La gran casa

Nicole Krauss

Fragmento

GRAN_CASA-3.xhtml

Todos en pie

Hable con él.

Señoría, en el invierno de 1972, R. y yo rompimos, mejor dicho, él rompió conmigo. Sus motivos eran vagos, pero vino a decir que tenía un lado secreto, una parte cobarde y despreciable que jamás podría mostrarme, y que necesitaba alejarse como un animal enfermo hasta haber mejorado aquella faceta suya de tal modo que lo hiciera digno de compañía. Aunque se lo discutí —era su novia desde hacía casi dos años, sus secretos eran los míos y si había algo cruel o cobarde en él yo lo habría sabido mejor que nadie—, fue en vano. Tres semanas después de que se mudara, recibí una postal suya (sin remite) en la que me decía que nuestra decisión —así la llamaba— había sido la correcta, por dura que resultara, y me instaba a reconocer que nuestra relación había terminado para siempre.

Luego todo empeoró durante una temporada y después empezó a mejorar. No entraré en detalles más allá de explicar que no salía, ni siquiera para visitar a mi abuela, y tampoco dejaba que nadie viniera a verme. Por extraño que parezca, lo único que me servía de consuelo era que hacía un tiempo de perros, por lo que pasaba las horas recorriendo el piso, armada de una pequeña y extraña llave inglesa especial para ajustar los tornillos de los vetustos marcos de las ventanas. En los días de mucho viento se aflojaban y las ventanas chirriaban. Había seis ventanas, de modo que, en cuanto había acabado de apretar los tornillos de una, otra empezaba a gemir, así que corría de acá para allá, llave inglesa en mano. Luego, a lo mejor disfrutaba de media hora de tregua, que pasaba sentada en la única silla que quedaba en el piso. Durante un tiempo, al menos, fue como si lo único que quedaba del mundo fuera aquella lluvia interminable y la necesidad de ajustar bien los tornillos. Cuando por fin salió el sol, decidí dar un paseo. Todo estaba inundado, y aquellas aguas quietas como espejos me serenaban. Caminé mucho rato, por lo menos seis o siete horas, por barrios a los que nunca había ido y a los que jamás he vuelto. Regresé a casa exhausta, pero convencida de haberme purgado de algo.

Ella me lavó la sangre de las manos y me dio una camiseta limpia, quizá suya. Me tomó por su novia, o tal vez incluso por su mujer. Nadie ha venido por usted aún. No me apartaré de su lado. Hable con él.

Poco después de aquello, el magnífico piano de R. salía del mismo modo que había entrado, por el amplio ventanal de la sala de estar. Fue la última de sus pertenencias que se llevaron, y mientras estuvo allí era como si en realidad R. nunca se hubiese marchado. En las semanas que viví a solas con el piano, antes de que vinieran a recogerlo, le daba una palmadita de vez en cuando al pasar por delante, como había hecho con R.

Unos días después, un viejo amigo mío llamado Paul Alpers me llamó para contarme un sueño que había tenido. En él, Paul y el gran poeta César Vallejo estaban en una casa de campo que había pertenecido a la familia de Vallejo desde que éste fuera niño. La casa se encontraba vacía y todas las paredes estaban pintadas de un blanco azulado. El conjunto transmitía una sensación de gran paz, me aseguró Paul, que en el sueño pensó que Vallejo era muy afortunado por trabajar en un lugar así. Esto parece la antesala de la otra vida, le dijo Paul. Como Vallejo no lo oyó, tuvo que repetirlo dos veces. Finalmente, el poeta, que en la vida real murió a los cuarenta y seis años, pobre de solemnidad y en plena tormenta, como había predicho, lo comprendió y asintió. Antes de que entraran en la casa, Vallejo le había contado a Paul una anécdota según la cual su tío solía mojar los dedos en el barro para hacerle una señal en la frente, algo relacionado con el miércoles de Ceniza. Y luego, dijo Paul que había dicho Vallejo, hacía algo que él jamás había comprendido. Para ilustrar sus palabras, el poeta había hundido dos dedos en el barro y dibujado un bigote sobre el labio superior de Paul. Ambos se habían reído. Lo más desconcertante del sueño, me aseguró Paul, era la complicidad que había entre ellos, como si se conocieran desde hacía mucho.

Naturalmente, Paul se había acordado de mí al despertar. Cursábamos segundo de facultad cuando nos conocimos en un seminario de poesía vanguardista. Nos hicimos amigos porque en clase siempre estábamos de acuerdo entre nosotros y en desacuerdo con los demás, de un modo cada vez más marcado a medida que avanzaba el curso, y con el tiempo acabamos forjando una alianza que años después, cinco para ser exactos, se podía reactivar al momento. Paul me preguntó qué tal estaba, refiriéndose a la ruptura de la que alguien debió de informarle. Le dije que me encontraba bien, aunque era posible que estuviera quedándome calva. También le conté que, además del piano, R. se había llevado el sofá, las sillas, la cama e incluso la cubertería, puesto que cuando nos conocimos yo vivía prácticamente con la maleta a cuestas, mientras que él era como un Buda sedente rodeado de todos los muebles heredados de su madre. Paul dijo que conocía a alguien, un poeta amigo de un amigo, que se disponía a volver a su Chile natal y tal vez necesitara un lugar donde dejar los muebles durante una temporada. Hecha la llamada oportuna, se confirmó que en efecto el tal poeta, que respondía al nombre de Daniel Varsky, tenía algunas piezas de mobiliario con las que no sabía qué hacer, ya que no deseaba venderlas por si cambiaba de idea y decidía regresar a Nueva York. Paul me dio su número y me dijo que Daniel estaba esperando que me pusiera en contacto con él. Pospuse la llamada unos días, sobre todo porque me resultaba violento pedirle a un desconocido que me prestara sus muebles, por más que me hubiesen allanado el camino, pero también porque durante el mes transcurrido desde que R. y sus muchas pertenencias se esfumaran, me había acostumbrado a no tener nada. De hecho, la ausencia de muebles sólo suponía un problema cuando venía alguna visita y yo deducía por su expresión que, vista desde fuera, la situación, mi situación, señoría, resultaba digna de lástima.

Cuando por fin telefoneé a Daniel Varsky, hubo cierta cautela en el saludo inicial, antes de que comprendiera quién lo llamaba, que más tarde llegué a asociar con él y con los chilenos en general, por pocos que haya conocido. Le llevó un minuto deducir quién era yo, un minuto para que se le encendiera una luz que me mostrara como la amiga de un amigo, y no como una loca de remate —¿que llamaba por sus muebles porque había oído decir que quería deshacerse de ellos o prestarlos durante un tiempo?—, un minuto en que estuve tentada de disculparme, colgar y seguir como hasta entonces, con un colchón, unos pocos enseres de plástico y la solitaria silla. Pero, en cuanto se hizo la luz (¡Ah, claro, lo siento! Lo tengo todo aquí mismo, esperándote), su voz se volvió más dulce y estridente al mismo tiempo, dando paso a un tono dicharachero que también acabaría asociando con él y, por extensión, con cualqu

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos