Con total libertad

Zadie Smith

Fragmento

Blues de NW London

Blues de NW London

La última vez que estuve en Willesden Green llevé a mi hija a visitar a mi madre. Hacía sol, así que salimos las tres a pasear por Brondesbury Park en dirección a la avenida. Era el día del «mercado francés», un mercadillo bastante insólito que vende productos franceses en un espacio que va desde las preciosas torrecillas que aún quedan en pie de la Biblioteca de Willesden (1894) hasta ese emblema local conocido como Centro Cultural de Willesden Green (1989), brutal como un enorme barco de ladrillo encallado, que acoge casi medio millón de visitas al año. Así pues, recorrimos bajo el sol la calle, decididamente urbana, en dirección al mercadillo. No era como pasear por un sombreado camino rural para ir a la plaza de una villa del siglo XVIII perfectamente conservada, ni siquiera como ir a uno de esos mercados de hortelanos y granjeros que han surgido por todo Londres allí donde la prosperidad confluye con un gran interés por los quesos artesanales.

Aun así fue bastante agradable. En el mercado francés de Willesden se venden bolsos baratos; se venden discos compactos con temas clásicos de jazz y rock; se venden paraguas y flores artificiales; se venden adornos, baratijas y chismes que no siempre parecen franceses a primera vista, ni por su temática ni por su naturaleza; se venden pistolas de agua; se vende pan y repostería francesa por poco más de lo que pagarías por la bollería industrial en el Greggs de la avenida de Kilburn; se venden quesos a buen precio y de variedades reconocibles —brie, de cabra, azul—, como si el mercado hubiese viajado inalterado a través del Canal de la Mancha desde un barrio del extrarradio de París... y quizá sea el caso. Lo fundamental del mercado francés de Willesden es, sin embargo, que acentúa y celebra ese espacio concreto delante del Centro Cultural de Willesden Green que siempre es un lugar de encuentro, pero nunca tanto como en los días de mercado. Todo el mundo se pasa por allí y charla un rato aunque al final no compre queso. Es realmente agradable. Casi podrías olvidar que la transitada avenida de Willesden está a diez metros de allí, y eso es muy importante. Mientras recorres el mercado no estás yendo al trabajo o a la escuela, no estás esperando el autobús, no vas hacia el metro ni a comprar artículos de primera necesidad; no estás en la avenida, donde tienen lugar esas actividades, sino un poco al margen, dando una vuelta, paseando por una zona metropolitana al aire libre, que es precisamente lo que el diseño de esas avenidas pretende impedir.

Todo el mundo sabe que, en las ciudades, estar por la calle sin propósito aparente puede considerarse «incívico». Y, en efecto, había cuatro indigentes borrachos sentados en una de las extrañas protuberancias arquitectónicas de la biblioteca bebiendo cerveza Special Brew. Quizá en un pueblo se sentarían bajo un árbol, o ya los habría ahuyentado un granjero con una horqueta: no pretendo saber lo que pasa en los pueblos, pero allí, en Willesden, estaban sentados en un banco que más parecía una cornisa mientras los demás nos juntábamos en la desangelada explanada de cemento sin propósito aparente, simplemente holgazaneando bajo el sol como una especie de comunidad. Desde esa posición estratégica podíamos ver, de frente, las torrecillas, a la izquierda la comisaría de policía victoriana (1865) y a la derecha la fachada medio espectral del pub The Spotted Dog (1893).

Podíamos tener una mínima sensación de continuidad con el pasado. Seguramente no tanta como los vecinos de Hampstead o los habitantes de los preciosos pueblecitos de todo el país con una plaza perfectamente conservada, pero en Willesden también hay, aquí y allá, cosas que han perdurado, lo que nos alegra. No quiere decir que nos pongamos nostálgicos con la arquitectura (sólo hay que ver la biblioteca), pero nos gusta recordar que tenemos tanto derecho como cualquiera a la historia local, aun cuando muchos de nosotros hayamos llegado allí hace poco y de todos los rincones del planeta.

En los días de mercado nos permitimos sentir que nuestro barrio, con toda su variada mezcla de gente y arquitectura, sigue poseyendo cierta belleza que debe conservarse y cuidarse mínimamente. Vaya, que son días particularmente agradables, aunque eso no implique que una niña lo pase bomba viendo cómo su abuela saluda a todos sus conocidos del barrio. Mi hija y yo estábamos paseando y, como es imposible pasear por la avenida, retrocedimos un poco y entramos en el centro cultural. Inevitablemente, retrocedimos en el tiempo, aunque no aburrí a la pobre niña con mis recuerdos; de hecho, no habría podido: es demasiado pequeña para sucumbir a la nostalgia. En cambio, os aburriré a vosotros. Yo estudié ahí, en aquel pupitre. Allí, donde estaba la cabina telefónica, conocí a un chico. En esa sala (en un cine ya desaparecido), fui con amigos de la escuela a ver El piano y La lista de Schindler, y después a tomar un café (en una cafetería ya desaparecida), y tuvimos una muy seria discusión sobre el arte, intuyendo de forma precoz que podía existir cierta diferencia entre una película con buenas intenciones y una buena película.

Entretanto, mi hija correteaba como loca por la explanada del centro con otra niña, pero en algún momento cambió de dirección y fue derecha hacia la librería Willesden, una librería independiente que ocupa un local alquilado al ayuntamiento y que ofrece —diga lo que diga el ayuntamiento de Brent— un servicio esencial a la comunidad. La librería la lleva Helen, una persona esencial en el barrio. Yo definiría así la esencialidad de la tarea de Helen: «Hay que darle a la gente lo que no sabe que quiere.» Esa clase de tareas, importantísimas, están en el polo opuesto del concepto popularizado por Rupert Murdoch: «Hay que darle a la gente lo que quiere.» A estas alturas, todo el mundo está familiarizado con la versión del bien social de Murdoch —a quien algunos llaman Dirty Digger: el Cazabasuras—: llevamos treinta años bajo su imperio mediático. La concepción de Helen es diferente y por fuerza se «perpetra» a una escala mucho más pequeña.

Helen les da a los vecinos de Willesden lo que no saben que quieren: libros inteligentes, libros extravagantes, libros sobre el país del que proceden o en el que están; libros infantiles donde salen niños que al menos se parecen un poco a los que los leen; libros radicales; libros clásicos; libros raros; libros populares. Como lee mucho, sabe recomendar. Con suerte tenéis a una Helen en una librería cerca de casa, así que entendéis de qué hablo. En 1999 yo no sabía que quería leer a David Mitchell, hasta que Helen me puso delante los Escritos fantasma. Y conservo un nítido recuerdo de haber comprado allí un libro de Sartre sólo porque lo vi en la estantería. No sé cómo podría haber sabido que quería leer a Sartre de no haberlo visto en aquella estantería; o sea, de no ser porque Helen lo puso allí. Años después presenté mi primer libro en su librería y, cuando el acto se llenó de gente, básicamente de vecinos amigos de mi madre, fuimos caminando hasta su piso, que está en la misma calle, y continuamos allí la presentaci

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos