El café de los pequeños milagros

Nicolas Barreau

Fragmento

CafeMilagros-2.xhtml

Prólogo

A Nelly le gustaba hacer todo despacio. Iba a todas partes tranquila en vez de correr, y solía pensar mucho las cosas antes de tomar una decisión. Cuando aquel claro día de otoño paseaba por la orilla del Sena y la caravana de coches que se deslizaba a lo largo del quai se detuvo entre bocinazos, tuvo que pensar en Paul Virilio y sus teorías de la velocidad.

Sí, era horrible que el ser humano siempre tratara de adelantarse a sí mismo, la creciente aceleración del mundo no podía traer nada bueno. Pero su trabajo de fin de carrera sobre Virilio había llevado a Nelly hasta Daniel Beauchamps, y eso sí era algo muy bueno. Hacía ya once meses, tres semanas y cinco días que trabajaba para el catedrático de filosofía, y ese era exactamente el mismo tiempo que llevaba enamorada de él en secreto.

Bueno, muy en secreto. A veces Nelly trataba de convencerse a sí misma de que pensar en la felicidad futura era casi más bonito que llegar a alcanzarla algún día. ¿Había algo más delicioso que estar por la noche en la cama, bajo un cielo nocturno lleno de posibilidades, y soñar cosas que podrían ocurrir?

Una tímida sonrisa cruzó el rostro de Nelly mientras agarraba inconscientemente más fuerte la correa de cuero de su bandolera. ¡Aquella mañana Daniel Beauchamps le había dejado un mensaje en el teléfono porque quería comentarle algo! ¿Era su imaginación o esta vez la voz del profesor sonaba distinta a otras veces?

Ese hombre alto y atento que arrastraba levemente la pierna derecha (secuela de un accidente de bicicleta de juventud) y la había hechizado al instante con su intensa mirada azul. Nelly jamás olvidaría que, en su primer día de trabajo, él había ido antes a la universidad expresamente para darle la bienvenida. Aquel día, hacía ya casi un año, Nelly, tal vez con demasiada puntualidad, subió a toda prisa las escaleras hasta el departamento para comprobar con asombro que los despachos de la facultad de filosofía estaban todavía vacíos. Solo en la secretaría parecía haber algo de vida: una solitaria taza de café au lait humeaba sobre la mesa, pero no se veía a nadie. Y también madame Borel, a quien Nelly debía ir a ver en realidad, se hacía esperar. Indecisa, Nelly recorrió varias veces el pasillo arriba y abajo, hasta que finalmente llamó a la puerta de Beauchamps. Justo cuando se disponía a abrirla apareció el profesor al final del pasillo avanzando deprisa hacia ella con su inconfundible y suave cojera.

—Me lo imaginaba —dijo, y sus ojos brillaron amables por encima de sus grandes gafas—. Mi nueva becaria ya está aquí y no hay nadie para recibirla. —Sonriente, le tendió la mano antes de abrir su despacho e invitarla a entrar—. ¡Pase, por favor, mademoiselle Delacourt, entre! Lamento que haya tenido que esperar. A veces mi gente interpreta con demasiada generosidad lo que significa llegar «a tiempo». —Acercó una silla a su escritorio repleto de papeles y luego se dejó caer en su sillón de cuero—. Bueno, en cualquier caso: ¡bienvenida a nuestro desordenado mundo! Tengo la sensación de que con usted mejorará. ¿Puedo ofrecerle un café antes de que madame Borel se deje ver por aquí? Me temo que tardará todavía un rato. —Y le guiñó un ojo.

Ese fue el momento en que le robó el corazón.

No era la primera vez que Nelly se enamoraba. Durante la carrera le había gustado algún que otro compañero..., pero esto de ahora era la vida de verdad. Tenía un trabajo de verdad. Y el profesor Beauchamps era un hombre de verdad, no un chico enamorado que intentaba manosearla torpemente o no sabía muy bien qué decirle a una mujer.

Como hija de una librera apasionada que en su librería de Quimper colocaba el parque de la pequeña Nelly junto a los estantes repletos de libros y que mientras leía una emocionante novela podía olvidarse de la tranquila niña (que sacaba un libro tras otro de la estantería y jugaba con ellos ensimismada), Nelly amaba los libros por encima de todo. Y como hija de un cariñoso ingeniero civil, que por las noches hacía cabalgar a la pequeña sobre sus rodillas y había muerto demasiado pronto (un trágico accidente que se había llevado a los dos padres y sobre el que Nelly jamás hablaba), ahora se había enamorado de este hombre mayor, pero no viejo, culto, pero no arrogante, y que estaba claro que entendía a las mujeres (de lo que Nelly tomó nota con un cierto recelo).

Afortunadamente, el profesor Beauchamps no era un hombre guapo. Nelly Delacourt desconfiaba profundamente de los tipos guapos. Solían ser muy engreídos y no tenían nada en la cabeza porque la vida se lo ponía todo demasiado fácil. Con su andar torpe y su marcada nariz de boxeador sobre unos labios finos encogidos en un gesto de concentración, seguro que Beauchamps no habría ganado un concurso de belleza, pero su mirada inteligente y su encantadora sonrisa hicieron que Nelly encontrara irresistible a este profesor que en sus clases hablaba de forma tan interesante y amena sobre Paul Virilio y Jean Baudrillard.

En las siguientes semanas recogió discretamente información sobre su nuevo mentor, que —casado una vez y divorciado una vez— vivía sin pareja estable cerca del Parc des Buttes Chaumont y, según Nelly averiguó, era un gran fan de Frank Sinatra. Un buen comienzo.

Y es que Nelly conocía todas las canciones de Frank Sinatra. Y eso era así porque de pequeña su padre, en ocasiones muy especiales, le dejaba poner los viejos discos de su colección. Con cuidado y muy concentrada, Nelly apoyaba la delicada aguja de zafiro sobre el negro disco de vinilo tal como papá le había enseñado y escuchaba con atención el apagado crujido que acompañaba a la voz aterciopelada de Frank Sinatra. Era como un pequeño hechizo que envolvía toda la habitación, y la pequeña niña de rizos castaños se sentaba con las piernas dobladas en el gran sillón de orejas y contemplaba cómo sus padres se deslizaban por todo el salón al ritmo de Somethin’ Stupid o Strangers in the Night. Entonces todo estaba en orden, y Nelly aún recordaba aquellas tardes en que la música y la penumbra la envolvían como un capullo de seda y se sentía más segura que nunca. De aquello solo le quedaban las canciones de Sinatra y una extraña melancolía que la invadía cuando las escuchaba.

¡Y ahora encontraba a alguien a quien le gustaba el viejo Frank Sinatra tanto como a ella! A veces Nelly se imaginaba bailando con el profesor con la música de Somethin’ Stupid de fondo..., su canción favorita. Y esa era tan solo una de las cosas que compartía con Daniel Beauchamps. Frank Sinatra, las viejas películas de Humphrey Bogart y Lauren Bacall, la soupe de poisson avec rouille (¡eso era algo muy, muy bretón!) y la tarta de pera. Y, como ella, él prefería el mar a la montaña, admiraba al pintor español Sorolla (cuando todo el mundo hablaba solo de los impresionistas franceses) y, antes de que se conocieran, había comprado en la Galerie 21 de la Place des Vosges un cuadro de Laurence Bost (Nelly solo tenía un catálogo de la pintora, ¡pero menuda casualidad!). Tomar el café crème con una cucharada de azúcar era otro punto que tenían en común. ¡Y Paul Virilio, naturalmente! Para ser exactos, N

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos