Aprender a volar

Alberto García-Salido

Fragmento

Tarifa. 23 de agosto de 2019

Tarifa

23 de agosto de 2019

Las manos en la arena.

Enterradas para dejarse llevar.

Y los ojos de Luis mirando al horizonte. Con el sol cayendo despacio hacia la línea recta que hace el mar con el cielo. En los oídos el baile de las olas y sobre la piel de la nuca una ligera brisa que le lleva olor a sal y trae la carcajada de varios desconocidos en la distancia.

Luis sonríe y encoge las piernas.

Le cuesta doblar la rodilla derecha y siente una pequeña presión en el pecho. Cada respiración haciendo baile con el agua que se hace espuma en la orilla. Quizá un diálogo entre algo que se acaba y algo que nunca termina.

Está tranquilo.

Como si el tiempo hubiera hecho un pacto. Ahora es elástico, cada segundo un minuto y cada minuto una hora. No hay prisa cuando el camino te pone tan claro el punto y final.

Estira las piernas, le cuesta otra vez la derecha, pero apenas percibe el dolor gracias a la dosis de fentanilo que aún siente bajo la lengua. Observa el sol y el color rojo, las nubes que ya son pocas. Y sonríe. Lo que le ha costado llegar hasta esa sonrisa. Mira por un momento a los desconocidos que le rodean, borrosos, y piensa en ellos y en la felicidad que es no darse cuenta.

Se deja caer lentamente y pasa de ver el horizonte a tener encima una cúpula inmensa. Descansa su cabeza sin pelo sobre la arena húmeda y permite que esta se entierre un poco en ella. Se sabe en tránsito. Sin ideas en la cabeza, con un ya está que le hace todo más sencillo.

A unos metros Diego le observa. Tiene las manos en los bolsillos y juguetea con las llaves del coche. Está nervioso, con miedo a no haber hecho lo que debía. Está tranquilo, porque sabe que todo lo hecho era necesario, aunque en origen no tuviera sentido. Perder y dejar atrás lo que no aporta es una forma de victoria. También sonríe, en sus ojos el sol es menos importante que ver a su amigo tumbado en la playa. Luis ha tirado en la arena parte de su ropa, como el que se deshace de una piel que no sirve. Alguna vez dijo que a donde iba le daba igual llegar en bañador. Han sido días distintos y difíciles. Pero de la dificultad se aprende y de lo difícil se sale a veces listo para que nada lo sea ya. También ha aprendido a pensar menos y a hacer más. Dejando que lo que sabe tenga menos distancia con lo que ignora. Aprender como ejercicio basado en equivocarse con habilidad.

Entonces aparece ella.

Permanece inmóvil durante unos segundos. Observa a Diego, que baja ligeramente la cabeza, como pidiendo disculpas. Ella sonríe, y con esto ya son tres sonrisas delante de la arena. Pero en ese gesto está el amor más grande poniéndose de vestuario la tristeza. Se quita con cuidado los zapatos, los deja en el suelo y comienza a caminar hacia Luis. Se esmera en no hacer ruido y en no pisar ni tropezarse con ninguna de las prendas que descansan de cualquier manera.

Zapatillas.

Camiseta.

Pantalones.

Calcetines.

Navega aquellos metros lentamente. Si los pies pudieran saborear lo que pisan, ella estaría haciendo de la distancia hasta Luis el último plato. Sabe lo que llegará cuando lo encuentre y no quiere trampas que le permitan olvidar aquello. Le está pidiendo a la memoria que se haga dueña de todos los recuerdos, que no se escape ninguno.

Luis se incorpora, lentamente, y queda sentado. Ignora aún que no estará solo. Le cuesta ver el horizonte, tiene un ligero zumbido en los oídos. Escucha su corazón haciendo bailar los tímpanos. Y respira. Se lleva el aire al interior de los pulmones, percibe que lo que hace unos minutos era fácil, ahora es un ejercicio. Y el mar le devuelve las olas y la espuma y él intenta ponerse de pie, despacio, con Diego activándose ahí detrás por si necesitara algo. Luis consigue levantarse, siente que le duele desde lejos la rodilla derecha, y comienza a caminar sin apenas levantar los pies, escribiendo su marcha sobre la arena. Sus pasos dejan una cicatriz que durará muy poco. Cada vez más rojo el cielo y cada vez menos sol que llevarse a la retina.

Respira, da un pequeño paso y viene el mar. Respira y se va. Percibe que ya no puede caminar. Luis cierra los ojos. Oscila imperceptiblemente, como una hoja a punto de caer del árbol, y de algún modo siente que ya está listo.

Es entonces cuando algo toca sus dedos y envuelve una de sus manos.

Abre los ojos, ahí está ella.

Los dos se miran, hablando lágrimas, y Luis entiende que terminó el viaje.

Ya está en casa.

No necesita más.

Madrid. 1 de agosto de 2019

Madrid

1 de agosto de 2019

Diego abre la puerta y entra en el despacho.

Se encuentra a Pedro trabajando. Lleva mucho tiempo allí. Siempre es el primero, el ejemplo en el que todos se miran para convertirse en el médico que aspiran a ser. Si hay espejos con fonendo, Pedro es en el que se quieren reflejar todos.

La planta está repleta de pacientes. En los últimos días han tenido varios nuevos diagnósticos. Vidas que han puesto en pausa el camino, deseando volver a donde estaban antes y dejar de lado cualquier bifurcación o carretera cortada. Diego se siente culpable por no haber sido capaz de llegar antes. Sabe que estar ahí temprano le ayuda a preparar mejor el pase de planta. Madrugar es una parte más de la medicina.

Diego se sienta delante de Pedro y le observa escribir en el ordenador. Curiosea en la pantalla para descubrir que ha comenzado con los tratamientos. Diego entiende el mensaje, no le ha esperado para hacer lo más interesante. Unir las dudas con la incertidumbre y pautar fármacos en miligramos. Pedro aparta la mirada del ordenador y observa en silencio a Diego. Le cae bien el nuevo residente. No es de los que presumen, porque presumir solo sirve para que se le caigan a uno los mitos. Mejor un joven como Diego, que dice no lo sé varias veces al día. Pedro sabe que será de los que aprendan y, sobre todo, de los que no olvidan.

Ambos se observan, los ojos del joven en los ojos del experto. Y sienten el calor que hace en el despacho y el chasquido del reloj de pared que les dice que deben seguir trabajando.

—Bueno, tenemos que ir a ver a varios pacientes —dice Pedro—. Prepárate porque va a ser una mañana de las de no poder parar.

—Como siempre —bromea Diego sin

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