Los hijos del volcán

Jordi Soler

Fragmento

libro-3

 

Vas a tener que matar a Lucio Intriago, le dijo la voz de adentro. Tikú se quedó quieto en el camastro esperando temeroso, amedrentado, la siguiente acometida de la voz. Tenía en la mano una mezcla de yerbas y tripas de pájaro que se estaba untando en la pierna, en una herida que esa noche le supuraba con una profusión maligna. Vas a tener que matar a Lucio Intriago antes de que él venga a matarte a ti, no te demores, tienes que hacerlo pronto, siguió diciéndole la voz. La luz de la luna alumbraba el ventanuco, su fulgor fantasmal traspasaba la suciedad del vidrio y se estancaba dentro de la cabaña. El fuego que ardía en la estufa reverberaba en la mezcla oscura y grasosa que había empezado a untarse en la herida. La voz de adentro volvió a hablarle, pero en esa ocasión, lejos de cualquier temor o amedrentamiento, comenzó a sentirla como cosa suya, como si matar a Lucio Intriago fuera su propia ocurrencia. En un estado de arrebato casi místico, Tikú cogió la escopeta y abandonó la cabaña, una niebla turbia cubría la parte alta de la sierra; el frío inclemente obligaba a los pájaros a replegarse en el breñal, en las oquedades de los árboles, a apretarse en el hueco donde ya entrada la primavera empezarían a amontonarse sus crías. Aunque iba arrastrando la pierna, el dolor de la herida ya poco le importaba frente a la urgencia de cumplir con lo que le decía la voz de adentro, que ya para entonces era la suya, un comando único que no había manera de evadir, no había forma siquiera de pensar más allá de los límites que establecía la voz. Reinaba en la atmósfera un silencio enfermizo, era una de esas madrugadas en las que la masa de nieve que cubría el suelo se tragaba todos los ruidos, todos menos el estruendo de esas palabras que con una autoridad ineludible repetían una y otra vez lo mismo y lo impulsaban montaña abajo.

El día anterior, cuando Tikú miraba desde un peñasco la ladera, se había fijado en una tienda roja plantada en un claro que se abría entre los árboles, y en un hombre que se afanaba en limpiar con la hoja del machete la nieve que se había juntado dentro de un redondel de piedras. No era habitual ver a alguien ahí, a esa altura de la sierra, en esa época del año. El hombre se había puesto a colgar su ropa en un alambre fijado entre dos árboles, colocaba cada prenda con un cuidado excesivo y la observaba durante un largo rato como si estuviera desentrañando un enigma. Después se había concentrado en avivar el fuego dentro del redondel y fue en cuanto las llamas le iluminaron el rostro que Tikú reconoció, traspasado por un miedo repentino, el perfil de Lucio Intriago.

Iba evocando todo eso que había visto el día anterior mientras descendía precipitadamente la montaña, estaba seguro de lo que debía hacer; el intruso no era una amenaza real ni era factible que llegara a sus dominios, para eso había que conocer perfectamente el territorio, haber vivido mucho tiempo ahí, y ese no era el caso de Lucio Intriago, que vivía lejos, en San Juan el Alto, allá donde comenzaba la selva. Aquel intruso no era una amenaza, era una cuenta pendiente, y luego de que le hablara la voz de adentro le pareció muy claro que acabar con él era imprescindible, no había por qué dejar más tiempo esa cuenta viva. Bajaba alumbrado todavía por la luz de la luna, avanzaba rápidamente, iba dejando un surco luminoso en la nieve porque arrastraba la pierna herida, quería terminar cuanto antes su cometido, tenía que acallar a la voz, que no dejaba de repetir lo mismo una y otra vez dentro de su cabeza, y además quería hacerlo pronto para evitar que lo viera algún hijo del volcán en ese rapto, con el arma preparada, el gesto desencajado y la urgente voluntad de matar a su enemigo.

Llegó al peñasco en el momento preciso en que el sol comenzaba a salir, y la ladera de la montaña se iba iluminando con un claror que liquidaba gradualmente las tinieblas; con esa luz primeriza que se colaba entre los árboles, Tikú alcanzó a ver la tienda roja y el redondel, que estaba otra vez cubierto de nieve, donde Lucio Intriago había encendido el fuego el día anterior. Al contemplar desde esa altura la escena del crimen que estaba a punto de cometer, dudó, llegó a pensar que en cuanto estuviera delante de Lucio Intriago no iba a encontrar valor para matarlo, pero la duda se perdió enseguida en medio del estruendo que le ocupaba la cabeza, sabía perfectamente en qué acababa todo cada vez que le hablaba la voz, bajaba la montaña como un poseído y fue hasta que tropezó por tercera vez que su coyote, que venía siguiéndolo desde que había salido a toda prisa de su cabaña, se puso a andar delante de él para señalarle la ruta, más que nada en las zonas muy escarpadas, que a esas horas estaban cubiertas de hielo. Así bajó la pendiente con el coyote guiando el descenso y el estruendo de la voz repitiéndole una y otra vez lo que tenía que hacer y, cuando ya estaba muy cerca de la tienda, como a unos veinticinco metros, se detuvo, un instante sólo, para observar el área y valorar la situación. ¿Observar?, ¿valorar?, todo lo que tenía que hacer era encañonarlo y disparar, caminaba con la escopeta amartillada, su coyote, que parecía que lo entendía todo, decidió que hasta ahí llegaba, que ya no iba con él, se quedó mirando de lejos cómo su amo avanzaba sigilosamente hacia su objetivo. Pasó junto al redondel de piedras y por debajo del alambre que tenía la ropa colgada, llegó frente a la tienda y levantó la portezuela con la punta de la escopeta; estaba oscuro, pero alcanzó a ver a Lucio metido hasta el cuello en un saco de dormir. Aunque tenía toda la ventaja, sintió miedo de ese hombre que hacía treinta años había estado a punto de matarlo, y que con todo y su indefensión seguía inspirándole un miedo atroz. El hombre se incorporó alarmado, algo balbuceó y él se dio cuenta de que no era Lucio Intriago, pero ya era tarde, lo único que deseaba era liberarse del estruendo de la voz de adentro, así que apuntó la escopeta y, sin decir ni pensar nada, disparó.

libro-4

 

Cuando se disipó el eco que produjo el disparo en la ladera de la montaña, la voz de adentro ya había cesado, se había esfumado hasta quién sabía cuándo, hasta dentro de otros treinta años quizá, pensó aturdido. El coyote se había refugiado en el bosque, lejos de ese hombre al que su amo acababa de matar a quemarropa y por equivocación. El tiro le había dado en la cabeza, todo el interior de la tienda estaba cubierto de fragmentos, de trizas, de añicos de masa encefálica, de astillas de hueso, de mechones adheridos a retazos de piel; la explosión del cráneo se había detenido de golpe en una nebulosa de piezas diminutas que se aglutinaba contra el nylon rojo. El cuerpo había quedado mutilado, en lugar de cabeza tenía un muñón palpitante del que manaba un grueso arroyo de sangre que, mientras Tikú lo contemplaba sin saber qué hacer, fue inundando el suelo de la tienda y empezó a desbordarse por la portezuela, en una lengua espesa que avanzaba rápidamente. Él seguía impávido apuntándole al cadáver, agarrado con una fuerza exagerada a la escopeta y mirando toda la escena como

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