lo que más le había dolido: ape­ nas haber podido despedirse de sus compañeras y dejarlas en la estacada durante una semana . «Just one week, mom!»*.

No poder estar con ellas en el próximo partido de la Roller Derby Junior League y… si la cosa se alargaba en ese in­ fame lugar… ¡se piraba!

* «¡Solo una semana, mamá!».

Sandra Barneda

Kate era una Jamer, una de las corredoras y anotado­ ras imprescindibles para el equipo. Para ella llevar la es­ trella en el casco era ser líder y una líder… ¡nunca aban­ dona a su manada! Su madre ni la entendía ni le interesaba la Roller Derby, un deporte bruto, poco bello, en el que mujeres en patines se dedican a correr por una pista oval y a darse empujones y codazos para evitar que el contrario llegue a puerto. A Adele en cambio le divertía ver a su hermana, pero algunas de sus amigas le caían un poco mal porque tenían cara de perro rabioso. Kate adoraba sus rollers y se sentía frustrada por la fuga repentina, el aban­ dono imperdonable, y aún mas al verse en aquel lugar inhóspito, tan poco amigable.

Adele sentía la rabia de Kate por cómo le estrujaba sin control la mano hasta dolerle. Aunque admiraba a su hermana, le costaba entender que viviera en permanen­ te pelea con su madre. Ella tampoco estaba convencida de aquella aventura, apenas entendía qué hacían tan lejos de ca­ sa, pero era una pequeña scout y… ¡los scouts no se rinden a la primera! No formaba parte de ningún grupo, pero soñaba con ser una exploradora y descubrir lugares nuevos con tesoros escondidos y animales extraños. Adele vivía en la fantasía y todo lo miraba con el prisma de su gran imaginación. Siempre estaba en las nubes o devorando un li bro sobre planetas desconocidos.

Gala se detuvo a esperarlas. Tan distintas y tan suyas al mismo tiempo. Dudaba de si había sido una buena idea llevárselas consigo y no haberlas dejado con Frederick. Aquel lugar inhóspito, lleno de casas de piedra vieja con

Tierra de las Mujeres apariencia de estar semiabandonadas, con las ventanas ce­ rradas, sin nadie por la calle… ¿Dónde las había metido? En aquella ocasión, su terquedad quizá la había llevado demasiado lejos. Frederick ya le dijo que se fuera ella sola y dejara a las niñas en paz. Pero se negó en redondo a de­ jarlas, a abandonarlas, a que su marido se ocupara de ellas contratando canguros porque siempre carecía de tiempo para sus hijas. Se había casado con un workaholic que no tenía la menor intención de curarse. El trabajo era lo más importante, su cuerpo lo segundo, lo tercero sus hijas y, en cuarto lugar, ella. La cuidaba, la amaba en la cama, pero a veces no soportaba a Don Pluscuamperfecto y sus sermones de ética y moralidad. Él podía ser el doctor Frederick Donovan, pero ella era una Marlborough, oriun­ da de Boston, rica y educada para gobernar y no ser go­ bernada.

So… what?*

Miró a sus hijas, que descansaban, sentadas en sus maletas. Kate seguía empeñada en no hablar el castellano con ella, pero ese era el idioma de su abuelo y era la ocasión perfecta para aprovechar el viaje y ¡practicarlo!

—Ahora vamos a buscar la Casa Xatart, la casa de mi tía abuela.

Lo dijo desafiante, con su mejor acento y sin un atis­ bo de duda en sus palabras. El cielo, a modo de presagio, se había tornado de un rojo anaranjado. Kate estaba a pun­ to de conseguir sacarla de sus casillas. Respiró profunda­ mente y dejó que la fuerza del viento se llevara la ira. No

* —Y… ¿qué?

Sandra Barneda vio nada de bello en esos tules de nube sedosa que ador­ naban el cielo, no vio belleza en aquella tierra que tenía algo de ella, aunque fuera tan lejano y desconocido.

¡La Muga! La tierra donde había nacido su padre…

Adele le tomó la mano y tiró de ella señalando una casa al fondo, con una verja enorme y una cenefa de bal­ dosas incrustada en la pared que rezaba «Can Xatart». Las tres se acercaron lo más deprisa que el viento les permitió. Kate abandonó su maleta a medio camino para esprintar y ser la primera en llegar. Se agarró a los barrotes y metió el hocico para ver cuál iba a ser su terrible realidad. Apenas un jardín con una gran enredadera trepadora que vestía parte de las paredes y, al final, una puerta de madera car­ comida que daba a la entrada de la casa. ¡Habían llegado! Adele soltó a su madre y miró boquiabierta todo aquel mundo nuevo por descubrir. Kate, al igual que su madre, no daba crédito al ver el lugar en el que se habían metido. La miró de reojo y la vio tan angustiada que decidió bajar la cabeza y dejar por unos instantes la queja.

«¿Quién querría comprar esa casucha de piedra y me­ dio en ruinas?», fue su primer pensamiento, y sabía que su madre estaba en lo mismo. ¿Aquello valía tanto dinero? Kate no sabía de casas ni le interesaban lo más mínimo, pero comenzaba a sospechar que una semana era demasia­ do poco tiempo para resolver todo el rollo de la herencia de la tía abuela de su madre, mujer de la que nunca había oído hablar. Ni de Amelia Xatart, ni de aquel lugar, ni siquiera de su abuelo, que murió cuando su madre apenas tenía cinco años.

La Tierra de las Mujeres

Kat

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