Casa de verano con piscina

Herman Koch

Fragmento

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2

Describir el trabajo de un médico de cabecera es fácil. No tiene que curar a nadie, sólo asegurarse de impedir un flujo masivo de gente hacia los especialistas y hospitales. Su consulta es como un puesto avanzado. Cuanta más gente logre retener, mejor es el médico en su trabajo. Es un cálculo simple: si los médicos de cabecera enviásemos a todo el que se presenta con un escozor, una manchita o una tosecilla a un especialista o al hospital, el sistema entero se vendría abajo. Estrepitosamente. En realidad, este cálculo ya se hizo; la conclusión fue que el sistema se colapsaría aunque no pasasen todos los pacientes. Si todos los médicos de cabecera enviaran a más de un tercio de sus pacientes a la consulta del especialista, el sistema apenas tardaría dos días en empezar a tambalearse. En una semana se colapsaría. El médico de cabecera debe defender el puesto avanzado. «Es un simple resfriado —dice—; una semana de paciencia y si no se le pasa vuelva a venir.» Tres noches más tarde el paciente se ha ahogado en sus propios mocos. «Son cosas que pasan —dices—. Una inusual combinación de factores, un caso que se da como mucho en uno de cada diez mil pacientes.»

Los pacientes desaprovechan su mayoría numérica. Se dejan llamar de uno en uno a mi despacho, donde dedico veinte minutos a convencerlos de que no tienen nada. Paso consulta de las ocho y media a la una. Tres pacientes por hora, doce o trece al día. Soy el médico de cabecera ideal para el sistema. Los que creen que con la mitad de tiempo por paciente les basta, llegan a veinticuatro por día; con veinticuatro pacientes hay más posibilidades de que alguno se cuele que con doce. También se da un elemento subjetivo; un paciente que sólo dispone de diez minutos con el médico tiene más la sensación de que se lo han quitado de encima que un paciente a quien le largas el mismo discurso pero en veinte minutos. Este segundo paciente cree que te tomas en serio sus problemas, y tiende a insistir menos en que se le hagan más análisis.

Claro que se cometen errores. Sin errores, este sistema no podría existir. Un sistema como el nuestro depende justamente de sus errores. Al fin y al cabo, incluso un diagnóstico equivocado puede conducir al resultado deseado. Pero a menudo ni siquiera se requiere un diagnóstico equivocado. El arma más importante de que disponemos los médicos de cabecera es la lista de espera. Normalmente, con nombrarla ya basta: «Para esta prueba hay una lista de espera de entre seis y ocho meses», digo. «Con esta intervención, su estado podría mejorar ligeramente, pero el caso es que hay lista de espera...» La mitad de los pacientes ya se rinde sólo con oír nombrar la lista de espera. El alivio se les pinta en el rostro. «Dejemos para mañana lo que no sea indispensable hacer hoy», piensan. Nadie quiere que le metan una sonda gruesa como una manguera por la laringe. «No es una prueba agradable —les digo—; también podemos esperar, por si se le pasa con una combinación de reposo y medicamentos. Y dentro de seis meses volvemos a verlo.»

Uno se podría preguntar cómo es posible que en un país tan rico como el nuestro existan las listas de espera. Cuando me lo planteo, siempre me viene a la mente la reserva de gas. Holanda posee un enorme yacimiento de gas natural. Alguna vez he sacado el tema en reuniones informales con colegas.

—¿Cuántos metros cúbicos de gas tendríamos que vender para eliminar la lista de espera de las operaciones de cadera en una semana? —pregunté en una ocasión—. ¿Cómo demonios es posible que en un país civilizado como el nuestro haya gente que se muera antes de llegar a los primeros puestos de la lista de espera?

—No puedes verlo así —dijeron mis colegas—, no podemos renunciar a la reserva de gas sólo para no posponer operaciones de cadera.

La reserva de gas es inmensa, hasta las predicciones más pesimistas dicen que bastaría para los próximos sesenta años. ¡Sesenta años! Es más que las reservas de petróleo del golfo Pérsico. Somos un país rico. Tan rico como Arabia Saudí, Kuwait, Qatar... y sin embargo aquí sigue muriendo gente porque tuvieron que esperar demasiado tiempo un riñón, mueren recién nacidos porque la ambulancia que ha de llevarlos a toda prisa al hospital se queda atascada en el tráfico, las vidas de las madres corren un grave peligro porque nosotros, los médicos de cabecera, las hemos convencido de que parir en casa es seguro. Cuando en realidad lo que deberíamos decirles es que es más barato, eso es todo; aquí también se aplica lo de que si todas las madres ejerciesen su derecho a parir en un hospital, el sistema se vendría abajo en una semana. Ahora el riesgo de muerte de bebés, o de que sufran daños cerebrales porque en los partos en casa no se puede administrar oxígeno, simplemente forma parte de la ecuación. Muy de vez en cuando aparece un artículo en alguna revista médica, a veces algún fragmento de esos artículos llega al periódico, pero es suficiente para saber que en los Países Bajos la tasa de mortalidad entre los recién nacidos es la más alta de Europa y del resto del mundo occidental. Pero hasta ahora nadie ha sacado conclusiones de estas cifras.

En realidad, un médico de cabecera es impotente ante todo esto. Puede tranquilizar a un paciente. En todo caso, puede conseguir que no acuda a un especialista por el momento. Puede convencer a una mujer de que no corre ningún riesgo pariendo en casa, que es todo mucho «más natural», aunque solamente sea más natural en el sentido de que morirse también es natural. Podemos recetar pomadas o somníferos, quemar pecas con ácido, tratar uñas encarnadas. A menudo, trabajillos asquerosos. Recogemos la cocina, eliminamos con un estropajo los restos pegados entre los fogones.

Algunas noches pienso en la reserva de gas y no me deja pegar ojo. Hay días que la imagino como una burbuja de esas que salen cuando haces pompas de jabón; a poca profundidad bajo la corteza terrestre, sólo hay que hacerle un agujerito y se vacía, o explota. Otras veces imagino que se extiende por debajo de una superficie mucho más grande. Oculta bajo la tierra suelta. Las moléculas de gas se mezclan invisibles con las partículas de tierra. Son inodoras. Les acercas una llama y explotan. La llama se convierte en un fogonazo que se propaga en pocos segundos por un área de centenares de kilómetros cuadrados. Bajo tierra. La capa superior del suelo se desprende, deja de sostener puentes y edificios, no hay suficiente tierra firme bajo los pies y patas de personas y animales, ciudades enteras se hunden en el sustrato ardiente. Estoy tumbado en la oscuridad con los ojos abiertos.

A veces, la debacle de nuestro país se me antoja un documental. Un documental de National Geographic, con gráficas y animaciones informáticas, el tipo de documental que tan bien se les da: presas de contención que se desbordan, tsunamis, aludes y avalanchas de lodo que entierran pueblos y ciudades; un

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