El pequeño maestro

Stéphane Arfi

Fragmento

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Preludio de la fuga

Hace dos mil años, en un antiguo reino de oriente cuya capital es Jerusalén, vive un jovencito excepcional.

Se llama Yeshua, que en hebreo significa «el cielo salva» o, literalmente, «el cielo ayuda».

De suma inteligencia y sensibilidad, Yeshua tiene una mirada de una dulzura inefable.

Pero su corazón está lleno de una inmensa ira contra Dios, es decir, contra el cielo.

Porque Yeshua no se conforma con la Ley inmemorial que el cielo ha promulgado como remedio de la desgracia: «Para ser feliz, debes amar al prójimo como a ti mismo».

El amor, se pregona por entonces, es el único secreto de la felicidad.

Y, sin embargo, ¿qué consigue el amor ante el egoísmo, la cobardía, el abandono, la humillación, la crueldad, la injusticia? ¿Qué hace el amor ante el odio, el crimen, la guerra, la miseria y, en particular, la enfermedad y la muerte de aquellos que amamos?

«No —piensa Yeshua—, debe haber otra ley, debe existir una palabra más bella, más virtuosa, más eficaz que la palabra amor: una palabra que realmente nos haga felices pese a las adversidades de la vida».

Además, como tiene un deseo ferviente de felicidad, para sí mismo y para la humanidad, Yeshua quiere oír del cielo mismo esa otra palabra.

En esa época, solo hay un lugar donde se puede hablar al cielo: el Templo de Jerusalén, donde el cielo manifiesta su presencia en una sala secreta denominada el Sanctasanctórum.

Así pues, con la lógica implacable que tienen los niños resueltos, Yeshua decide fugarse.

Su fuga a Jerusalén durará tres días.

Hasta hoy, nadie había contado lo que hizo Yeshua en esos tres días.

Y eso es muy asombroso, porque la fuga, que cambió la vida de aquel jovencito excepcional, cambió igualmente la vida de millones de hombres y mujeres nacidos después.

Quizá también la tuya.

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Primer día

Un corazón airado

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i–1

De un extremo al otro de Jerusalén resuena la llamada lastimera de una trompeta. En la primera mañana de la primavera, el sol que se tiñe de rojo augura un día de calor poco habitual.

La caravana del norte está por emprender el camino de regreso.

Tras abandonar el campamento que habían montado en la ladera del cercano monte de los Olivos, miles de peregrinos se preparan para iniciar el viaje largo y peligroso que los llevará de vuelta a sus aldeas por valles silvestres y colinas austeras.

Con doce años, Yeshua ya no es un niño: es un hombre. Así lo dice la Ley del cielo.

Por lo tanto, sus padres le han permitido caminar con sus primos en la retaguardia de la caravana.

Yeshua fingió estar satisfecho con ello.

Pero, en realidad, quiere quedarse en Jerusalén.

Lleva días pensando en su fuga.

Porque Yeshua solo tiene una obsesión: hablarle al cielo. A solas.

Cara a cara.

Quiere que el cielo, delante de él, responda a una pregunta que no deja de acosarlo: ¿cómo vivir feliz?

Y es allí, en Jerusalén, donde podrá hablar al cielo, que manifiesta su presencia en la sala secreta del Templo, llamada el Sanctasanctórum.

Yeshua alza la vista hacia las fortificaciones que rodean la Ciudad Santa.

Es necesario, dice el adagio, haber visto Jerusalén una vez en la vida; de lo contrario, no habrás conocido la belleza.

Con todo, Yeshua no ve la belleza de Jerusalén.

Solo ve un amasijo de viejas piedras fatuas que, un buen día, se derrumbarán unas encima de las otras si el mundo no cambia; si la injusticia sigue aplastando la vida; si el cielo, que puede helar el sol e incendiar la luna con una palabra, persiste en abandonar a los hombres a sus dramas, penas y angustias.

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i–2

En la caravana que se dispone a partir, se distingue fácilmente a Yeshua por su cuerpo largo y esbelto (es bastante alto para su edad) y su cabellera rubia y rizada, que le confiere la apariencia de un león joven.

Va rodeado de sus primos y algunas de sus primas, sensibles al embeleso que emana de su bello rostro serio, iluminado por una mirada dulcísima que parece contemplar lo que nadie ve: el misterio de las cosas.

Junto a Yeshua, solo un poco mayor que él, pero mucho más alto y agitado, está Yohanan, su primo favorito, cortando el aire con grandes aspavientos.

Yohanan solo vive para servir al cielo, del que espera con fervor que castigue a los hombres, a su entender todos pecadores, corruptos e inmorales; y que los castigue de la peor manera posible, desatando el fin del mundo a golpe de terremotos, tormentas o inundaciones: «El cielo —suele decir Yohanan— tiene donde elegir».

Yohanan ama pocas cosas en la tierra. Pero ama a su primo Yeshua como a un hermano. Y lo ama por entero. Ama su aversión a la arrogancia de los ricos y los sacerdotes; ama la ferocidad con que defiende a las mujeres y las niñas (creció entre ellas y comprende sus dolores), e incluso a las criaturas que nadie se atreve a defender: los animales y las flores; en especial, la flor llamada varda, una belleza rosada con un pistilo blanco resplandeciente cuya exquisita fragancia, cosa extraordinaria, persiste largo tiempo después de marchita. Es pues para gran desespero de Yeshua que recogen esas flores sin moderación alguna, acortando cruelmente sus días.

Sobre todo, Yohanan ama la ira que Yeshua lleva en su c

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