La clase de piano

Gabriel Katz

Fragmento

libro-4

1

No me gusta el gentío. Nunca me ha gustado. No soy de los que se amontonan en los estadios o se aprietan en terrazas para asarse al sol entre el olor del sudor y los tubos de escape. Ni de los que se condenan a pasar por la Gare du Nord a la peor hora del día, aun cuando no siempre pueda evitarse. París es una ciudad rara, que oscila sin cesar entre el paraíso y el infierno, y, si le pillas un poco el truco, te las apañas bastante bien. Tienes que conocer los desvíos, los pasajes, los callejones. Evitar la multitud. Escapar de las avenidas. Estar atento al reloj. No aceptar que el terapeuta te dé cita a la hora en que los residentes de los suburbios se lanzan en masa a los trenes vespertinos. Y encima para que un freudiano con las piernas cruzadas, impasible como un bonzo, apruebe mis observaciones sobre el fracaso con un asentimiento de cabeza. La verdad, no sé por qué pierdo el tiempo con ese tipo.

En cuanto a coger un taxi, es la mejor manera de pasar una hora en un atasco por cincuenta euros, con la emisora Nostalgie de fondo. Excede mis fuerzas. Prefiero el metro: veinte minutos de lucha por el oxígeno entre alientos con olor a cigarrillo frío.

Una masa gris, informe y disonante se empuja en los andenes, se mira y se pisotea. Me meto entre ella. Uso los codos. Sin prestar atención a las caras que se mezclan. Como todos los parisinos, miro a la gente sin verla. Solo somos obstáculos en un decorado en movimiento, donde cada cual acelera para escapar de los demás.

Tres militares patrullan con miradas sombrías y se vuelven hacia mí como si llevara una bomba. Por lo visto tengo pinta de terrorista, con mis gafas de concha de tortuga, mi abrigo gris entallado, mi cartera en bandolera de cuero crudo y mis zapatos recién lustrados. Siempre me he preguntado por qué les hacen ponerse un mono de camuflaje con los colores de la selva si van a caminar de un lado a otro por el andén de una estación.

Un comienzo de vértigo me obliga a detenerme un momento para recobrar el aliento. Me pesan la fatiga, el insomnio, los hombros. Cierro los ojos. La gente me adelanta y me empuja, mientras tiro de mis reservas para luchar contra el cansancio. Al amparo de mis párpados cerrados, me aíslo en medio de la multitud. Y el ruido dantesco de la estación me invade, resuena en mi interior como un terremoto. El chirrido metálico de los trenes se mezcla con el zumbido de la muchedumbre, los pitidos de los teléfonos, los gritos, las risas, los empujones, el anuncio que indica a los pasajeros del tren con destino a Lille que se dirijan al andén 17. Luego una nota. Y otra. Y otra más. Una voz tan familiar que parece estar en mi interior. Es como si me reencontrara con un viejo amigo, y no es solo una impresión, porque empecé a frecuentar a Bach antes de saber escribir. Preludio y fuga nº 2 en do menor.

Abro los ojos.

Las notas se suceden fluidas, suaves y firmes como el correr de un río, y ya no oigo nada más. Empiezo a rastrearlas, a contracorriente de la multitud. Y me digo que no, no puede ser, será una grabación. Que nadie puede tocar así en un piano de estación. He estado aquí cientos de veces, para escuchar a los virtuosos de poca monta tocar a Michel Berger con dos dedos. He escuchado a docenas de estudiantes desfigurar esta pieza sin encontrar nunca la luz. He visto a músicos profesionales martillando las teclas como un yunque al tocarla.

Es un chico de unos veinte años, vestido con una sudadera con capucha; ha dejado una mochila a sus pies. Un rubito con el pelo revuelto, los ojos cerrados, cuyos dedos corren por el teclado con una facilidad aérea. Sin partitura. Me quedo ahí parado, mirándolo sin poder creerlo, sin entender cómo hace para no errar en los pedales con sus zapatillas enormes. Y empiezo a buscar. Por instinto. Busco el error, la pifia, la nota en falso, la torpeza. No, no toca a la perfección. Lo cierto es que no. No en sentido técnico. Pero me lleva, me impide filtrar, juzgar, poner palabras a sus notas. Al cerrar yo también los ojos, solo veo un arroyo en la montaña, nubes corriendo a toda velocidad en un cielo tormentoso, y siento una emoción que me oprime la garganta.

De pronto, el río se detiene. Una nota suspendida, la continuación que no llega, el bullicio de la estación que vuelve a imponerse. Una voz grita: «¡Eh, tú!», y el chico se levanta de un salto, con la mochila en la mano. Me echa una mirada furtiva. Luego se larga, al tiempo que tres policías atraviesan la multitud.

—¡Abran paso! ¡Policía!

Sin moverme un palmo, los miro perseguirlo, mientras el chico desaparece entre la masa humana. Por unos instantes, sigo viendo su pelo rubio y su mochila gris, luego corre escaleras abajo hacia el metro, casi saltando por encima de los pasajeros. Dos policías le siguen el paso, mientras el tercero se detiene para gritar algo en su walkie-talkie.

Me parece haber soñado.

—¿Qué ha hecho? —pregunta una señora mayor, aferrando su bolso.

—No lo sé, señora.

—¿Le robó algo?

—No.

La mujer suspira.

—Qué le vamos a hacer… Ya no hay seguridad en ninguna parte.

Los curiosos retoman su camino, la vieja se aleja echando pestes contra nuestra triste época y yo me quedo allí parado, con la mirada fija en el sitio donde desapareció el chaval. Como si fuese a regresar, a tocar las últimas notas de su pieza inacabada. Dos adolescentes se han sentado al piano, apoyando media nalga cada una en el taburete, para tocar a cuatro manos una versión espantosa de Let It Be. Si la policía les cayera encima, nadie se preguntaría el motivo.

—¿Me estás escuchando?

No, Mathilde no me escucha. Hace tiempo que no me escucha, lo cierto es que no, o solo a medias. Su mirada, perdida entre dos cojines, parece clavada en las arrugas del sofá.

—Disculpa. ¿Qué decías?

—Nada… Hace un rato vi a un pequeño prodigio en la estación.

—Ah.

—Una sensibilidad extraordinaria. Fuera de lo común.

Ella sacude la cabeza, haciendo todo lo posible por disimular su indiferencia, pero la conozco demasiado bien. Lo bastante como para ahorrarle la continuación de mi historia, que no le interesa. Nuestras conversaciones se han vuelto cotidianas hasta la desesperación, hasta el punto de no existir fuera de lo utilitario. Pensar en pagarle a la asistenta. Cambiar la bombilla halógena. Devolver a los vecinos el permiso para aparcar que nos prestaron. Todo lo que nos habíamos jurado que no nos ocurriría. No a nosotros. No así.

Como todas las noches, el apartamento me resulta demasiado grande, demasiado frío, demasiado vacío. Apenas puedo creer que, no hace tanto tiempo, hayamos sido felices en este decorado teatral donde todo está en su sitio. Los sofás, las mesas de centro, las lámparas con pie de cobre, las sillas Eiffel, el piano. Todo en tonos tenues. Ratón. Topo. Y la biblioteca, claro. Una adecuada mezcla de clásicos y actualidad, obras antiguas, algunos libros hermosos, un poco de lo imprescindible, lo polémico. Ahora que es solo un envoltorio vacío, el apartamento me parece tan falso y hueco como un expositor de Ikea. Con la diferencia de que los muebles no tienen nombres impronunciables, sino que provienen de The Conran Shop, Le Louvre des antiquaires o la casa de mi padre. Durante mucho tiempo pensé que mi hogar se parecía a mí. No se me parece. O a lo mejor soy yo el que está cambiado.

—¿Tienes hambre?

Hago la pregunta por principio, aun sabiendo la respuesta, para retrasar el día en que deje de hacerla.

—No. Ya cenaré más tarde.

Me levanto, dejándola contemplar las arrugas del sofá, para ir por mi cuenta a la cocina, que está tan limpia y laqueada que mi reflejo me sigue hasta la nevera. Está casi vacía: sobras de cordero, dos lonchas de jamón de pavo. Las pongo sobre la encimera de metal bruñido donde nos zampábamos enormes tablas de queso al volver del teatro. Otros recuerdos me vienen a la memoria, no sé por qué hoy, quizás por el pianista anónimo que ha vuelto a despertar emociones enterradas… Esta mesa ha conocido placeres distintos de la cuchara metida en el queso Vacherin, abrazos que hoy me parecen tan lejanos como si tuviera cien años. Aquí mismo hemos follado con verdadera avidez. Nos hemos desnudado, febril y violentamente, entre los añicos de un plato roto. Nos hemos devorado el uno al otro.

De esa época solo queda la bodega, de la que a diario subo botellas que reservábamos para ocasiones especiales. Ocasiones especiales ya no hay, así que bebo solo, para acorralar el poco placer que me queda, para que las botellas de Nuit-Saint-George no se pasen la vida esperando a que las descorchen. Poco importa que Mathilde solo beba agua mineral. Esta noche, los restos de un Vosne-Romanée acompañarán el jamón de pavo Fleury Michon metido entre dos rebanadas de pan de molde blandengue. Lo mejor para apurar lo peor.

—Tal vez podríamos volver a pintar el salón. ¿Qué opinas?

Levanto la vista, con la boca llena de esas lonchas con gusto a plástico que se empecinan en llamar jamón. Mathilde se detiene en el marco de la puerta, con la mirada perdida, y lucho contra el impulso de decirle que no opino nada.

—Puede ser.

—Para que combine con las cortinas nuevas.

—Sin duda.

—Pensaba en un color claro, quizás un amarillo pálido. O incluso un azul pastel.

—Buena idea.

—Te importa un bledo.

—No, para nada.

Hablamos un poco de colores. Y de muebles. Como si el destino de mi sillón de lectura pudiese alterar en cierto modo nuestra caída libre. Como si un comedor nuevo fuese a impulsarnos a recibir gente otra vez. Por un instante, siento casi ganas de levantarme, cruzar los dos metros que nos separan y tomarla suavemente en mis brazos, pero es demasiado tarde, ya no estamos en ese punto. O quizá no tengo la fuerza necesaria.

Hoy he vuelto a sentir un soplo de vida.

Pero no aquí.

Tengo que volver a ver a ese chico.

libro-5

2

La verdad, empieza a tocarme las pelotas con el caballito. Ya van diez veces que pasa delante de nuestras narices montado en su YZ, que hace más ruido que un Rafale al despegar. Por no hablar del olor a gasolina, los neumáticos chamuscados en el asfalto, el humo. El olor de la shisha se me sube a la cabeza, y su sabor a manzana empieza a darme ganas de potar. Cuando me llega el turno, paso.

—¿No quieres más?

—No.

Driss le pasa la boquilla a Kévin, y me da la impresión de que ya he vivido esta escena. A lo mejor, porque ya la viví ayer y antes de ayer y todos los días de la semana. Estoy tan acostumbrado a sentarme aquí, en el respaldo de este banco, que ya ni siquiera se me clava en las nalgas. A la izquierda tengo a Kévin, como siempre, con su camiseta del París Saint-Germain, y a la derecha a Driss, con un chándal lo bastante grande como para que entren dos como él. Formamos parte del decorado. Somos como buitres posados delante del bloque B, mirando pasar la gente, los coches, la moto de aquel imbécil.

—Pero bueno, ¿y esas zapas?

He aquí algo que no estaba ayer: las Air Max rojo fuego en los pies de Driss. Ciento setenta pavos el par. Kévin no se lo cree, y yo tampoco, porque la última vez que a Driss le pagaron un sueldo fue hace más de un año, en la cantina del colegio Pablo Neruda; y encima lo echaron a los tres días, por dar de fumar a los chavales.

—¿Son auténticas? —pregunta Kévin.

—Claro que son auténticas. Recién llegadas de Los Ángeles.

—¡No!

—Sí. Me las consiguió mi primo.

Me parto de la risa. Conocemos de sobra al primo de Driss. O, mejor dicho, no lo conocemos, por la buena razón de que solo existe en su cabeza. Durante años, creímos en aquel tío del barrio que se había ido a probar suerte a California. Se había abierto camino en el rap, había vendido Ferraris, ropa, iPhones y armas, había ganado campeonatos de surf, boxeo tailandés, artes marciales mixtas, se había acostado con modelos y había abierto un bar de mojitos en la playa. Después crecimos, nos pusimos a buscarlo en Facebook, Instagram, Snapchat, y, obviamente, no estaba, porque no estaba en ninguna parte. El primo de Driss es Driss, en sus sueños de adolescente.

A mí me da igual, sé que es demasiado tarde para hacerle decir la verdad, pero Kévin no se rinde.

—Venga, vale ya con tu primo. ¿De dónde las sacaste?

—Joder, os digo que me las ha enviado mi primo.

—¿Porque ahora existe?

Desconecto para mirar la hora, mientras Kévin intenta quitarle una zapatilla a Driss. Solo faltaría que perdiera el tren; esta semana ya van dos veces que llego tarde.

—Joder, ya me parecía —grita Kévin triunfal, alzando una Air Max roja—. ¡Made in China! ¡Hasta el logo se lo han puesto al revés!

—Chorradas —protesta Driss.

Cojo la mochila, doy una última y asquerosa calada a la shisha —ni siquiera sé por qué— y echo a andar hacia la estación. Los otros me siguen el paso, me toman como testigo, me ponen la zapatilla en las narices para que zanje la cuestión.

—¿Es auténtica o no?

—Yo qué sé. Me da igual, llego tarde.

Kévin me da una palmadita en el hombro, con cara de sentir muchísima lástima.

—Pero a ver, ¿no estás harto de ese curro de mierda?

—Para nada. Es la pasión de mi vida.

—No, dime… ¿Hasta cuándo vas a seguir con semejante coñazo?

—Hasta que tú me pagues el sueldo.

Sonríe torcido, con el aire misterioso de quien trama un asunto turbio. La última vez era conseguir por cuarenta euros el último Samsung robado de un camión. Lo sigo esperando, el Samsung.

—A lo mejor no es imposible…

—¿Qué, que me pagues para quedarme sentado en un banco?

—No, pero estoy planeando un buen golpe. Si da resultado, te puedo decir que ya no vas a necesitar ese curro de mierda.

—Déjalo. Ya hemos visto tus planes.

—Este no.

Me encojo de hombros, pero Driss, que ha mordido el anzuelo, se imagina ya en una azotea de Los Ángeles.

—Venga, ¿y de qué va?

—Por ahora no puedo decir nada. Pero seréis los primeros en saberlo.

—¿Es de los grandes?

—Lo bastante para comprarte un par de Nikes auténticas. Y toda la tienda de deportes.

—Pero venga, dinos qué es, ¡joder!

Como siempre, Driss tardará una hora en sonsacarle algo, y después tendremos una semana entera de fantasías. A mí me la trae floja, no le sigo el juego, no tengo cuarenta euros para gastarme en un teléfono imaginario, ni la intención de volver a meterme en asuntos sospechosos que acabarán recayendo sobre mi madre. Si me hubieran dado cien pavos por cada vez que la han llamado para que fuera a la comisaría, estaría forrado. Justo la semana pasada birlé un iPad que asomaba de una maleta de la estación, fue una idiotez, fue peligroso, y solo saqué un billete de cincuenta. Es hora de dejarse de estupideces.

Pasillo 13, ubicación B3. Dos toques de palanca, una marcha atrás. Los brazos de la carretilla elevadora se meten bajo el palé y lo levantan casi sin esfuerzo. Y suben. Muy por encima de mi cabeza, con un ligero temblor, pero la caja resiste y entra en su sitio. Como las demás. Como las treinta y cuatro que la precedieron esta tarde, con una etiqueta de «frágil» que me recuerda que un descuido me puede costar el bono. Los primeros días me ponía nervioso; me sudaban las manos. Ahora me da igual, lo controlo. Mi trabajo es como un Lego gigante, que consiste en apilar unas cajas encima de otras, en un almacén más grande que una puta ciudad. Es simple, es mecánico, es idiota, vacía la cabeza y sacas mil pavos a fin de mes, menos la comisión de la agencia de empleo temporal. Comparado con las cocinas de McDonald’s, es un regalo del cielo: mi ropa no apesta, no me da ganas de potar y nadie me grita. Solo tengo que hacer como que no me paso la vida en estos callejones grises, tan largos que a veces casi parecen llevar a alguna parte.

Acelero.

A fondo.

Me doy el gusto de remontar el almacén a toda pastilla, mientras la Fenwick vibra por todas partes, hasta la zona de carga de camiones.

—¡Ey, Malinski! ¿Dónde crees que estás? ¿En el Gran Premio de Mónaco?

Desacelero.

Qué ganas de joder, siempre llamándome al orden por cualquier bobada, como si fuera a romper algo. Nunca he roto nada, excepto las pelotas del jefe de área, que lo odia todo: si aceleras, si desaceleras o si te tomas dos minutos de descanso. Entonces lo callo metiéndome los auriculares en los oídos y dándole al play. Y subiendo el volumen. Hasta que el Preludio de Bach llena el almacén hasta el techo. Al cerrar los ojos, casi me da la sensación de que tengo los dedos en el teclado, que toco al ritmo de la Fenwick, que avanzo sobre las notas. Los engranajes, los chasquidos, las vibraciones se mezclan con la música y me llevan como si condujera en una nube. La marcha atrás suena en re menor. El rechinar de los palés marca el tempo. Y la música me llega a la punta de los dedos, en el volante que vibra, se ajusta a los latidos de mi corazón y ya no pienso en nada, ni en el almacén, ni en las cajas, ni en la voz gritando algo por el altavoz, nada. Soy uno con la carretilla roja, me fundo con el metal, soy una lluvia de notas y la carretilla también.

De repente, un timbre estridente. Agudo. Interminable.

Fin de la jornada.

Como en la escuela.

—¡Mathieu! ¿Estás sordo o qué?

No, no estoy sordo, ni mucho menos, pero no me gusta cortar una pieza de música en la mitad, me da la sensación de cerrar la tapa del teclado sobre los dedos del pianista.

Un grupo de empleados de almacén vestidos con monos grises se dirigen hacia los vestuarios, mientras me sumo a los que van al garaje para aparcar la Fenwick como es debido, en la plaza 7. Aquí todo está en su sitio. Excepto yo.

—¿Qué escuchas? —pregunta el gordo Marco, que me espera para ir al vestuario.

—Nada. La radio.

Asiente con la cabeza, mecánicamente, porque en el fondo le da igual qué escucho. La gente habla por hablar, para llenar su soledad, y de todos modos no hay ninguna posibilidad de que conozca el Preludio de Bach. Nadie conoce el Preludio de Bach. Marco es fan de Johnny Hallyday, hasta se hizo tatuar su retrato en el brazo, con una Harley detrás y Quelque chose de Tennessee en letras góticas.

En el camino de regreso sigo escuchando el preludio, para acelerar el rato en el tren, como si aún estuviera conduciendo solo entre los callejones vacíos. Hace un tiempo raro, ni bueno ni malo, con nubes tan bajas que ocultan el horizonte. No es que haya gran cosa que ver, pero, en fin, si encima el paisaje desaparece, el viaje se me hace más largo. Hay demasiada gente. Demasiado ruido. No quiero estar en este sitio. Tampoco quiero volver a casa para prepararle la cena a mi hermano antes de desplomarme delante del televisor, o acabar la noche abajo con los otros, hablando de todo un poco y sobre todo de nada, hasta las dos de la madrugada. Al menos en algo tiene razón Kévin: mil pavos no es mucho por una vida de mierda.

En la Gare du Nord, todo el mundo se empuja para bajar, precipitarse a las escaleras mecánicas, echar a correr para coger el tren que se dirige al extrarradio. Me coloco a la derecha. La oleada de los acelerados que suben los escalones corriendo se me adelanta y me zarandea, y me quedo viendo cómo se alejan un par de nalgas metidas en unos vaqueros muy apretados. Un niño me sonríe, un ejecutivo manda SMS, dos turistas se pelean a gritos. Me gusta observar a la gente: es como robarles trozos de vida.

Al llegar a los andenes, procuro mantener la vista al frente.

Las pantallas, los horarios.

Hacer caso omiso del piano.

Pero está libre. No hay manera. Esperaba que estuviera ocupado, que hubiera un grupo de personas reunidas alrededor, pero no, me espera, sin nadie, con el asiento vacío y las teclas huérfanas. Como si me echara de menos. Como si me llamara en silencio. Todos los días el mismo cantar, la misma tentación, y sé muy bien que es una idiotez, porque los maderos me siguen desde hace un rato.

Por suerte, corro deprisa.

Vacilo una vez más, por costumbre. Sé muy bien cómo acabará la cosa. A continuación, me subo la capucha —no, no es más discreto, y sí, parezco un macarra— para luego sentarme. Rozo las teclas con los dedos, amoldo los pies a los pedales. Inspiro. Lentamente. Para regular la respiración. Para aliviar el estrés. Hay que saborear el momento, como un fumador que da una primera calada. Es mi bocanada de aire cotidiana. La única. Dentro de un instante ya no veré nada, no oiré nada y me olvidaré de mi vida.

libro-6

3

Preludio y fuga nº 2 en do menor. Como la primera vez. Con la misma facilidad aérea, la misma energía, la misma soltura. Cada nota cae donde la espero, en su debido lugar, dentro de una armonía invisible que cualquier torpeza podría desbaratar. Una pieza musical es como un castillo de naipes, con un soplido basta. Me acerco lentamente, por miedo a que el momento se esfume, a que el chico al que rastreé como a Cenicienta vuelva a desaparecer. Llevo una semana viviendo con este recuerdo, rondando la Gare du Nord siempre a la misma hora, con la esperanza de volver a verlo. Sé lo que parezco, y no me importa. Casi hubiera preferido equivocarme, darme cuenta de que su preludio solo es un laborioso ejercicio disfrazado de genialidad, pero no, sus dedos corren por el teclado con una facilidad desconcertante.

Entre el gentío que se multiplica al final del día, los viajeros se apresuran, rodean el piano, golpean el taburete con sus maletas de rueditas. Por lo visto ninguno se deja seducir por la música, y sin embargo… Es curioso: algunos de ellos pagarían mucho dinero por una butaca en primera fila para escuchar esta interpretación de la obra de Bach en la sala Pleyel. Con cautela, doy un paso más, sin distinguir realmente los rasgos del chico bajo su capucha. Todo su cuerpo oscila al son de las notas, como si lo meciera una ola, y sus zapatillas enormes empujan los pedales con una violencia contenida.

A solo diez metros, patrullan dos agentes de policía.

Miran para este lado.

Contengo la respiración.

Dudo en tocarle el hombro al chico, sacarlo de su trance, pero los policías se alejan y respiro, porque no tengo ninguna intención de dejarlo escapar por segunda vez. Cuando me acerco, le veo la cara y me doy cuenta de que toca con los ojos cerrados. Sin vacilar, sin errar una sola nota. Con los ojos cerrados.

Tengo que hablarle.

—Disculpe, joven…

Las palabras lo sobresaltan como un silbato. Sale del preludio como si se cayera de la cama, me mira sin comprender, con los ojos celestes relucientes de inquietud. Se levanta. Coge su mochila. Y echa a andar, derecho, sin volverse.

—Espere, no se vaya…

El chico acelera y yo aprieto el paso, con el corazón a tope. Agachando la cabeza, se ajusta la mochila y se abre paso entre la multitud con la facilidad de su edad, de sus zapatillas, de quien sabe moverse en la hora punta. Tengo cuarenta y ocho años, botas con suelas resbaladizas, y hace mucho tiempo que no piso el gimnasio.

—¡Solo quiero hablar con usted!

Se da la vuelta furtivamente, con una mirada de animal perseguido.

—Yo no he hecho nada.

—Pues sí que ha hecho algo: ha tocado el Preludio en do menor mejor que nadie que yo haya visto.

Tras echar una mirada rápida alrededor, me recompensa con una media sonrisa teñida de ironía.

—¿Y qué quiere? ¿Una foto autografiada?

—Solo quiero un minuto de su tiempo.

—¿Para?

—Para hablar. Es la segunda vez que le oigo tocar y…

Y nada. Vuelve a salir disparado entre la multitud, aún más aprisa, lo que casi me obliga a correr detrás.

—Espere un segundo, joven… Me llamo Pierre Geithner. Trabajo en el CSMP. Sin duda lo conoce.

Sin disminuir la velocidad, sin volverse, como si yo le hablara a una capucha, me responde con hosquedad.

—¿Trabaja dónde?

—En el Conservatorio Superior de Música de París. Dirijo el departamento de música.

Se para en seco, con una postura desafiante que lo vuelve casi irreconocible.

—No sé qué quiere usted, pero tengo que tomar el tren. Así que sea bueno y déjeme tranquilo.

Busco con desesperación, en el bolsillo interior de mi chaqueta, una tarjeta que, espero, lo tranquilice en cuanto a mis intenciones. Y como él echa a andar una vez más, me abro camino a codazos en la marea humana que se amontona en el andén.

—Venga a verme al Conservatorio —le digo dándole la tarjeta—. Podemos hablar de proyectos, de su carrera…

—Vale, genial —responde sin aceptarla.

Insisto. A estas alturas, mi orgullo ya no tiene mucho que perder, y no me gustaría pensar que no lo he intentado todo.

—Cójala, sin compromisos… Por favor.

Ya tiene una zapatilla en el estribo del tren cuando se da la vuelta por última vez, con un aire de fastidio mezclado de curiosidad. Con la mano todavía extendida, me siento incómodo, como si fuera un testigo de Jehová que intenta colarle una Biblia a un ateo.

—Joder, usted no se da por vencido.

—No cuando vale la pena.

Tras vacilar un momento, acepta la tarjeta sin mirarla y se la mete en el bolsillo posterior de los vaqueros. Una señal acústica anuncia el cierre de puertas, los últimos viajeros se amontonan a bordo y el chico desaparece después de cerciorarse de que sigo en el andén. Y aquí sigo. Sin saber qué pensar. Con la cabeza llena de sentimientos encontrados. Y de notas. Mi teclado interior sigue vibrando al ritmo del preludio, el fragmento inacabado cuyo final quizá nunca llegue a oír.

El cigarrillo es como una cicatriz vieja: nunca desaparece del todo. Hace cinco años que fumé el último, quizá más, pero por momentos me vuelven las ganas, por oleadas, hasta el punto de que imagino el calor entre los dedos. Y el paquete negro, feo, lleno de fotos de pulmones estropeados, me atrae como un amante.

—¿Te apetece uno…?

—No, gracias. No quiero empezar de nuevo.

—Ya lo sé, pero…

Pero tengo motivos de sobra para hacerlo. Ressigeac lo sabe, como todo el mundo, y continúa mostrándome una sonrisa tranquilizadora que encaja tan bien como una sonata en las manos de un alumno de primer año. Le conozco bien. Sé que busca las palabras exactas para endulzar lo que temo oír desde hace meses.

Cruza los dedos, apoya los codos en la mesa, inspira hondo. Siempre le he encontrado la catadura falsa de un político, con su pelo canoso, sus camisas celestes, sus chaquetas impecables y la decoración convencional de su despacho, en el que nada desentona. Gran escritorio de cristal sin la menor marca de dedos, silla de director, partitura enmarcada y fotos de orquestas colgadas en la pared: en blanco y negro, como se estila. Por no olvidar el busto de Mozart, un horrendo bronce del siglo xix que sirve de pisapapeles y al que solo le falta la etiqueta «souvenir de Salzburgo». Es su pequeño atentado contra el buen gusto, el detalle que lo delata. A Ressigeac nunca le ha gustado la nueva sede del Conservatorio, que es demasiado moderna, espaciosa y luminosa, como si la sombra de sus mayores lo atrajera hacia el polvo. De haber tenido elección, habría dirigido esta

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