El vuelo de la cometa

Laetitia Colombani

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Municipio de Mahabalipuram,

distrito de Kanchipuram,

Tamil Nadu, India

Léna despierta con una sensación extraña, una mariposa desconocida en el estómago. El sol apenas asoma sobre Mahabalipuram, pero en la cabaña adyacente a la escuela ya hace calor. Según las previsiones, a lo largo del día podrían alcanzarse los cuarenta grados. Léna no ha querido aire acondicionado: las viviendas del barrio no lo tienen, ¿por qué iba a tenerlo la suya? Un simple ventilador remueve el asfixiante aire del cuarto. El mar, muy cerca, sólo ofrece un soplo cargado, un hálito maloliente, olor acre a pescado seco que vicia el rocío salobre. Un inicio de curso sofocante, bajo un cielo plomizo. En esta parte del mundo es así: el año escolar empieza en julio.

Los niños no tardarán en llegar. A las ocho y media en punto cruzarán el portal, atravesarán el patio y, un poco incómodos en sus uniformes nuevos, irrumpirán en la única aula. Léna ha esperado, imaginado, soñado este día mil veces. Piensa en toda la energía desplegada para hacer realidad este proyecto, un proyecto descabellado, demencial, nacido gracias a su fuerza de voluntad. Como una flor de loto surgida del cieno, la pequeña escuela ha florecido en la periferia de una ciudad costera a la que algunos aún llaman pueblo, pero en la que se agolpan miles de personas entre los templos ancestrales y la playa, donde vacas, pescadores y peregrinos se mezclan sin distinción a orillas del golfo de Bengala. El edificio, sin pretensiones, de paredes encaladas y con un patio donde crece un solo árbol, un gran baniano, se funde humildemente con el paisaje. Nadie diría que su existencia roza el milagro. Léna debería alegrarse, disfrutar de este momento, festejarlo, celebrarlo como una victoria, un gran logro.

Sin embargo, no consigue levantarse. Tiene el cuerpo torpe, pesado. Esta noche sus fantasmas han vuelto a atormentarla. Ha dado muchas vueltas en la cama antes de caer en un sueño ligero que mezclaba pasado y presente. Ha revivido sus otros comienzos de curso como profesora, con montones de fichas que rellenar, material que pedir y clases que preparar. Le encantaba la efervescencia del reinicio tras las largas vacaciones de verano. El olor del forro adhesivo para los cuadernos, nuevos y lisos; los lápices y rotuladores, que abultaban el cuero blando de los plumieres; las agendas inmaculadas y las pizarras limpias... Todo aquello le producía una alegría indescriptible: la reconfortante certeza de un eterno retorno. Se ha visto de nuevo en casa, en los pasillos del colegio, activa, diligente. La felicidad estaba ahí, agazapada en aquellos minúsculos instantes de la vida cotidiana, cuya regularidad le producía la sensación de una existencia inmutable y protegida.

Qué lejana le parece ahora su vida de entonces. Al evocar esos recuerdos, Léna se hunde en un océano de angustia del que no sabe cómo salir. De pronto, le entran dudas. ¿Qué hace allí, en mitad del subcontinente indio, a años luz de su casa? ¿Qué extraño capricho del destino la ha llevado a este pueblo de nombre impronunciable donde nadie la esperaba, donde la vida es tan áspera y dura como las costumbres de sus habitantes? ¿Qué ha ido a buscar aquí? La India la ha despojado tanto de sus referentes como de sus certezas. Creyó que su pena se disolvería en este nuevo mundo: humana tentativa, mísero baluarte que quiso contraponer a la desgracia, como quien levanta un castillo de arena a la orilla de un mar embravecido. El dique no ha aguantado. La pena ha vuelto a apoderarse de ella; se le pega a la piel como la ropa, húmeda por el bochorno estival. Ha regresado, intacta, el primer día de curso.

Desde la cama, oye llegar a los primeros alumnos. Se han levantado temprano, febriles. Recordarán este día toda su vida. Entran en el patio empujándose unos a otros, pero Léna es incapaz de moverse, de salir a recibirlos. Se enfada consigo misma por esa ausencia. Desfallecer ahora, después de tanto luchar... Qué decepcionante. Este proyecto ha requerido valentía, paciencia y determinación. Redactar los estatutos y conseguir las autorizaciones no fue suficiente. En su ingenuidad, tan occidental, creyó que los vecinos del barrio se apresurarían a mandar a sus hijos a la escuela, contentos de poder ofrecerles la educación que la sociedad les había negado hasta ahora. No esperaba que le costase tanto convencerlos. Arroz, lentejas y chapatis [1] fueron sus mejores aliados. Allí comerían, les prometió. El argumento del «estómago lleno» fue definitivo para negociar con estas familias, casi siempre numerosas y la mayoría hambrientas. En este pueblo, las mujeres suelen tener entre diez y doce hijos.

Con algunos, la negociación fue más dura. «Te dejo a una pero me quedo a la otra», le dijo una de las madres del barrio señalando a sus hijas. Léna comprendió enseguida la triste realidad que escondían esas palabras. Aquí los niños son una fuente de ingresos y trabajan igual que los mayores. Bregan en los molinos de arroz, entre el polvo y el ruido ensordecedor de las muelas; en los talleres de tejidos, los hornos de ladrillos, las minas, las granjas, las plantaciones de jazmín, té o anacardos, las vidrierías, las fábricas de cerillas o de cigarrillos, los arrozales, los vertederos al aire libre... Son vendedores, limpiabotas, mendigos, traperos, peones agrícolas, canteros, conductores de bicitaxi... Léna ya lo sabía, al menos teóricamente —había visto varios reportajes sobre los talleres del llamado «cinturón industrial de la alfombra», al norte del país, donde los niños trabajan encadenados a los telares veinte horas diarias todos los días del año—, pero no fue consciente de la magnitud del problema hasta instalarse aquí: la India es el mercado de mano de obra infantil más grande del mundo. Una esclavitud moderna que tritura los estratos más pobres de la sociedad.

La comunidad más afectada es la de los intocables, los llamados impuros, esclavizados desde tiempos inmemoriales por las castas consideradas superiores. Los más pequeños, obligados a secundar a sus mayores en las tareas más ingratas, no escapan a la norma. En el interior de las chozas del pueblo, Léna ha visto a niños liando bidis [2] con ágiles dedos desde el amanecer hasta bien entrada la noche. Por supuesto, las autoridades niegan estas prácticas: oficialmente, la ley prohíbe que los menores de catorce años trabajen, pero también prevé una notable excepción: «salvo si están empleados en el marco de una empresa familiar». Una breve cláusula que cumplen casi todos los niños explotados. Unas pocas líneas que truncan el futuro de millones de chavales. Las niñas son las primeras víctimas del trabajo forzado. Obligadas a quedarse en casa todo el día, se ocupan de sus hermanos y hermanas, cocinan, van a buscar agua o leña, limpian la casa, friegan los cacharros y lavan la ropa.

Léna no se rindió, se enfrentó a los padres. Entabló negociaciones inverosímiles, incluso prometió entregarles una cantidad de arroz equivalente al salario de cada niño

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