La guerra de Galio

Héctor Aguilar Camín

Fragmento

La guerra de Galio

Prólogo

Odio la noche. Su llamado condensa casi todo lo que he buscado apartar de mi vida: la irregularidad y el exceso, el miedo, las obsesiones que suspenden las certezas de nuestra convivencia civilizada, única sed de mi temperamento diurno, amante de la luz y del orden, y de las nobles geometrías que engendra la razón.

Como historiador, he aprendido a ver en las novedades y los cambios meros disfraces del pasado, astucias de la tradición. Basta poner una mano perceptiva sobre las rocas de Monte Albán o Palenque para entender que nuestras propias ciudades y grandezas son también ruinas en curso. De nuestra ebullición y nuestras ansias, del lado oscuro y eterno que nos mueve a la acción, no quedarán acaso sino otras tantas piedras majestuosas —nuestras casas, nuestras calles, nuestros templos—. Sobre ellas, quizá, siglos después alguien posará una mano semejante a la nuestra y pensará que otros estuvimos ahí, incesantes y espasmódicos como él, sentenciados no obstante por el tiempo a la elocuencia muda de esos restos que nos evocan sólo porque nos han olvidado.

Desconfío, pues, del presente y de su forma suprema, vacía por excelencia, que es el periodismo. He dedicado treinta años y doce libros a la historia colonial de México. Puedo decir que encontré ahí más explicaciones de los males presentes de nuestro país que en el registro de sus catástrofes cotidianas que narran los periódicos, con su inmediatez desmemoriada y su exageración profesional.

Digo todo esto para subrayar hasta qué punto la materia de este libro violenta mis hábitos y mis convicciones. Mejor dicho: hasta qué punto la muerte de su protagonista —mi alumno, mi esperanza, mi fracaso— pudo imponer el llamado de la noche sobre la concentración de mi esfuerzo hasta arrojarme al territorio que he tratado de dibujar en estas páginas. He caminado por él cinco años, casi siempre a tientas y sin rumbo, desde la madrugada en que una voz me despertó preguntando por el teléfono si podía identificar el cadáver de un adulto llamado Carlos García Vigil.

Me irritó la palabra “adulto”, dicha por esa voz impersonal, porque siempre había pensado en Vigil como en un muchacho con la vida abierta, dotada de un eterno futuro. Crucé esa misma noche el infierno de formol e indiferencia que llamamos servicio médico forense hasta el congelador donde ya reposaba, con la blancura verde de la cera, su cuerpo largo y atlético, apenas trabajado por el embarnecimiento de los cuarenta años. Lo habían recogido en el cuarto de un hotel de paso con abundantes indicios de restos alcohólicos, sin otra identificación que una licencia de conducir y una tarjeta mía donde había garabateado esa misma tarde mi nuevo teléfono particular. El rictus que la muerte había detenido en sus labios parecía una sonrisa, daba a la frente amplia un aire de comodidad con su destino. Bajo esa curva generosa había alentado, según yo, la más viva inteligencia de su generación, el manantial de dones cuyo florecimiento basta, de cuando en cuando, para justificar los afanes de una cultura —o al menos la vanidad de un profesor que, como yo, había encontrado en esas aguas el único entusiasmo por el futuro que era capaz de recordar—.

Lo había reconocido veinte años antes, mientras revisaba los primeros trabajos de un grupo de estudiantes de historia de 1962. En el alud de torpezas iniciáticas suscitadas por la lectura de una relación sobre los reales mineros zacatecanos del siglo XVIII, habían aparecido las cuartillas diáfanas de Vigil desmintiendo la incuria de sus años. Ahí donde sus compañeros habían reconocido sólo las alusiones obvias del documento —el valor de los salarios o la escasez de la carne— Vigil encontró datos suficientes para bosquejar el perfil de una sociedad precaria, signada por la imposibilidad de la vida señorial, cuya presunción era un lugar común de los colonialistas de la época.

Reparó, por ejemplo, en que la administración del real minero estaba a cargo de una mujer que firmaba la carta: una viuda cincuentona en trance de casarse otra vez, cuya decrepitud codiciada echaba luz sobre las mujeres como un bien escaso en ese mundo remoto. Para llegar a él se requerían catorce días de viaje desde la ciudad de México, según dedujo Vigil de las fechas de la requisitoria virreinal que la viuda contestaba. Esos catorce días de viaje incluían el asedio de los llamados indios bárbaros, como podía desprenderse de las quejas de la propia viuda, quien había perdido así a su marido y a un hermano. La observación dramatizaba los rigores de una colonización epidérmica, todavía mal afianzada en lo militar, pese a la imagen del siglo XVIII novohispano como un cenit de paz y plenitud del dominio colonial.

Consigno estas minucias porque a mi entender retrataban ya la inteligencia profunda de Vigil, su índole plástica capaz de amoldarse sin esfuerzo al objeto de su escrutinio, su facilidad para pasar de los detalles al conjunto y su llano poder de mirar cosas nuevas donde otros recogían nada más letras muertas, retazos sin sentido. He visto a cientos de historiadores sumirse con enjundia en los archivos, escribir libros y fincarse una reputación académica, sin haber logrado nunca un verdadero momento de visión original como los que dejó caer Vigil sobre sus primeras cuartillas escolares.

Era entonces un muchacho largo, moreno y suave, con una grotesca melena al uso de aquellos años, que le bailaba sobre los hombros como una peluca maltratada, de un negro marchito e informal. Ahora estaba en el cajón helado del forense, vuelto un adulto largo, moreno y apacible, desafiante por última vez en su limbo risueño, insistiendo en el no que había regido nuestro desencuentro. Firmé un acta, di los teléfonos de la exmujer de Vigil —Antonia Ruelas, a cuya boda en el 65 me negué a asistir porque clausuró la posibilidad de que Vigil saliera a estudiar al extranjero— y regresé a mi casa, sintiendo crecer la rabia por el desperdicio llamado Vigil.

Contra su jugueteo generacional me había rebelado los últimos diez años. Había sido tan exigente con él como con nadie porque en ningún otro había entrevisto la posibilidad de un trato de iguales, sin condescendencia tutoral ni aprendizajes preparatorios. Había percibido desde un principio su fascinación por el presente, su decisión de meterse en la historia más como el fruto de una perplejidad ante lo inmediato que como una verdadera vocación por el pasado: la pasión de quien aspira a cambiar el mundo que ha heredado, antes que a conocerlo. Traté de suavizar esa fantasía instrumental estimulando su curiosidad por los enigmas de la Nueva España: la conquista espiritual de México o la invención colectiva de Guadalupe. Accedí incluso a la tarea de registrar en un libro las inercias de esa historia y su asombrosa actualidad, tratando de mostrarle en los virreyes el modelo de nuestro presidencialismo, en la evangelización misionera el repertorio de utopías que guían la aspiración de igualdad de nuestra polis; en la legislación de Indias, la impronta tutelar de nuestras leyes; en la explotación

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