Tres abuelas y un joyero de ida y vuelta (Trilogía de Helsinki 2)

Minna Lindgren

Fragmento

tres-2

1

Un horrible escándalo la despertó y Siiri Kettunen creyó que había entrado en el infierno. Oyó un estruendo procedente de los pisos de arriba, martillazos al otro lado de la pared y un estrépito que llegaba desde algún lugar lejano, y recordó que hacía algún tiempo habían amenazado a los habitantes del Centro Residencial Geriátrico El Bosque del Crepúsculo con una reforma integral de la fontanería. En mayo, la residencia había sido cercada por andamios y envuelta en plástico, solo les faltaba un foso. Había que mantener las ventanas cerradas, al igual que las puertas de los balcones, y en el interior no entraba ni un rayo de luz. La primavera estaba siendo soleada y singularmente calurosa, pero los pisos estaban oscuros como la boca del lobo y el aire igual de viciado que en una sauna eléctrica.

Echó un vistazo al reloj de la radio situada sobre la mesilla de noche. Solo eran las seis y siete minutos de un lunes y en el edificio se estaba produciendo un auténtico sabotaje. Muy aplicados parecían aquellos obreros, aunque muchos residentes se habían cuestionado su capacidad al enterarse de que la empresa encargada de la ejecución de las obras era una contrata extranjera y de que la mayoría de los trabajadores procedían de Polonia, Rusia y Estonia.

El ruido se hacía cada vez más insoportable. Alguien aporreaba la pared con tal fuerza que Siiri temió que se desplomara todo el edificio. ¿Es que los obreros se imaginaban que los abuelos estaban sordos y por eso podían pasearse por allí de madrugada como unos chalados sin tener en cuenta a los residentes? Siiri se levantó despacio, posó sus ancianas piernas sobre el suelo de sintasol gris y aguardó un instante a que el zumbido de su cabeza cesara. Con la edad, las piernas se habían transformado en gruesas columnas, aunque de joven lucía unos tobillos tan bonitos que a su paso los hombres siempre soltaban piropos. Observó sus piernas ahora extrañas y escuchó el susurro en el interior de su cabeza. Qué raro. Cualquiera habría pensado que el ruido al derribar paredes y agujerear el suelo vencería al zumbido de sus escleróticos vasos sanguíneos, pero, por el contrario, sentía como si esa mañana su cabeza no fuera a calmarse.

Tiró de la bata que se encontraba a los pies de la cama, metió los pies en unas pantuflas y se levantó. No le agradaban las zapatillas, pero Irma la obligaba a llevarlas en casa. Si se le ocurriera corretear en calcetines por la casa, se resbalaría y se golpearía la cabeza e Irma no quería cuidarla si se quedaba inválida. Sonrió al pensar en su amiga y deseó que fueran ya las diez. A esa hora podría deslizarse al pasillo y luego a casa de Irma a tomar un café instantáneo y a leer el periódico. Pero todavía su amiga no estaba despierta, ni siquiera en medio de unas obras, pues tomaba los somníferos más potentes que podía.

—Son inofensivas —decía siempre haciendo con la mano un gesto despreocupado en el aire, de modo que sus pulseras doradas tintineaban—. Unas pastillitas para dormir. Con ellas no se te atonta la cabeza, solo te ayudan a dormir bien. Es importante que una persona mayor descanse y duerma bien. Siempre me tomo una con el whisky, lo que también me deja de lo más tranquilita.

Después de desperezar un instante sus miembros doloridos, Siiri fue a la cocina y se obligó a beberse dos vasos de agua. El segundo le costó mucho. Dio tres tragos, descansó un momento, respiró profundamente y volvió a tomar otro sorbo. Era importante beber mucho. Una de las cosas de la vejez era que uno se secaba, por eso hasta una persona de setenta años, alguien todavía joven, ya no toleraba el alcohol igual que antes y se marchitaba y le atacaban toda clase de achaques. Se le infectaban las encías, le picaba la piel y el vientre se obstruía. En lugar de medicinas, los médicos prescribían más agua.

Esa mañana, dos vasos normales le costaron un esfuerzo enorme. Al final consiguió llevar a cabo su deber y jadeó un momento, como tras una gran hazaña deportiva. Los porrazos y zumbidos se intensificaron. El estruendo procedía de todas las direcciones, del interior de su cabeza y del exterior y, si prestaba atención, incluso del otro lado de la puerta de entrada.

Miró desconfiada la puerta como si, al escudriñarla con mucha severidad, esta pudiera explicar de qué se trataba. Detrás parecía haber alguien de verdad con un mazo tratando de entrar. Siiri buscó un momento el bolso; no estaba ni en la mesa del teléfono ni en el salón, ni sobre la cama ni encima de la mesilla de noche, pero de pronto apareció sobre la silla de mimbre del pasillo, en su sitio. Se lo ensartó en el brazo como si fuera un seguro para el caso de que ocurriera algo malo y entreabrió con precaución la puerta.

—¡Quiquiriquí! —resonó en el pasillo, tan agudo y penetrante que las perforaciones y los golpetazos con el mazo se detuvieron un instante. También Irma estaba despierta—. ¿No es espantoso? ¡Como si estuviéramos en el infierno! Y allí es donde acabaremos si esto sigue así, pues no nos morimos como hace la gente decente. Ahora una pequeña eutanasia en grupo sería oportuna. Döden, döden, döden[1].

—¡Irma! ¿Cómo es que estás despierta tan pronto?

—¿Acaso estás sorda? Están echando abajo mi piso con un mazo. Allí que se me presentó un hombre barbudo de madrugada, enfiló directo al baño y empezó a armar estruendo. Con las prisas me eché algo por encima y vine a refugiarme aquí. ¿Tienes algo para desayunar?

En todos los aspectos Irma era una persona activa. Llevaba un elegante vestido veraniego azul y un chal claro de ganchillo sobre los hombros, pero calzaba unos extraños zapatos rosa, una especie de zuecos de plástico para la ducha.

—Son unos Crocs. Los lleva todo el mundo —dijo mientras abría el frigorífico de Siiri para ver si había tarta para desayunar—. ¿Has oído lo que hablaban los obreros entre ellos? Ya andaban vociferando en todas las lenguas del mundo detrás de la puerta de entrada antes de las seis. Pero uno de ellos sabía decir tacos en finés con gran habilidad. Soltaba un «joder» en cada frase y con eso me desperté.

Siiri jamás había oído esa palabra de los labios de su amiga. La miró atónita, pero esta ni se había inmutado, solo hurgaba en el frigorífico y tarareaba una canción de moda de su juventud: «Nos las arreglaremos, nos las arreglaremos, con un billete de cinco da para un café y un pastelito…».

Siiri ayudó a Irma a encontrar un bizcocho envuelto en papel de aluminio en las estanterías inferiores de la nevera. Era de anteayer o quizá lo había comprado en la tienda de la cadena de supermercados barata Alepa anteayer y lo habían horneado hacía un mes en la campiña de algún país báltico. Qué más daba, todavía sabía bien. Trató de coger agua del grifo, pero no salía nada. Habían cortado el agua sin avisar. Por suerte aún tenía un poco del día anterior en un cazo; la puso a hervir y sacó café instantáneo de la alacena. Sabía que a Irma le encantaba tomar el bizcocho mojándolo en el café.

—Es una tarta —dijo como era habitual—. La tarta hay que mojarla en el café, así está de rechupete. Por suerte este ruido no le embota a una el sentido del gusto.

Se sentaron a la mesa a disfrutar de la tarta y del café y hojearon el periódico del día. Les llegaba un constante soniquete procedente del piso de arriba, como si alguien taladrara con

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